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Authors: Greg Egan

Axiomático (6 page)

Ni más, ni menos.

Los cultos de la ignorancia dicen que conocer el futuro nos roba el alma; al perder la capacidad de elegir entre el bien y el mal dejamos de ser humanos. Para ellos, las personas normales son literalmente muertos que caminan: muñecos de carne, zombis. Los sonambulistas creen básicamente lo mismo, pero —en lugar de verlo como una tragedia de dimensiones apocalípticas— abrazaban la idea con somnoliento entusiasmo. La ven como un misericordioso final para la responsabilidad, la culpa y la ansiedad, la lucha y el fracaso: un descenso hacia lo inanimado, el lixiviar del alma hacia un gran crisol espiritual y cósmico, mientras nuestros cuerpos se quedan por aquí, siguiendo con sus movimientos.

Pero para mí, conocer el futuro —o creer que lo conozco— nunca me hizo sentir como un sonámbulo, un zombi en un trance sin consciencia y amoral. Me hacía sentir en control de mi vida.
Una persona
tendida entre las décadas, atando las hebras dispersas, dándole sentido al conjunto. ¿Cómo podría hacerme menos humano esa unidad? Todo lo que yo hacía surgía de lo que yo era: quién había sido, y quién sería.

Sólo empecé a sentirme como un autómata sin alma cuando lo destrocé todo con mentiras.

Después del colegio, poca gente presta mucha atención a la historia, pasada o futura, menos aún a la zona gris entre las dos que antes se conocía como "actualidad". Los periodistas siguen recopilando información y esparciéndola por el tiempo, pero sin duda ahora realizan un trabajo muy diferente al de los días anteriores a Hazzard, cuando la emisión en vivo, la última información, tenía una importancia real aunque pasajera. La profesión no ha desaparecido por completo; es como si se hubiese alcanzado un equilibrio entre la apatía y la curiosidad, si nos llegase un flujo de noticias más reducido del futuro, "habría" un esfuerzo mayor por recopilarlas y enviarlas atrás. No sé hasta qué medida son válidos esos argumentos —con sus implicaciones de dinamismo, de hipotéticos mundos alternativos eliminados por sus propias inconsistencias— pero el equilibro es innegable. Sabemos exactamente lo justo para hacer que deseemos saber más.

El 8 de julio de 2079, cuando las tropas chinas entraron en Cachemira para "estabilizar la región" —eliminando las líneas de suministros de los separatistas dentro de sus propias fronteras— apenas presté atención. Sabía que la Naciones Unidas resolverían el problema con asombrosa destreza; durante décadas los historiadores habían alabado la resolución diplomática de la crisis por parte de la Secretaria General, y, en un gesto raro para una Academia conservadora, se le había concedido el premio Nóbel de la paz con tres años de adelanto con respecto a los esfuerzos que se lo harían ganar. Mi recuerdo de los detalles era impreciso, así que consulté
The Global Yearbook.
Las tropas saldrían el 3 de agosto; las bajas serían mínimas. Debidamente confortado, seguí con mi vida.

Los primeros rumores los oí de Pria, quien se dedicaba a recorrer las incontables redes de comunicación clandestinas. Rumores y calumnias para fanáticos de los ordenadores; un pasatiempo inofensivo, pero siempre me había hecho gracia la idea que tenían los participantes de estar "conectados" con la aldea global, que tenían los dedos sobre el pulso del planeta. ¿Quién tenía necesidad de estar conectado
al ahora
cuando el pasado y el futuro se podían examinar con comodidad? ¿Quién necesitaba la última estática sin fundamento, cuando la versión sobria y meditada de los acontecimientos que había superado la prueba del tiempo se podía consultar con igual rapidez... o incluso más rápido?

Así que cuando Pria me dijo solemnemente que en Cachemira había estallado una guerra total, y que asesinaban a personas por millares, yo dije:

—Claro. Y Maura obtuvo su premio Nobel por genocidio.

Se encogió de hombros.

—¿Has oído hablar de un hombre llamado Henry Kissinger?

Tuve que admitir que no.

Le conté la historia a Lisa, con desdén, confiando de que ella se reiría conmigo. Se giró para mirarme y dijo:

—Tiene razón.

No sabía si morder el cebo; ella poseía un extraño sentido del humor, era posible que me estuviese pinchando. Finalmente, dije:

—No puede ser. Lo he comprobado. Todas las historias están de acuerdo...

Adoptó una expresión de genuina sorpresa antes de cambiarla por una de pena; nunca me había valorado excesivamente, pero no creo que jamás creyese que fuese tan ingenuo.

—Los ganadores siempre han escrito la "historia", James. ¿Por qué iba a ser diferente el futuro? Créeme. Está pasando.

—¿Cómo lo sabes? —era una pregunta estúpida; su jefe pertenecía a todos los comités de asuntos exteriores, y sería ministro la próxima vez que el partido llegase al poder. Si no tenía acceso a esa información en el presente, la tendría.

