Azteca (163 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

«¿Me das lo que ya me pertenece? ¿Lo que siempre perteneció a mis antepasados?».

Sin embargo, no tuvo que sufrir por mucho tiempo su insatisfacción y humillación. Salió enfurecido de Texcoco para iniciar su gobierno en una de esas provincias apartadas, pero llegó al mismo tiempo que la epidemia de las pequeñas viruelas y en un mes o dos estaba muerto. Pronto nos enteramos que los ejércitos merodeadores del Capitán General permanecían en Texcoco por otras razones además de disfrutar solamente de un descanso lleno de lujo. Nuestros
quimíchime
llegaron a Tenochtitlan para informarnos no de cosas desconcertantes, sino de que la mitad de la fuerza de Cortés que había partido, regresaba a Texcoco llevando sobre sus espaldas, o arrastrando, o rodando sobre troncos, todas las partes —cascos, palos, jarcias— y demás componentes de los trece «barcos», que se habían construido parcialmente en la tierra seca de Texcala. Cortés había permanecido en Texcoco para estar allí cuando llegaran y supervisar su construcción final y botadura en el lago.

Por supuesto que no eran tan formidables como los barcos de donde los habían sacado. Más bien eran como nuestros lanchones de carga con fondo plano y solamente con lados altos, y con velas en forma de alas que para nuestra congoja los hacían más veloces que nuestros
acaltin
de muchos remos grandes y rápidos, y mucho más ágiles que nuestros
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más pequeños. Además de los tripulantes que controlaban los movimientos del barco, cada uno de ellos llevaba veinte soldados españoles parados sobre unas tablas fijas detrás de esos lados altos. Así, ellos tenían la ventaja, muy significativa, de que en cualquier batalla en el agua podrían pelear a cierta altura sobre nuestros
acaltin
de proa baja, y además estar lo suficientemente altos como para descargar sus armas a través de nuestros caminos-puentes. El día que salieron a probar sus barcos en el lago de Texcoco, Cortés se encontraba a bordo de la nave que guiaba a las demás, que él llamaba
La Capitana
. Cierto número de nuestras más grandes canoas de guerra salieron de Tenochtitlan y pasaron por el Gran Canal, para enfrentarlos en el estrecho más ancho del lago. Cada canoa llevaba sesenta guerreros, cada uno de los cuales estaba armado con un arco y muchas flechas, un
atlatl
y varias jabalinas, pero entre las aguas agitadas del lago, las naves más pesadas de los hombres blancos eran plataformas más estables para descargar sus proyectiles, así que sus arcabuces y ballestas fueron totalmente más eficaces que los arcos sostenidos en las manos de nuestros hombres. Además sus soldados sólo exponían sus cabezas, sus brazos y sus armas, así es que nuestras flechas sólo pegaban en los lados altos de sus barcos o desaparecían sobre sus cabezas sin hacer ningún daño. Sin embargo, nuestros hombres que se hallaban en las canoas abiertas y bajas, estaban expuestos a los dardos y bolitas metálicas y muchos de ellos cayeron muertos o heridos. Así que los remeros trataban de mantener desesperadamente una distancia más segura, y eso significó una distancia demasiado grande como para que nuestros guerreros pudieran lanzas sus jabalinas. Poco tiempo después nuestras canoas guerreras regresaron ignominosamente, y la nave enemiga desdeñó perseguirlos. Durante un rato navegaron alegremente haciendo diseños y cruzando a través del agua, como si estuvieran demostrando que ellos eran los dueños del lago, antes de regresar a Texcoco. Pero al día siguiente estaban otra vez allí y todos los días después de ése, y no hacían más que danzar sobre el agua. Para entonces, los oficiales de Cortés y sus diferentes compañías habían marchado alrededor de todo el distrito del lago, dejando ruinas y ocupando o capturando cada comunidad que encontraban a su paso, hasta que llegó el momento en que se volvieron a unir en dos ejércitos considerables que ocuparon los promontorios que se extendían exactamente al norte y al sur de nuestra isla. Sólo les quedaba destruir o vencer a las ciudades más numerosas y pobladas, ubicadas alrededor de la costa occidental del lago, para tener a Tenochtitlan totalmente rodeada.

