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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras

Atlántida (43 page)

Los oficiantes obligaron a los jóvenes a tenderse boca arriba sobre el altar, el sacerdote al varón y la sacerdotisa a la mujer. Siempre canturreando, ambos levantaron los brazos, empuñando los cuchillos de obsidiana con los que habían cortado las cuerdas.

¿Por qué las víctimas, que tenían las manos libres y veían perfectamente lo que las aguardaba, no se resistían ni intentaban huir? Tal vez, pensó Gabriel, las habían drogado antes. Pero la mirada de pavor con que contemplaban los puñales alzados sobre sus pechos no parecía propia de personas sedadas.

La razón no podía ser otra que Isashara y Minos estaban actuando sobre las víctimas con el mismo poder que Kiru había intentado utilizar en vano mientras subía por la escalera.

«¿Por qué no vuelve a hacerlo ahora?», pensó. Pero Kiru estaba tan absorta en lo que veía que la idea ni se le pasó por la cabeza.

Los cuchillos cayeron a la vez. El de la sacerdotisa se clavó entre los senos de la joven y el del sacerdote en el esternón del varón. Las víctimas gritaron al unísono, con un alarido tan penetrante como una broca de vidia taladrando ladrillo.

Kiru se estremeció, pese a que ya había visto muertes sangrientas en el ritual del toro. Gabriel se habría tapado los oídos de tener control sobre las manos, porque mientras los gritos de ambos jóvenes se convertían en gorgoteos y estertores, los cuchillos seguían escarbando en sus pechos entre crujidos de hueso astillado. Al mismo tiempo, los prisioneros que subían por la escalera empezaron a gemir y a llorar balanceándose sobre los pies, sabedores ya del destino que los aguardaba.

Ambos oficiantes metieron las manos en los pechos de los jóvenes, que ya habían dejado de moverse, y tras hurgar unos segundos sacaron los corazones, los levantaron sobre sus cabezas y se bañaron en el fluido que goteaba de ellos. Gabriel comprendió en qué consistía la pintura oscura que recubría sus cuerpos: sangre ya reseca de víctimas anteriores.

La cúpula zumbó. Kiru alzó la mirada hacia ella y comprobó que parte de su circunferencia se teñía de verde, como si sufriera una invasión de algas.

Los verdugos se acercaron a Isashara para ofrecerle los corazones. Ella extendió la mano sin llegar a cogerlos, otorgándoles su bendición.

Y fue entonces cuando las miradas de Kiru e Isashara se encontraron por fin.

—¡Tú! —exclamó Isashara, tras unos segundos de duda—. Tú eres…

Gabriel podría haber dicho lo mismo. Porque la mujer sentada en el sitial y ataviada a la moda minoica, con una larga falda de volantes y un justillo abierto en el pecho, no era otra que…

Clínica Gilgamesh

La visión se convirtió en una niebla blanca surcada por relámpagos rojos. Pero la imagen de Isashara-Sybil quedó flotando durante unos instantes, como la mancha verdosa que deja el sol en la retina cuando se cierran los ojos después de mirarlo directamente.

La habitación de la clínica volvió a materializarse ante los ojos de Gabriel, y en su mente se hizo el silencio. Kiru, que había retirado la mano, le miraba expectante.

Pero aquella sordina mental tardó apenas un instante en convertirse en un pitido interior. Un pinchazo como un chorro de hierro fundido taladró las cuencas de sus ojos y se extendió hasta su nuca. A su lado, la jaqueca que había sentido cuando le arrancaron el Morpheus era un hormigueo en el meñique.

Gabriel trató de sobreponerse al dolor y pensar. De algún modo, al tocar a Kiru se había conectado a un amplificador paranormal. En apenas un par de segundos —la caricia de ella no podía haber durado mucho más—, había recibido una visión equivalente a un largo rato de horror.

Aquella breve experiencia telepática había sido muchísimo más intensa que sus breves contactos mentales con Valbuena y con Iris. Era como comparar un viejo daguerrotipo en blanco y negro con una película en 3D proyectada sobre pantalla gigante.

De paso, lo que había visto en su mente explicaba algunas cosas.

Gabriel se volvió hacia Herman.

—Ya sé por qué han venido esos matones y la pelirroja.

—¿Por qué?

—Sybil Kosmos está mezclada en esto.

Herman desvió la mirada hacia la izquierda, y luego se miró las uñas como si quisiera comprobar si las tenía sucias. Gabriel se dio cuenta al instante de que trataba de ocultarle algo.

—Tú ya lo sabías, ¿verdad?

—No tengo ni idea de qué me hablas —se defendió Herman.

—Sí que la tienes. ¿Qué ha pasado?

—Me gustaría saber de qué demonios estáis hablando —intervino Celeste.

Al oír su voz, Kiru la miró y frunció el ceño con desagrado, como si hubiera captado que existía o había existido algo entre Gabriel y ella. Celeste se apartó de la cama, pálida y con los ojos abiertos como platos. Gabriel, que estaba a su lado, notó que algo le rozaba el brazo, una especio de bruma helada que le hizo experimentar un intenso temor.

