Atlántida (27 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras

Los tres hombres se separaron, formando un abanico. En el centro iba el que parecía ser el líder, un tipo con coleta que era el único que llevaba la cabeza al descubierto.

Joey no tardó en comprobar que su primera impresión había sido acertada. Los recién llegados se detuvieron a unos veinte metros, buscaron bajo sus chaquetones durante unos segundos y los encañonaron con tres pistolas.

—Randall —murmuró Joey—. Randall…

Su amigo se incorporó lentamente y se giró. Al hacerlo, un punto rojo apareció en su frente y otro en su pierna derecha.

Joey notó una especie de mosca luminosa sobre su propia nariz. Bizqueó, y descubrió que la tercera mirilla lo estaba apuntando a él.

Tenía entendido que una pistola no era un arma de gran precisión. Pero si aquellas armas tenían dispositivos láser…

Sonó un disparo, seco como un estacazo. Joey cerró los ojos y oyó algo que silbaba a su lado. Cuando se atrevió a mirar de nuevo, vio que habían disparado a Randall. Su amigo había caído de rodillas y tenía una herida en el muslo. La sangre le manchaba el pantalón corto, pero la hemorragia no parecía tan abundante como para poner en peligro su vida.

—¡Ese he sido yo! —gritó el hombre de la coleta. Empuñaba la pistola en ambas manos, delante de su cara, con las piernas separadas como un tirador profesional. Hablaba con acento extranjero, tal vez hispano—. La próxima bala irá a su cabeza. Levante los brazos para demostrar que me ha entendido.

Randall hizo lo que le ordenaban. Joey, por si acaso, se arrodilló y levantó los brazos también.

—Sabemos de lo que es capaz, señor Randall —siguió el hombre de la coleta—. Uno de nosotros se va a acercar a usted para esposarle y taparle la cabeza. Si intenta utilizar el
Habla
con él dispararemos a matar. Ahora, ponga las manos detrás de la nuca. El chico también.

—¡Deje que se marche! ¡Él no tiene nada que ver conmigo!

Otro estacazo. El tipo de la coleta apenas se movió para disparar. Joey miró de reojo a Randall. Entre sus piernas se había levantado una pequeña columna de polvo.

—Esta vez he fallado. O tal vez no. Si vuelve a hablarme, no habrá más advertencias. Tengo que llevármelo conmigo, pero no es imprescindible que sea vivo. Ahora, las manos tras la nuca. ¡Los dos!

Ambos obedecieron. Joey casi agradecía estar de rodillas y con los glúteos apoyados sobre los talones. Con el tembleque que le había entrado tras los dos disparos no habría aguantado de pie.

Uno de los hombres se adelantó, con la pistola en la mano derecha y unas esposas y una bolsa de lona en la izquierda. Aprovechando que sus pisadas crujían en la arena y amortiguaban un poco su voz, Randall susurró:

—Va a ocurrir algo. Cuando pase, tírate al suelo y no respires. Luego me sigues.
Sin respirar.

Joey tragó saliva, aterrorizado. ¿Que iba a ocurrir algo? ¿Y qué otra cosa podía ser sino que los iban a freír a tiros?

Por otra parte, si los desconocidos actuaban así era porque ellos también tenían miedo. ¿Qué le habían dicho a Randall?
«Si intenta utilizar el
Habla…». Joey no tenía la menor idea de a qué se referían. Pero, si su amigo se guardaba un as, era un momento inmejorable para sacarlo de la manga.

El tipo de la bolsa ya había llegado junto a ellos. Tenía la corpulencia de un culturista y medía cerca de dos metros. Sin contemplaciones, le retorció las manos a Randall detrás de la espalda y se dispuso a colocarle las esposas.

—No necesito pistola para romperte las vértebras, así que procura no abrir el pico —dijo. Por sus músculos, parecía capaz de cumplir la amenaza.

En ese momento el suelo volvió a trepidar. Joey captó algo con el rabillo del ojo y miró a su derecha. La superficie del lago se estaba levantando en una única e inmensa burbuja, como si un niño gigante jugase a hacer pompas de jabón debajo del agua.

—¡Toma aire, Joey! —gritó Randall.

Joey se tiró boca abajo y llenó los pulmones como si fuera a bucear en la piscina. Durante una fracción de segundo esperó oír la seca detonación de un arma y, después, el chasquido de su propio cráneo al romperse antes de la negrura y el olvido total.

Pero lo que escuchó fue un ruido enorme, un estruendo como jamás en su vida había oído. Una vez habían llevado a los chicos de su clase a ver cómo demolían con dinamita un centro comercial. Pero este estrépito fue mucho más fuerte, una explosión ensordecedora que acalló cualquier otro ruido. El suelo tembló, una especie de huracán que parecía brotado de la nada sacudió a Joey y una lluvia caliente le salpicó la espalda.

«No respires», se repitió, muerto de pánico.

