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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras

Atlántida (58 page)

Pese a su amnesia y a que era evidente que tenía la mente dañada, Kiru había actuado con astucia. Ayudado tal vez por la ciega soberbia de Minos, había sabido esconderse, y cuando parecía que su voluntad se había fundido con la de la Gran Madre, había actuado por su cuenta de forma devastadora.

Kiru salió corriendo de la cúpula y bajó las escaleras. Junto al altar pringado de sangre, Sybil la miraba estupefacta.

Saltaba a la vista que ésa no era la forma de terminar con el ritual.

Sybil intentó detener a Kiru, pero ésta volvió a empujarla y la derribó sobre el altar.

—¡Matadla! —ordenó Sybil.

La escalera sur estaba llena de oficiantes y de prisioneros destinados al sacrificio, de modo que Kiru decidió huir por la grada oeste. Pese a los gritos de Sybil, nadie la persiguió, y ella saltó de peldaño en peldaño, complacida en la flexibilidad y la fuerza de sus piernas.

—¡Kiru no está loca! —gritó.

Gabriel no estaba tan seguro. En los pensamientos de Kiru no encontraba otra razón para lo que había hecho que la furia por el desdén con que la habían tratado sus hijos.

Pero estaba claro que había condenado a la Atlántida.

Kiru llegó al final de la escalera y siguió corriendo ladera abajo, saltándose los meandros de la avenida sagrada sin importarle la pendiente. Sus plantas descalzas eran duras como suelas de cuero.

—Kiru tiene que salir de aquí —dijo en voz alta.

Quizá no estaba tan loca, pensó Gabriel. Al menos le quedaba algo de instinto de conservación.

En vuelo sobre el Atlántico

—La noche anterior al desastre la pasamos en la isla de Sicinos, a unos treinta kilómetros de la Atlántida —continuó Randall—. La flota constaba de ciento treinta barcos, algunos de Atenas y otros que el rey Erecteo había pedido prestados a otras ciudades. En cada nave viajaban unos ciento cincuenta guerreros, ochenta remando y los demás apiñados en cubierta y dando relevos para bogar cuando era necesario. En total, casi veinte mil soldados, una fuerza formidable para aquella época.

»Varias horas antes de amanecer, ya estábamos preparando los barcos para zarpar en nuestra última jornada. La luna llena aún no se había puesto y su luz nos bastaba para navegar. Erecteo quería llegar a la Atlántida justo antes del alba, para caer por sorpresa sobre ellos. «Minos, el dueño del mar, no se esperará que lo ataquemos en su propia casa» —me dijo.

»Justo antes de embarcar sentimos un temblor en la playa. Como fue mucho más débil que el que había devastado Atenas, el anciano Laomedón, un adivino que acompañaba a la flota, lo interpretó así:

»—¡El poder de la Atlántida se ha agotado! ¡Aquí mismo, tan cerca de su tierra, no son capaces ni de volcar nuestros barcos! ¡Poseidón les ha retirado su apoyo!

»Pues los griegos respetaban más a los dioses que a las diosas, y para ellos los terremotos no los causaba directamente Gea, sino el dios del mar Poseidón, al que llamaban «el que sacude la tierra». Como el poder de la Atlántida se basaba en enviar ondas de destrucción a distancia, creían que se trataba de un don otorgado por Poseidón, y aseguraban que éste era el fundador del reino y el padre de Atlas.

«Conforme nos acercamos a la isla, el cielo se tiñó de rojo mucho antes de que saliera el sol. Laomedón dijo que era un presagio de la sangre atlante que íbamos a derramar. Ahora sé que si el cielo se veía así era porque había cenizas volcánicas flotando en el aire.

»Poco después, la montaña de fuego estalló.

»La primera explosión fue atronadora, algo que ni los atenienses ni siquiera yo, en mis largos años, habíamos visto ni oído. La erupción fue tan súbita como si alguien hubiera plantado un racimo de bombas en la cima del volcán. De pronto nos llegó el fragor de cientos de truenos acumulados en un solo punto, y una columna negra sembrada de llamas rojas se levantó hacia las alturas.

«Estábamos a poca distancia de la isla, calculo que a unos diez kilómetros. Yo viajaba en la vanguardia de la expedición. A estribor tenía la nave real.

»Ha ocurrido lo que tenía que ocurrir, pensé. Por fin mis hijos habían logrado irritar a la Gran Madre, que iba a hacerles pagar por su insolencia.

»La columna negra siguió ascendiendo. No hace falta que os describa el espectáculo, porque ya lo habéis visto en Long Valley. El de la Atlántida no era un supervolcán, pero estaba apenas un peldaño por debajo. La columna no dejaba de ascender, hasta el punto de que teníamos que torcer el cuello para ver su parte superior. Por lo que sé, debió llegar a más de treinta kilómetros, el triple de la altitud a la que estamos volando ahora. Cuando el sol salió, ni siquiera llegamos a verlo, porque el humo y la ceniza nos bloqueaban su luz.

»—¡Abandonemos! —le grité al rey Erecteo. Aunque nuestros barcos iban casi abarloados, con el estruendo de la erupción apenas nos oíamos.