Un segundo después, Kiru volvió a mirarle sonriendo. La bruma gélida se desvaneció, pero en su lugar Gabriel notó una burbuja caliente que se expandía dentro de su vientre y bajaba hacia su entrepierna, ¡basta, Kiru! ¡No hagas eso!

Ella dejó de sonreír, y aquella incómoda excitación desapareció. Gabriel comprendió que, fuera por el vínculo que se había establecido durante las visiones o porque él le gustaba a Kiru, tenía cierto ascendiente sobre ella.

«Menos mal», pensó. Tal como había visto y sentido en los dos últimos trances, aquella mujer, al igual que Isashara y Minos, poseía poderes aterradores. Mejor que alguien los controlara.

Y al reparar en que era él quien tal vez pudiera controlarlos, creció en su interior la sensación de estar en el centro de la red de las Parcas, de ser el elegido para algo tan grande que lo superaba.

De adolescente, Gabriel había sido un fanático de Tolkien. Ahora recordó la frase de Gandalf a Frodo cuando éste se quejaba de su destino.
«No depende de nosotros. Todo lo que podemos decidir es qué hacer con el tiempo que nos han dado».

Ante los acontecimientos que se desenvolvían a su alrededor, Gabriel se sintió infinitamente más pequeño que el más pequeño de los hobbits, y su jaqueca se agudizó.

Kiru se incorporó en la cama, miró el gotero con expresión perpleja y se arrancó el tubo con la aguja. Al hacerlo, se le escapó un quejido de dolor. Después recogió con el dedo una gota de sangre del antebrazo y la chupó.

Gabriel se apretó la frente para mitigar el dolor y suspiró. Era hora de largarse de allí.

—Kiru, ¿puedes levantarte?

La pregunta era superflua, pues Kiru ya había apartado las sábanas y se estaba poniendo en pie. Gabriel se volvió hacia Celeste.

—¿Podrías conseguirle ropa para sacarla de aquí?

—¿Sacarla de aquí? ¿Tú te has vuelto loco del todo?

—Esta mujer es joven y está sana como una manzana. ¿Qué crees que pinta en una clínica de investigación geriátrica?

Celeste no supo muy bien qué contestar. Gabriel la agarró por el brazo, se acercó a ella y bajó la voz para sonar más convincente.

—Esos tipos no buscaban a Milagros. En realidad venían a por Kiru, pero se han confundido.

—No entiendo a qué te…

—¡Escúchame! No tenemos mucho tiempo. Seguro que vuelven en cuanto se den cuenta de su error. Y ya has visto que no se andan con contemplaciones.

—Si vuelven, esta vez no me pillarán desprevenido —dijo Herman, cascándose los nudillos.

—¿Por qué la buscan? —preguntó Celeste.

—Recuerda por qué vine aquí la primera vez. Me dijiste que una anciana demenciada soñaba en un idioma desconocido y hablaba de la Atlántida. En realidad no era ella quien lo hacía, sino Kiru.

—Explícate.

«Me sería más fácil explicarme si no me doliera tanto la cabeza», pensó Gabriel.

—La mente de Milagros es como una pizarra vacía por causa del Alzheimer. Por eso resulta tan fácil escribir en ella. Milagros sólo repetía en voz alta lo que recibía de la mente de Kiru.

—Estás hablando de… telepatía. Es la típica basura paranormal contra la que tú mismo has escrito.

—¡Es la típica basura paranormal que he experimentado! Yo también he compartido esas visiones, Celeste. Al principio creí que procedían de Milagros. Pero durante la… sesión de hoy me di cuenta de que no podía ser ella.

—¿Por qué?

—Porque las vivencias que he experimentado jamás podrían ser las de una anciana. Durante el sueño comprendí que la mujer que ha compartido conmigo su mente —dijo Gabriel, mirando de reojo a Kiru, que a su vez lo contemplaba a él embelesada— tenía que ser joven. Eternamente joven.

—Esto suena cada vez más absurdo.

—Pues tendrás que aceptarlo o pensar que ahora mismo todos estamos en un sueño, Celeste. Esta mujer a la que creíais una mendiga es el Santo Grial que andáis buscando en esta clínica.

Las pupilas de Celeste se dilataron. Gabriel se dio cuenta de que empezaba a vencer su incredulidad.

—¿No lo entiendes? Sus tejidos se regeneran espontáneamente, reparando cualquier daño que sufra, por grave que sea. Para ella, envejecer es imposible.

Los tres miraron a Kiru. La joven no apartaba los ojos de Gabriel, al que volvió a sonreír.

—Eso es imposible —objetó Celeste en tono cada vez más débil—. Quieres decir que ella es… Es…

—Sí, eso es justo lo que quiero decir.

Gabriel hizo una pausa dramática, disfrutando del momento. Pocas veces en su vida había estado más convencido de lo que decía.

—Esta mujer es inmortal.

Madrid, Coslada

«Inmortal», se repitió Celeste.

Si no era así, al menos la supuesta mendiga tenía un cuerpo con el que habría podido posar para la escultura de una diosa. Esbelta, con las líneas de los músculos insinuándose bajo la piel como en un suave boceto, sin ser masculina, podría haber sido Ártemis la cazadora.

