—¿Y qué vamos a hacer? ¿Coger el coche para quedarnos parados en un atasco? —le preguntó durante la cena Frederico.
Aquello tenía su lógica. Todas las carreteras de la región estaban colapsadas. Y el Vesubio no era un supervolcán: veinticinco kilómetros representaban una distancia de seguridad respetable.
Con todo, Eyvindur les dio los consejos habituales. Cerrar todas las puertas y ventanas y no salir de casa. Si lo hacían, taparse la boca y la nariz, evitar las zonas bajas donde pudiera acumularse gases venenosos o donde hubiese peligro de aluviones de barro o avalanchas de rocas. Tener a mano linternas, pilas, botiquín con antibióticos, latas —abrelatas, por supuesto—, ropa de abrigo aunque fuera mayo, calzado resistente y dinero. A ser posible en metálico. Estar atentos a la radio y la televisión…
Pero, de momento, el viento soplaba hacia el norte, llevándose consigo las cenizas y los gases del volcán. Eyvindur, desvelado, había salido a la calle. Olfateó el aire de la noche. No olía a azufre, sino a la sal del mar.
Una luna casi llena se reflejaba en las aguas del golfo de Nápoles. Al este, la columna eruptiva del Vesubio se adivinaba como una gran mancha. Recordó
La historia interminable,
una de sus novelas favoritas de joven, y la Nada que devoraba el reino de Fantasía. Aquella oscuridad que tapaba las estrellas hacía que el firmamento nocturno, por comparación, pareciera un poco menos negro.
Pero en la base de aquella Nada se distinguían intensos resplandores, lenguas rojas que brotaban de la cima de la montaña. A esa distancia parecían llamas de una hoguera. Sin embargo, Eyvindur sabía que alcanzaban cientos de metros de altura.
Tomó los prismáticos y volvió la mirada hacia Nápoles. Toda la parte este de la ciudad había desaparecido de la vista, bajo una espesa niebla que en realidad era lluvia de ceniza. De momento, por lo que sabía, no se habían producido flujos piroclásticos. En la parte oeste de Nápoles, donde la atmósfera estaba más despejada, se veían zonas oscuras, allí donde se habían producido apagones. Pero todas las avenidas eran ríos de luz roja: los pilotos traseros de los coches que procuraban huir hacia el norte y que colapsaban las calles y las carreteras de salida.
La directora del Osservatorio Vesuviano había tenido el detalle, o el olvido, de no anular las claves de acceso de Eyvindur. Con el móvil, entró en su servidor y comprobó los datos de loi sismógrafos.
Al este, cerca del Vesubio, había temblores profundos, como solía ocurrir una vez iniciada una erupción. Pero en la zona de los Campi Flegri seguían produciéndose microtemblores constantes y con un trazado de ondas muy similar.
Eso había ocurrido durante toda la tarde. Además, en los últimos sesenta minutos no había dejado de producirse lo que los geólogos denominaban «tremor volcánico», una señal continua y grave de entre dos y tres hercios de frecuencia.
—Vesiculación-murmuró. Aquel temblor significaba que se estaban formando dentro del magma grandes burbujas de gas que enseguida colapsaban sobre sí mismas.
Un proceso que podía desencadenar la erupción en cualquier momento.
Los datos de los sismógrafos revelaban que el tremor volcánico no tenía un solo foco, sino cientos, situados sobre todo al oeste de la posición de Eyvindur.
Volvió la mirada hacia allí. Un círculo más oscuro en el terreno revelaba el lugar donde se encontraba el lago Averno.
La entrada al infierno, según los antiguos. Eyvindur había leído que el nombre Averno provenía del griego
áornos,
“sin pájaros”. Se suponía que las aves no sobrevolaban aquel lago porque de sus aguas subían efluvios ponzoñosos.
Al pensar en aves, aguzó el oído. Normalmente, de noche se oía cantar a los autillos, pero reinaba un silencio innatural. Aquello no podía deberse al Vesubio.
«Va a ocurrir ya», pensó.
Comprobó que se había emitido una orden de evacuación para toda la zona, no sólo para los alrededores del Vesubio. Los carabinieri y Protección Civil deberían estar recorriendo toda la zona de Pozzuoli y Lucrino con sus sirenas para alertar a la población, pero Eyvindur miró en derredor y no vio nada.
Probablemente, la culpa era del caos desatado por el Vesubio. Todos los recursos se estaban empleando en Nápoles. En cualquier caso, un intento de evacuación ya no serviría de mucho. Eyvindur pensó en despertar a Frederico y Gilda, pero lo descartó. Para huir de un supervolcán no se necesitaban horas, sino días.
El temblor continuaba, cada vez más intenso. Eyvindur ya sentía aquella grave vibración bajo sus pies, como si el subsuelo fuera una colosal botella de champán a punto de lanzar el tapón por los aires.
Sólo le quedaba un porro, pero lo encendió. Sospechaba que no iba a tener que comprar más marihuana medicinal.
Mientras daba la primera calada, se acordó de Iris. Tenía que despedirse de ella.