»—¡Los dioses están con nosotros!

»—¡Los dioses van a destruir la Atlántida! —contesté—. ¡Pero también nos aniquilarán a nosotros si no nos alejamos!

«Empezaba a caer ceniza sobre nosotros. También fragmentos de piedra pómez. Los hombres se pusieron los yelmos para protegerse. Al guerrero que mandaba nuestra nave, que no era otro que mi antiguo guardián Idomeneo, le cayó una piedra en el casco y rebotó con un tañido metálico. Entre risotadas, el gigante tuerto la recogió del suelo y la tiró al mar. Allí se estaban acumulando más, tan porosas y ligeras que flotaban. Idomeneo se quitó el casco.

»—¿Éstas son vuestras armas? —exclamó—. Si es así, os venceré con las manos desnudas.

«Apenas un segundo después se oyó un silbido, y una piedra al rojo vivo cayó sobre su cabeza. Aquélla no era de las que flotaban en el agua, sino una bomba volcánica. Idomeneo estaba tan cerca de mí que recuerdo perfectamente el crujido de su cráneo al romperse y el olor a pelo quemado cuando se desplomó con la cabellera ardiendo. Los demás soldados se apresuraron a ponerse de nuevo los yelmos y a parapetarse bajo los escudos, protegiendo también con ellos a los compañeros que remaban.

»La nave del rey se había alejado de la mía, pues Erecteo había ordenado a sus hombres que bogaran con más fuerza para ser los primeros en llegar a las cadenas que cerraban el puerto. El plan era sencillo: desembarcar en los espigones, tomarlos a la fuerza y romper los enormes cabrestantes que sujetaban las cadenas. Así se abriría el paso al resto de la flota.

»Todo había ocurrido demasiado rápido. Mi intención era usar el
Habla
para convencer al rey de que lo mejor era retirarse, de modo que él diera la orden al resto de la flota. Pero ya estaba fuera de mi alcance.

»En cualquier caso, la erupción había desatado el caos. Algunas naves seguían adelante, llevadas por la codicia y el ansia de venganza, mientras que otras avanzaban cada vez más despacio y unas cuantas incluso viraban para alejarse. Entre la lluvia de cenizas y fragmentos que entorpecía la visión y el estrépito de la erupción, era imposible recurrir a órdenes de trompetas o señales visuales.

»Yo no tenía la menor intención de morir. Teóricamente, era un invitado a bordo. Pero la máxima autoridad del barco, el altivo Idomeneo, yacía con la cabeza abrasada y rota sobre la cubierta. Así que retrocedí hasta la popa y le dije al piloto:

—¡Tenemos que dar la vuelta ahora mismo si queremos salir vivos!

»No tuve que recurrir al
Habla
para convencerlo. Era un hombre sensato. Los tripulantes tampoco se opusieron: la mayoría estaban tosiendo por la ceniza y el azufre que flotaban en el aire, y además la piedra pómez que flotaba en el agua entorpecía cada vez más la labor de los remos.

»La nave viró enseguida, pero yo me quedé a popa para contemplar qué ocurría en la Atlántida.

»El viento soplaba del oeste, empujando la mayor parte de las cenizas al otro lado de la isla, por lo que gozábamos de cierta visibilidad. Además, siempre he gozado de una vista mucho más aguda de lo normal. Así observé cómo los primeros barcos llegaban a los espigones que cerraban el puerto e intentaban incendiar la estatua de mi hija Isashara, tarea complicada pese a que era de madera.

»A esas alturas, varios navíos atenienses ya estaban en llamas, alcanzados por bombas volcánicas cuyo fuego no habían logrado apagar.

«Tiempo más tarde encontré a un superviviente de una de las naves que había llegado hasta los espigones, la única de las que se acercó tanto a la Atlántida y aún consiguió salir relativamente indemne. Aquel hombre me contó que encontraron las cadenas abiertas, pues algunos barcos atlantes habían huido de la isla en cuanto empezó la erupción. De hecho, los hombres de la vanguardia ateniense se toparon de proa con muchos barcos que abandonaban la bahía interior, y se lanzaron al abordaje al darse cuenta de que sus pasajeros llevaban con ellos oro, joyas y sus posesiones más valiosas. La nave en que viajaba aquel superviviente se dio prisa en conseguir su botín. Después su capitán, con buen criterio, decidió que era el momento de virar. Aun así, si se salvó fue por puro azar.

«Mientras, nuestros remeros se afanaban para alejarse de la Atlántida lo más rápido posible. No resultaba tarea fácil, pues nos dirigíamos hacia el noroeste y el viento nos soplaba casi de proa. Me planté en mitad de la cubierta y utilicé el
Habla
para infundir energías y ánimo a los remeros. Bogaron con tanta fuerza que algunos no lo resistieron y murieron sobre los remos con el corazón reventado, pero otros guerreros los sustituían. Aunque lamenté sus muertes, no dejé de presionar con el
Habla.
Si no poníamos distancia de por medio, estábamos perdidos.