Una mano se cerró sobre su chaquetón y tiró de él. Joey se puso de pie y corrió detrás de Randall, que incluso cojeando por la herida se movía a una velocidad sorprendente. Una niebla sobrenatural los rodeaba, arrastrada por un viento que empujaba a Joey hacia la izquierda como si lo quisiera alejar del lago. Enseguida tuvo que cerrar los ojos, porque aquella niebla era corrosiva, y siguió a ciegas a Randall, que tiraba de él con fuerza hacia el coche.

«Estamos perdidos», pensó, notando ya cómo los pulmones le ardían por el esfuerzo y la falta de oxígeno. Pero aunque se estaba asfixiando no se atrevió a inhalar ni una brizna de aire. Debían encontrarse dentro de una nube de ácido. En el remoto caso de que llegaran vivos al coche, estaba convencido de que cuando se mirara en el espejo vería cómo la piel y la carne de la cara se le caían a tiras.

La aventura con Randall había dejado de parecerle tan emocionante.

Para Alborada, todo aquello era una especie de sueño absurdo.

Adriano Sousa y él habían salido de Madrid la noche del domingo al lunes en un reactor privado, un lujoso Gulfstream propiedad de Sybil Kosmos. Durante el vuelo, Alborada se enteró de que su destino era Fresno, en California.

Llegaron el lunes poco antes de amanecer. Alborada no había dormido apenas. Le costaba conciliar el sueño en los aviones, aunque fueran de lujo.

En el aeropuerto de Fresno los recibieron dos individuos de aspecto poco tranquilizador. No podría decirse de ellos que tuvieran aspecto patibulario, ya que venían afeitados y vestían trajes a medida con corbatas de seda, pero jamás los habría invitado a una fiesta en su casa. El mayor de los dos, un tal Monroe, les dijo que, gracias a la señal del móvil que había fotografiado los códices, tenían localizado al «objetivo» en la zona sur de Fresno. Al parecer, la zona era un parque de caravanas.

—Allí vive escoria de todo tipo —les explicó—. Habrá que andar con cuidado.

«El objetivo», pensó Alborada. Aquello parecía casi una operación militar. Según Sybil, el tipo al que buscaban tenía algo que le pertenecía a ella: su ADN. ¿Alguna mutación que quería patentar? No iba a ser fácil: el asunto de las patentes de genes humanos estaba sometido a discusión en varios tribunales internacionales.

«Como si a Sybil le importara lo que pueda decir la ley», pensó Alborada. Y el mercado de la genética movía cantidades indecentes de dinero.

Cuando llegaron al parque de caravanas, la señal del móvil que rastreaban se había alejado de allí. El pertenecía a un usuario llamado Joey Carrasco. Sabían que la persona a la que buscaban se ocultaba tras un nombre falso. Pero no podía ser Joey Carrasco, pues según la base de datos se trataba de un crío de catorce años.

Animado por unos cuantos billetes, el dueño del parque de caravanas les dijo que Joey Carrasco había salido de viaje con un tal Randall. Por su descripción, bien podía ser el individuo al que buscaba Sybil.

Al parecer, Randall y el muchacho se dirigían a Mammoth Lakes, un destino típico de vacaciones para los californianos. Se hallaba a más de cuatro horas en coche; pero no muy lejos del pueblo se encontraba el pequeño aeropuerto de Mammoth Yosemite, y en el reactor apenas necesitarían una hora para llegar.

Por culpa de los trámites necesarios, esa hora se había convertido en dos y media. Alborada, que apenas había pegado ojo durante el vuelo desde España, consiguió dar por fin una cabezada, pero fue tan breve que se despertó aún peor.

De modo que, cuando por fin localizaron a su presa, Alborada se encontraba de un humor perruno. Tenía Bueno, acidez de estómago y dolor de cabeza, y su cazadora no era lo bastante gruesa para el frío que hacía en aquel lugar. «La soleada California», pensó con sarcasmo.

El paraje donde encontraron al tal Randall era tranquilo y solitario. Cosa que no resultaba extraña teniendo en cuenta que los móviles de todos ellos habían recibido una alerta por posible erupción volcánica.

—No se ponga nervioso —le había dicho Monroe—. En California estamos acostumbrados a las alarmas. Cuando no es un terremoto es un incendio.

—Pero no es lo mismo. Ahora se trata de un volcán —respondió Alborada, mientras leía el largo mensaje de un organismo geológico yanqui cuya existencia desconocía hasta entonces.

Dentro de una hora estaremos despegando de vuelta a España —le dijo Sonsa . Tranquilícese.

Aunque Alborada siempre se había considerado un tipo con temple, era difícil estar tranquilo. Cuando vio que Sousa y sus dos secuaces americanos bajaban de los coches armados con pistolas de mirilla láser, pensó que, si la policía los detenía, sus alegaciones de que él no tenía nada que ver no resultarían nada convincentes.

Además, el muchacho que acompañaba a su «objetivo» era un crío. ¿Qué pretendían hacer con él? ¿Pegarle un tiro, secuestrarlo, llevárselo de Estados Unidos como si tal cosa?

—Yo me quedo en el coche —le dijo Alborada a Sousa—. No contéis conmigo para esto.