Dijo:

—Estamos ayudando a financiarla, claro. Junto con Europa, Japón y los Estados Unidos. Gracias al embargo tras los disturbios de Hong Kong, los chinos no tienen robots de guerra; están enfrentando a soldados humanos armados con equipo obsoleto contra los mejores robots vietnamitas. Morirán cuatrocientos mil soldados y cien mil civiles... mientras los aliados se sientan en Berlín jugando a sus videojuegos solipsistas.

Miré más allá de su cara, a la oscuridad, paralizado e incrédulo.

—¿Por qué? ¿Por qué no se resolvieron las cosas, desactivándolo a tiempo?

Frunció el ceño.

—¿Cómo? ¿Te refieres a
derivarlas
? ¿Evitarlas porque las conocíamos?

—No, pero... si todos conociesen la verdad, si no se hubiese ocultado...

—¿Qué? ¿Si la gente hubiese sabido que iba a pasar
no hubiese pasado
? Crece un poco.
Está
sucediendo, seguirá sucediendo; no hay nada más que decir.

Salí de la cama y empecé a vestirme, aunque no tenía ninguna razón para ir a casa. Alison lo sabía todo sobre nosotros; aparentemente, había sabido desde la infancia que su marido resultaría ser un montón de mierda.

La muerte de medio millón de personas.
No era la suerte, no era el destino, no había Voluntad Divina, ninguna Fuerza de la Historia para absolvernos. Surgía de
lo que éramos
: de las mentiras que contamos y seguiríamos contando. Medio millón de personas asesinadas en el espacio entre palabras.

Vomité sobre la alfombra, luego me moví mareado, limpiándome. Lisa me observó con tristeza.

—No vas a volver, ¿no?

Me reí sin fuerzas.

—¿Cómo coño iba a saberlo?

—No lo harás.

—Creía que no llevabas un diario.

—No lo llevo.

Y finalmente comprendí por qué.

Alison se despertó cuando conecté el terminal y dijo somnolienta, y sin rencor:

—¿Qué prisa tienes, James? Si te has masturbado con esta noche desde que tenías doce años, seguro que lo recordarás todo por la mañana.

Pasé de ella. Después de un rato, salió de la cama y vino a mirar por encima de mi hombro.

—¿Es cierto?

Asentí.

—¿Y lo sabias desde siempre? ¿Vas a enviar esto?

Me encogí de hombros y le di a la tecla COMPROBAR. En la pantalla apareció un menaje: 95 PALABRAS; 95 ERRORES.

Me quedé sentado y miré el veredicto durante un buen rato. ¿Qué había creído? ¿Que tenía el poder de cambiar la historia? ¿Que mi diminuta furia podía
derivar
la guerra? ¿Que la realidad se disolvería a mi alrededor y otra —mejor— ocuparía su lugar?

No. La historia, pasada y futura, estaba determinada, y yo no podía evitar ser parte de las ecuaciones que le daban forma, pero no tenía que ser parte de las mentiras.

Le di a la tecla GUARDAR, y quemé esas 95 palabras en el chip, irreversiblemente.

(Estoy seguro de que no tuve otra elección).

Ésa fue mi última entrada en el diario, y sólo puedo asumir que el mismo ordenador que la filtrará para eliminarla de mis transmisiones postumas también rellenará el resto que no escribiré, extrapolando una vida inocua, adecuada para los ojos de un niño.

Entro en las redes al azar, escuchando todo el espectro de rumores en conflicto, apenas sin saber lo que creer. He dejado a mi mujer, he dejado el trabajo, separándome por completo de mi prometedor y ficticio futuro. Todas mis certidumbres se han evaporado: no sé cuándo moriré; no sé a quién amaré; no sé si el mundo se dirige al Armagedón o a la Utopía.

Pero mantengo los ojos abiertos y me alimento de lo poco de valor que obtengo de las redes. También aquí debe haber corrupción y distorsión, pero prefiero nadar en la cacofonía de un millón de voces contradictorias que ahogarme en las mentiras tranquilas y plausibles de esos autores genocidas de la historia que controlan las Máquinas Hazzard.

En ocasiones me pregunto cómo hubiese sido de diferente mi vida sin su intervención, pero la pregunta carece de sentido.
No podría haber sido de ninguna otra forma.
Todo el mundo sufre la manipulación; todo el mundo es producto de su época. Y
viceversa.

Independientemente de lo que reserve el futuro inmutable, estoy seguro de una cosa:
lo que soy
seguirá siendo parte de lo que siempre lo ha decidido y siempre lo decidirá.

No puedo pedir mayor libertad que ésa.

Ni mayor responsabilidad.

Eugene


Se lo garantizo.
Haré que su hijo sea un genio.

Sam Cook (MB BS MD FRACP PhD MBA) desplazó su mirada de suprema confianza desde Angela hasta Bill y luego a la inversa, como desafiándoles a contradecirle.