«Llegamos a tal distancia que quedamos fuera de la lluvia de cenizas. Desde allí, la columna eruptiva parecía un gigante con el cuerpo sembrado de llamaradas que se alzaba hasta tocar el palacio celeste de los dioses con sus brazos negros. Supe luego que se veía incluso desde las costas de Turquía y de Grecia, y que aquella inmensa torre oscura dio lugar a varios mitos, como el de los gigantes Oto y Efialtes, que apilaron montañas para intentar alcanzar el Olimpo.

»Pero en el mito Oto y Efialtes no lo consiguieron, y se precipitaron desde las alturas.

»Eso mismo pasó en la Atlántida.

Randall hizo una pausa para beber agua. Joey miró a Alborada, y se dio cuenta de que estaba conteniendo aliento, como él.

—Ya teníamos cerca Sicinos. A nuestra popa veíamos más barcos de la flota, varias decenas que seguían nuestra estela. Pero los habíamos dejado muy atrás, tal vez a dos o tres kilómetros de distancia. Yo seguí presionando a los remeros, que no dejaban de turnarse entre ellos. Incluso los nobles de las mejores familias se sentaban a bogar para huir del volcán.

»Fue entonces cuando ocurrió el cataclismo.

»Con el tiempo he aprendido lo bastante para saber qué ocurrió. La erupción era tan violenta que la cámara de magma se estaba vaciando a gran velocidad. Llegó un momento en que se había convertido en una inmensa caverna cuyo techo no podía sustentar el peso de la montaña, al que se sumaba el de la inmensa columna de polvo y rocas de más de treinta kilómetros de altura.

»El techo se hundió. La cámara quedó al descubierto, un colosal boquete de miles de metros de profundidad. Toda la montaña se precipitó a ese vacío, millones de toneladas de roca cayendo desde las alturas.

»Y cuando la propia montaña desapareció en las profundidades, fue como si un gigante hubiera quitado el tapón de la bañera. El agua del mar empezó a entrar por el agujero recién abierto. Pero hablamos de un agujero de varios kilómetros de diámetro y otros tantos de profundidad. Las fuerzas que se desalaron fueron incalculables.

»Eso no fue todo. Imaginad el agua del mar cayendo hacia la cámara de magma y mezclándose con roca fundida a cientos de grados de temperatura. Incontables toneladas de agua hirvieron en el acto, aumentaron de volumen y trataron de subir mientras todo se hundía y comprimía alrededor.

»Hubo una primera explosión. Hoy día estamos acostumbrados a los disparos, los estallidos o el insoportable ruido de los motores de un reactor. Aquélla era la Edad de Bronce. El martilleo de una fragua se consideraba ya un ruido difícil de aguantar, y un trueno fuerte podía sembrar el pánico.

«Aquella explosión, que fue como varias detonaciones nucleares a la vez, envió una onda expansiva por los aires a velocidad supersónica. Aunque ya estábamos a más de veinte kilómetros, toda la nave se estremeció. Yo di con mis huesos sobre cubierta, varios guerreros cayeron al mar y el mástil fue arrancado de cuajo y se precipitó por la amura de babor, aplastando a tres hombres.

»Cuando me levanté no oía prácticamente más que un agudo pitido. Muchos hombres sangraban por los oídos, con los tímpanos reventados, y se movían a gatas por la cubierta. No obstante, volví a mi puesto y, sin apenas escuchar mi propia voz,
Hablé
a los remeros para que no se rindieran, pues teníamos la isla de Sicinos a menos de mil metros.

»La columna eruptiva seguía alzándose al cielo, pero dentro de ella se veía el hongo de otra explosión que se levantaba a gran velocidad, gris claro sobre el negro de la primera erupción. Hubo más estampidos, pues las explosiones eran constantes. Sobre nuestro barco volvieron a caer fragmentos de piedra pómez y rocas ardientes que mataron al menos a cuatro tripulantes.

»Sin buscar siquiera una playa, embarrancamos la nave en una costa sembrada de rocas y guijarros.

—¡Corred por vuestras vidas! —grité—. ¡Subid al punto más alto que encontréis!

»Como podéis imaginar, cuando el mar se precipitó sobre la cámara de magma se produjo una especie de reacción en cadena. La ingente cantidad de agua vaporizada y la explosión de varios kilómetros cúbicos de magma produjeron primero la onda expansiva que casi me dejó sordo.

»Luego vino el tsunami.

«Conseguí llegar a tiempo al punto más alto de la isla, y tras de mí llegaron decenas de hombres. Pero otros muchos estaban exhaustos. A duras penas lograban avanzar cuesta arriba. Desde donde estaba vi cómo el mar se retiraba primero de la costa, dejando nuestro barco al descubierto sobre un lecho de piedras.

«Aquella resaca sólo era el preludio de la ira de Poseidón. Aunque seguían oyéndose las explosiones del volcán, el tsunami mugía como un rebaño de un millón de vacas.

»No era una ola normal, obviamente. Más bien como si todo el mar se levantara en un frente de miles de metros, con un borde recto como el filo de una espada. Aquella pared de agua era tan alta como un edificio de quince pisos y viajaba a cientos de kilómetros por hora.

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