La islandesa no contestaba. A esas horas, lo normal era que tuviera el móvil en silencio. Eyvindur maldijo entre dientes, pero cuando se disponía a colgar, ella respondió.
—¿Eyvindur? No puedo hablar muy alto…
Su voz sonaba rara, y no precisamente adormilada. Pero Eyvindur no tenía tiempo que perder.
—Escucha, Iris. No fueron los Campi Flegri, como yo decía. Pero lo van a ser.
—Eyvindur, tienes que ayudarme —dijo ella—. Me tienen…
Eyvindur tenía prisa. La situación de Iris no podía ser tan urgente, y en cualquier caso él no podía ayudarla.
—Escúchame, Iris. No tengo mucho tiempo.
El temblor empezaba a ser audible, un
RRRMMM
tan grave que subía por sus pies y le hacía vibrar las costillas.
—Pero tienes que…
—Iris, los nanobios. Los nanobios son la clave. La Tierra está viva. Lo que está ocurriendo ahora no es una simple descarga de tensiones. Se trata de comportamiento consciente.
—¿Cómo?
—La respuesta es biológica, Iris. Recuerda la velocidad de escape. Y la clave de la vida es la…
Se dio cuenta de que le hablaba a la nada. La conexión se había cortado y la cobertura había desaparecido. Con todo lo que estaba ocurriendo en la zona, no le extrañó.
«Espero que deduzca el resto por sí sola», pensó.
El suelo bullía como una olla a punto de hervir. Eyvindur miró de nuevo hacia el oeste.
Se frotó los ojos. A unos cuatro kilómetros de donde se hallaba, el monte Nuovo, un volcán que se había formado en el siglo XVI, se estaba hinchando como un forúnculo a punto de reventar. Eyvindur jamás había visto un comportamiento así en un terreno sólido.
Pensó de nuevo en despertar a Frederico y a Gilda. No por alertarlos, sino por no estar solo en aquel momento. Pero si entraba en la casa, quizá se lo perdería todo.
El lago Averno empezó a hervir. Grandes burbujas incandescentes rompieron su superficie. Bajo los pies de Eyvindur, el suelo temblaba como si se hubiera subido a una plataforma vibratoria en el gimnasio. La casa de sus amigos crujía y rechinaba, y a la espalda de Eyvindur, en el cráter de Astroni, toda la espesura gemía y se movía como si la atravesara una manada de dinosaurios.
La luz es más rápida que el sonido. Por eso, Eyvindur gozó de un momento de felicidad instantánea, de visión beatífica, cuando contempló cómo el lago entero desaparecía, tragado por una enorme boca que al menos tenía dos mil metros de diámetro y que devoró también el monte Nuovo.
Una enorme columna roja y negra surgió del suelo. El tiempo se había detenido.
¿La pastilla de cianuro? Ni por asomo.
«Estoy donde tengo que estar». Si existía un paraíso de los vulcanólogos, Eyvindur iba a reunirse en él con Katia y Maurice Krafft.
La columna ascendió a los cielos, una inmensa explosión formada por miles de explosiones del magma que había estado contenido a presiones inimaginables y que subía desde las profundidades a una velocidad que superaba los cálculos de todos los vulcanólogos. Muerte y vida a la vez.
Muerte para los humanos, vida para la Tierra.
«Una forma poco eficaz de escapar de la gravedad», pensó Eyvindur.
Pero lo que le faltaba de precisión a la Tierra le sobraba de brutalidad: tenía combustible de sobra. La columna volcánica ascendió a los cielos a velocidad de vértigo.
La onda de choque, más veloz que el sonido, barrió toda la zona oeste de los Campi Flegri. Eyvindur tuvo apenas un instante para ver cómo de la chimenea recién abierta brotaba un círculo de destrucción. El suelo se había convertido en algo parecido al agua y ondeaba como un estanque al caer una piedra.
Todo volaba al paso de aquella ola: árboles, rocas, casas enteras.
Cuando le alcanzó, Eyvindur sintió como si la onda de aire caliente fuera una pared de ladrillo. Lo último que notó fue que sus pies se levantaban del suelo. «¡Puedo volar!». Un segundo después, su caja torácica reventó, aplastándole los pulmones y el corazón. Quizá murió por eso, o porque su cerebro no pudo soportar el trauma de aquella aceleración brutal contra los huesos de su propio cráneo.
En cualquier caso, la bestia maligna que devoraba su lóbulo frontal ya no tendría tiempo de matarlo.
Cuando abrió los ojos después de su fusión mental con Kiru, Gabriel tuvo que ir corriendo al baño a devolver. No llegó a tiempo y ensució el suelo y parte de la taza. No sabía muy bien con qué, pues había vomitado la pizza en el apartamento.
Cuando se lavó la cara, observó que tenía manchas de sangre» en los labios esperaba que fuesen de las venillas de la garganta. Si estaba sufriendo un derrame cerebral, la sangre no empezaría a salir por la boca. Al menos, era de suponer.
—Profesor, siento haberle manchado el baño —dijo al salir. Se desplomó en un sillón. Kiru seguía dormida en el sofá gracias al Morpheus.