Al fin Angela se aclaró la garganta y dijo:

—¿Cómo?

Cook metió la mano en un cajón y sacó una pequeña sección de un cerebro humano, encajado entre dos placas de plástico.

—¿Saben de quién era? Les doy tres oportunidades.

De pronto Bill se sintió bastante mareado. No le hacían falta tres oportunidades, pero aún así mantuvo la boca cerrada. Angela agitó la cabeza y dijo con impaciencia: No tengo ni idea.

—Pues de
la mejor mente científica
del siglo veinte.

Bill se inclinó hacia adelante, horrorizado pero fascinado:

—¿C-c—cómo consi...?

—¿Cómo lo conseguí? Bien, el tipo emprendedor que se encargó de la autopsia, allá en el año mil novecientos cincuenta y cinco, se quedó con el cerebro de recuerdo antes de la cremación. Naturalmente, recibió un bombardeo de peticiones de grupos diversos, solicitándole un trozo para su estudio, así que a lo largo de los años lo fueron subdividiendo y esparciendo por el mundo. En cierto momento, se perdió el registro que indicaba quién tenía qué, así que en su mayoría a todos los efectos se desvaneció, pero hace unos años algunas muestras aparecieron en una subasta de Houston... junto con tres caderas de Elvis; me parece que alguien estaba liquidando su colección. Como es natural, en Potencial Humano hicimos una oferta por una rodaja de la corteza. Medio millón de dólares americanos, no recuerdo cuánto costó por gramo, pero valió la pena hasta el último centavo. Porque conocemos el secreto.
Células gliales.

—¿G...g...g...g...?

—Ofrecen una especie de matriz estructural en la que se encajan las neuronas. También realizan algunas funciones activas que todavía no se comprenden por completo, pero se
sabe
que cuantas más células gliales hay por neuronas, más conexiones hay
entre
neuronas. Cuantas más conexiones hay entre neuronas, más potente y complejo es el cerebro. ¿Me siguen hasta ahora? Bien,
este
tejido —levantó la muestra— posee casi un
treinta por ciento más
de células gliales de las que encontrarían en el cerebro del cretino medio.

De pronto, el tic facial de Bill se descontroló, y se giró, emitiendo débiles sonidos que indicaban inquietud. Angela levantó la vista para mirar la fila de títulos enmarcados que recorría la pared, y se dio cuenta de que varios pertenecían a una universidad privada de la Costa Dorada australiana que había quebrado hacía una década.

Seguía sintiéndose un poco incómoda ante la idea de poner el futuro de su hijo en las manos de este hombre. La visita guiada al cuartel general en Melbourne de Potencial Humano había sido impresionante; desde el banco de esperma hasta la sala de partos, el hardware aparecía reluciente, y seguro que alguien encargado de tantos millones de dólares en superordenadores, equipos de cristalografía de rayos X, espectrómetros de masa, microscopios electrónicos y demás,
debía
tener claro lo que estaba haciendo. Pero sus dudas habían comenzado cuando Cook les había mostrado su proyecto personal: tres jóvenes delfines cuyo ADN contenía injertos de genes humanos ("Nos comimos los fallos", les habían confiado, con un suspiro de deleite gustativo). El fin había sido alterar la fisiología cerebral de tal forma que pudiesen dominar el lenguaje humano y "las formas de pensamiento humanas", y aunque, hablando estrictamente, el fin se había logrado, Cook no había sido capaz, de explicarles
por qué
las criaturas sólo eran capaces de hablar en verso.

Angela contempló con escepticismo la loncha gris.

—¿Cómo puede estar tan seguro de que es así de simple?

—Evidentemente, hemos hecho
experimentos.
Localizamos el gen que codifica un factor de crecimiento que determina la tasa de células gliales y neuronas. Podemos controlar en qué medida se activa este gen y de esa forma qué cantidad de factor de crecimiento se sintetiza, y de ahí la tasa final. Hasta ahora, hemos intentado reducirlo en un cinco por ciento, y de medida, eso provoca un descenso del CI de veinte puntos. Por tanto, empleando una simple extrapolación lineal, si lo
alimentamos
en un doscientos por ciento...

Angela frunció el ceño.

—¿Intencionadamente produjeron niños con inteligencia reducida?


Tranquila.
Sus padres querían atletas olímpicos. Esos chicos no echarán de menos veinte puntos... es más, probablemente les ayude a soportar el entrenamiento. Además, nos gusta mantener el equilibrio. Damos con una mano y tomamos con la otra. Es justo. Y nuestro sistema experto en bioética dijo que no había ningún problema.

—¿Qué van a
quitarle
a Eugene?

Cook adoptó una expresión dolida. Lo hizo bien; sus enormes ojos castaños, tanto como su éxito profesional, habían puesto su rostro en las portadas de una docena de revistas.

—Angela.
Su caso es especial. Por usted, y por Bill... y por Eugene... voy a romper
todas
las reglas.

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