—¿Qué te pasa? ¿No tienes nervio?

—Piensa lo que quieras. No voy a jugar a comandos.

«Y menos cuando no tengo a Sybil delante para manipular mi mente», pensó.

Desde el coche, Alborada observó cómo Sousa y los dos mercenarios se desplegaban con disciplina de paramilitares y apuntaban a Randall y al niño. Después oyó un disparo y vio a Randall caer de rodillas. ¿Tan peligroso era aquel individuo que tres tipos musculosos y armados no se atrevían a acercarse a él y tenían que dispararle desde lejos?

Alborada decidió cambiarse de asiento y ocupar el puesto del conductor. Si las cosas se ponían demasiado feas, siempre podía largarse de allí.

«De hecho —pensó—, debería salir pitando ahora mismo».

Fue entonces cuando llegó la locura.

Primero se oyó un runrún sordo en el subsuelo y el coche empezó a moverse a los lados como una cuna agitada por un epiléptico. Apenas unos instantes después sonó una explosión que hizo a Alborada dar un respingo y cerrar los ojos. Lo primero que pensó fue que Sousa y los matones habían disparado contra Randall y el chico, pero que lo habían hecho utilizando una batería de cañones antiaéreos.

Las ruedas del lado izquierdo del todoterreno se levantaron en el aire. Alborada se agarró al volante como pudo, temiendo que el vehículo de dos toneladas y media volcara. Pero tras unos segundos de indecisión, el coche volvió a posarse en el sitio y Alborada se golpeó con la cabeza en el techo.

Delante de él, todos habían caído al suelo, pero Alborada no pudo distinguir demasiados detalles. Tras el estampido sónico, el coche recibió una segunda embestida, esta vez un fuerte turbión de viento y agua que lo zarandeó. Alborada miró hacia el lago. De él había brotado una espesa nube blanca, una niebla fantasmal como las que salían de las ciénagas en las películas de miedo. Aquella bruma cubrió el descampado del aparcamiento con la velocidad de un vendaval.

«No se te ocurra salir del coche», le avisó una voz a la que estaba más que decidido a obedecer.

La puerta del copiloto se abrió, y por ella se colaron gruesos cuajarones de niebla. De entre ellos apareció una sombra que se abalanzó contra Alborada, le dio un cabezazo y lo estrelló contra la puerta. Tardó un segundo en darse cuenta de que era el chico. Después el tipo al que buscaban, Randall, entró a toda prisa y cerró la puerta con violencia.

—¿Qué demonios está pasando? —preguntó Alborada en inglés. La bruma que había entrado en el vehículo empezó a disolverse en jirones, pero olía a pólvora e irritaba la garganta.

El muchacho intentó contestarle, empezó a toser y escupió en el suelo. Él y Randall venían empapados de agua maloliente.

—Arranque el coche y vaya hacia allí —dijo Randall, señalando hacia el bosque—. Cuesta arriba.

Pese a tener cierta pinta de
homeless,
aquel hombre hablaba con la seguridad de quien estaba acostumbrado a que lo obedecieran. Alborada, que no sabía qué estaba ocurriendo, decidió que lo más conveniente era seguir sus instrucciones. Arrancó el motor, encendió las luces y pisó el acelerador, dirigiendo el vehículo hacia los árboles que se intuían entre la niebla. Mientras, el chico seguía tosiendo y escupiendo.

El lado derecho del vehículo se levantó, como si la rueda pasara sobre algo blando. Alborada comprendió que acababan de atropellar a alguien. Luego oyó un porrazo en el cristal. Al girarse vio a sólo unos centímetros el rostro de Sousa, que golpeaba con la mano en la ventanilla mientras emitía un ronco estertor. Tenía el rostro amoratado y los ojos hinchados como dos huevos duros. Pero el vehículo siguió adelante, Sousa cayó al suelo y se perdió en la bruma.

—¿Qué está pasando? —volvió a preguntar Alborada.

—Tenemos que salir de aquí si queremos seguir vivos —contestó Randall. Pese a que lo habían amenazado, le habían disparado en una pierna y además había tenido que correr cojeando a través de una nube tóxica, parecía tan tranquilo como si viajara en un vagón de metro.

Habían salido del aparcamiento y avanzaban por la arena, entre escuálidas sombras de árboles que con la niebla parecían huesos clavados en el suelo.

—¿No debería volver a la carretera? —preguntó Alborada, temiendo chocar en cualquier momento con algún obstáculo surgido de la bruma.

—La carretera baja. Tenemos que subir —dijo Randall.

Alborada dio un volantazo para esquivar un pino que se les venía encima. No iban a más de cuarenta kilómetros por hora, pero con aquella visibilidad se le antojaba una velocidad suicida.

El muchacho seguía tosiendo. Alborada vio que en la guantera de su puerta tenía agua. Soltó la mano izquierda del volante apenas un segundo y le pasó la botella. El chico bebió, aunque con los tumbos del vehículo la mitad del líquido cayó al suelo. Volvió a escupir, pero después empezó a respirar mejor.

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