Celeste estaba contemplando las formas de Kiru al otro lado de la mampara translúcida. Había tenido que entrar con ella al cuarto de baño de su casa, y ayudarla como hacía con Nadia, su hija de cuatro años. Kiru reconocía algunos objetos sencillos, como el peine. Pero el resto —los botes de champú y de gel con dispensador, el secador, la propia ducha— le resultaban desconocidos. Si estaba fingiendo esa ignorancia, lo hacía tan bien que ella misma debía creérselo.

Gabriel también había entrado al cuarto de baño. Al pronto, Celeste le había dicho que esperara fuera, pero la joven —si es que lo era— Kiru se negaba a alejarse de él.

Y no convenía contrariarla. Ya lo habían comprobado cuando subieron al coche para ir a casa de Celeste. Gabriel se había sentado delante, junto a Celeste, y le había dicho a Kiru que montara atrás, sola, mientras Herman los seguía en su propio vehículo.

—No. Gabriel con Kiru —dijo frunciendo el ceño. En ese momento, Celeste sintió un miedo intenso, un pavor instantáneo que le encogió las tripas e hizo que la frente se le perlara de sudor frío. Era la segunda vez que le ocurría.

—Kiru, no hagas eso —dijo Gabriel—. Celeste es amiga.

—Sí, amiga. Pero siéntate aquí con Kiru.

Cuando Gabriel accedió a viajar detrás, la sensación de miedo de Celeste desapareció como por ensalmo. Pero descubrió con cierto rubor que se le habían escapado algunas gotas de orina. «Podría haber sido peor», pensó.

Durante el trayecto desde la clínica hasta Coslada, habían tenido que contarle a Kiru qué era un coche, cómo funcionaba y por qué había tantos vehículos en la carretera. Si aquello no era el síndrome de Korsakov, se le parecía mucho. Kiru no sólo no recordaba su pasado, sino que era incapaz de fijar nuevos recuerdos en su mente. Todo lo que veía o escuchaba era tan fugaz para ella como si lo hubiera escrito en el agua o en el viento. Pero el Korsakov aparecía sobre todo en alcohólicos crónicos, mientras que Kiru tenía la sangre limpia y un aspecto tan lozano que podría haber personificado a la diosa de la salud.

Ahora, mientras se duchaba, Kiru sufrió una nueva amnesia, la segunda desde que recuperó la conciencia en el hospital. Tenía todavía el pelo enjabonado cuando se volvió hacia ellos, aporreó la mampara con la palma de la mano y empezó a gritar algo en ese extraño idioma que Gabriel parecía entender parcialmente. Después, por enésima vez en ese día, preguntó en español:

—¿Qué es esto? ¿Dónde está Kiru?

Celeste abrió la hoja deslizante y trató de tranquilizarla, pero Kiru sólo se calmó de nuevo cuando vio a Gabriel.

En realidad, fue algo más. Sus pupilas volvieron a dilatarse, sus mejillas enrojecieron y ensanchó las aletas de la nariz, al tiempo que sonreía. Sobre el olor de manzana del champú, Celeste captó un fugaz aroma almizclado, y para su desazón notó una oleada de excitación sexual.

Sin duda, Kiru era muy atractiva. Pero, aunque Celeste apreciaba la belleza de las formas femeninas, no se trataba de eso. Kiru parecía rodeada de una nube de estados de ánimo cambiante, como el campo eléctrico que rodea a las torres de alta tensión; sólo que, en su caso, aquel campo no erizaba el vello, sino que disparaba emociones primarias.

Tras explicarle dónde estaba y para qué servía la ducha, Celeste ayudó a Kiru a aclararse el pelo.

—¿Tú también lo has vuelto a notar? —le preguntó Gabriel.

—Sí. Me resulta cada vez más incómodo.

—¿A qué crees que puede deberse, Celeste? ¿Cómo altera nuestras emociones?

—No lo sé.

Alrededor de Kiru flotaban aromas fugaces, olores intensos, tan efímeros que Celeste no atinaba a definirlos. Sin embargo, sospechaba que no se trataba sólo del olfato, y que el cuerpo de la joven —si es que era joven— emitía algo que los sentidos conocidos no alcanzaban a percibir, pero que producía unos efectos casi sobrenaturales.

En cualquier caso, saltaba a la vista que existía un vínculo entre Kiru y Gabriel, y que ella se había encaprichado de él.

Celeste se corrigió: no se había encaprichado, se había enamorado. O más bien se enamoraba de él constantemente. ¡Qué historia tan romántica y a la vez tan triste! Una joven que conocía a un hombre, se prendaba de él, lo olvidaba antes de una hora y, al volver a conocerlo, se enamoraba de nuevo.

Celeste se preguntó, y no por primera vez, qué tendría Gabriel Espada que atraía a las mujeres como una trampa luminosa a los insectos. No era una comparación gratuita. Ella misma había experimentado esa llamada. Y, al acercarse a la supuesta luz que emitía Gabriel, había terminado achicharrada.

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