—Todo aquello que se mancha se puede limpiar. Señor Gil, la fregona está en la cocina.
—¿Se cree que soy la chacha? —dijo Herman.
—En los acontecimientos que se están desarrollando todos desempeñamos nuestro papel. El suyo no por humilde es menos importante.
Gabriel volvió a preguntarse si Valbuena poseía un don parecido al
Habla,
porque Herman, pese a que rezongó «Ya, el papel de la puñetera criada», se levantó y se encaminó primero a la cocina y después al baño.
«Ya ha hecho bastante por mí hoy como para limpiar mis vómitos», pensó Gabriel. Se apoyó en las rodillas, hizo un esfuerzo y se levantó.
—¿Estás loco? —le dijo Herman en el cuarto de baño—. Tú no has visto qué mala cara tienes. Ya me encargo yo.
Gabriel le puso la mano en el hombro.
—No sabes lo que te agradezco esto. Quiero pedirte perdón por lo de antes, en tu casa…
—Ya me has pedido perdón. No seas gilipollas y descansa un rato.
—¿Te he pedido perdón?
—Que sí, venga…
Gabriel iba a salir del baño cuando se le ocurrió algo.
—Durante esta visión he notado algo distinto. En las demás siempre he estado aislado del exterior. Pero esta vez escuché la voz de Valbuena. ¿Cómo lo ha hecho?
—No sé a qué te refieres.
—Sí, hombre. Estaba diciendo algo sobre los hilos que cosían la boca de Kiru, que eran un símbolo.
—Yo no he oído nada de eso.
—Claro que sí.
Herman pasó la fregona por el borde de la taza. Gabriel se preguntó si Valbuena estaría de acuerdo con aquel procedimiento, pero el profesor seguía en la salita.
—La verdad es que he entendido bastante poco de lo que ha pasado —dijo Herman—. Se suponía que Valbuena os iba a ayudar a Kiru y a ti con ese rollo de la regresión. Pero en cuanto le has colocado la mano en la cara y se te han puesto los ojos en blanco, lo único que ha hecho él ha sido cerrártelos y mirarte muy fijamente.
—¿No ha dicho nada?
—Ni una palabra, menos un par de veces que he comentado algo y me ha ordenado que me callara. Luego seguía mirándoos a los dos, con los ojos como un búho.
«Qué extraño», se dijo Gabriel. Estaba seguro de haber oído la voz de Valbuena, alta y clara. Pero ahora no podía pensar con claridad.
Cuando volvió al salón, descubrió que Valbuena había puesto sobre la mesa una bandeja con un vaso de leche caliente y galletas maría.
—Le vendrá bien comer algo y dormir un rato, señor Espada.
El olor de la leche caliente le hizo evocar un recuerdo. Estaba en la cama con fiebre, y su madre le traía una bandeja igual que ésa. La memoria fue tan vivida que creyó oír hasta el frufrú de la bata de su madre.
De pronto, se le llenaron los ojos de lágrimas.
—¿Le ocurre algo, señor Espada?
—No, no. Son los ojos, que me escuecen. Gracias, pero no creo que sea capaz de tragar nada.
—Siéntese aquí y coma. Luego puede tumbarse en mi cama, encima de la colcha. Le daré otra para que se tape.
«Esto es increíble. Me da galletas con leche y me ofrece su cama». Al final, iba a resultar que Valbuena era un ser humano.
Cuando le dio un sorbo al vaso de leche, descubrió que le sentaba bien. Mordisqueó una galleta y pensó que unas horas de sueño le vendrían aún mejor.
Pero no podía permitírselo. Al menos todavía. Había muchos asuntos que urgían más.
—Profesor, ¿me dejaría usar el teléfono?
—¿No le parece que son unas horas un poco raras para llamar a nadie?
—Todo es un poco raro últimamente.
Al menos, Valbuena tenía un inalámbrico. Aunque por su aspecto de zapato debía ser de finales de los noventa, todavía funcionaba.
—Voy a llamar a un móvil…
—Tranquilo. Cuando me llegue la factura, le detallaré el cargo extra para que me haga una transferencia. «Este sí es mi Valbuena», pensó Gabriel. Recordó que ella estaba en Grecia, y marcó el prefijo 30.
Biiiiip- Biiiiip- Biiiiip- Büiiip…
En su último contacto con Iris Gudrundóttir, ella le había llamado «fraude». No eran las mejores credenciales para llamar a una hora indecente de la noche.
«Vamos, Iris, cógelo». También tenía que llamar a Enrique, pero antes debía comprobar si cierta corazonada que tenía daba en la diana.
Iris no podía conciliar el sueño. Había hablado con Eyvindur a las cuatro, tapándose bajo la sábana y pegándose el micro a la boca. Cuando la comunicación se cortó, Iris esperó un rato a que él volviera a llamar. Por lo que contaba, no corría un peligro inmediato. La erupción había estallado finalmente en el Vesubio, a más de veinte kilómetros de donde se hallaba Eyvindur.