Lo hicieron de la manera más calmada. Mientras la otra mitad del ejército de Cortés estaba descansando en Texcoco, después de su increíble labor de trasladar aquellos botes de guerra por tierra firme, y esos mismos botes fueron de un lado a otro, en toda la extensión del lago de Texcoco al este del Gran Canal, desembarazándose de cuanta canoa encontraban. Las destrozaban o las volteaban, apoderándose, capturando o matando a los ocupantes de cada canoa que surcara las aguas, aunque éstas no fueran guerreras, sino los
acaltin
de los pescadores, los cazadores y los cargadores que apaciblemente transportaban su mercancía de un lugar a otro. Muy pronto, esos botes guerreros con alas fueron efectivamente los dueños de
todo
aquel extremo del lago. No había un pescador que se atreviera a surcar las aguas, ni para lanzar una red y así conseguir alimentos para su propia familia. Sólo en nuestro extremo del lago, dentro del dique, era donde continuaba el tráfico normal, pero no siguió así por mucho tiempo.

Al fin Cortés movió su ejército de reserva fuera de Texcoco, dividiéndolo en dos partes iguales que marcharon por separado alrededor del lago, hasta unirse con las otras dos fuerzas que se encontraban al sur y al norte de nosotros. Y mientras sus ejércitos hacían eso, sus botes de guerra se abrieron paso a través del Gran Dique. Todo lo que tuvieron que hacer fue ir matando, a lo largo del canal, con sus arcabuces y ballestas, a todos los trabajadores indefensos y desarmados quienes habían cerrado los portones del dique para impedirles el paso. Entonces los botes se deslizaron por los canales y entraron en aguas mexica. Aunque Cuautemoc inmediatamente envió guerreros que estuvieran parados hombro con hombro a lo largo de los caminos-puentes del norte y del sur, no pudieron por mucho tiempo impedir el avance de los botes, que se dirigían directamente hacia el cruce del camino-puente. Mientras algunos soldados blancos se desembarazaban de los defensores con andanadas de bolitas de metal y dardos, otros se inclinaban a los lados de los botes para poder mover los puentes de madera y dejar paso libre a sus barcos. Y así los botes de guerra pasaron las últimas barreras, y al penetrarlas hicieron lo que ya habían hecho en el lago, desembarazarse también de todo el tráfico marítimo: canoas guerreras,
acaltin
de carga, todo.

«Los hombres blancos se han apoderado de todos los caminos-puentes y también de todas las vías por agua —dijo el Mujer Serpiente—. Cuando vengan a las otras ciudades de la tierra firme, no tendremos modo de enviar a nuestros hombres para reforzar aquellas ciudades. Y lo que es peor, no tendremos modo alguno de recibir
nada
de la tierra firme. Ni fuerzas adicionales, ni armas adicionales. Ni comida».

«Hay suficiente en las bodegas de la isla para sostenernos durante algún tiempo —dijo Cuautemoc, y agregó con amargura—: Podemos agradecer a las pequeñas viruelas que hay mucha menos gentes que alimentar de la que hubiera habido anteriormente. Y también tenemos las cosechas de la
chinampa
».

El Mujer Serpiente dijo: «Las bodegas contienen solamente maíz seco y las
chinampas
sólo golosinas, como jitomates, chiles, cilantro y demás. Será una dieta extraña, las tortillas y el potaje de maíz que comen los hombres pobres, aderezados con los más elegantes condimentos».

«Esa extraña dieta la recordarás con cariño —dijo Cuautémoc— cuando tu estómago tenga adentro, en lugar de eso, el acero español».

Como los botes mantuvieron encerrados a nuestros guerreros dentro de la isla, las tropas de Cortés continuaron su marcha alrededor de la orilla occidental de la tierra firme, y una tras otra las ciudades se vieron obligadas a rendirse. La primera en caer fue Tepeyaca, nuestro vecino más cercano hacia el norte; luego lo hicieron las ciudades de Ixtapalapan y Mexicaltzinco; más tarde, Tenayuca, al noroeste, y Azcapotzalco; después, Coyohuacan, al suroeste. Se estaba cerrando el círculo y en Tenochtitlan ya no necesitábamos de los
quimíchime
espías para informarnos de lo que estaba sucediendo. En cuanto a nuestros aliados en la tierra firme cayeron o se rindieron y una cantidad de sus guerreros supervivientes lograron huir hasta nuestra isla, protegidos por la noche, ya fuera en
acaltin
y logrando eludir los botes de guerra que patrullaban, o deslizándose por los caminos-puentes y nadando entre los huecos, o atravesando a nado todo el estrecho de agua.

Algunos días, Cortés se los pasaba montado en la
Muía
, dirigiendo el avance implacable de sus fuerzas terrestres. Otros, estaba en su bote
La Capitana
, dirigiendo con banderas de señalización los movimientos de sus otras canoas y las descargas de sus armas, matando o dispersando cualquier guerrero que estuviera en la orilla de la tierra firme o en los caminospuentes truncados de Tenochtitlan. Para defendernos de esas molestas canoas, los que vivíamos en Tenochtitlan ingeniamos la única defensa posible. A cada pedazo de madera útil que se encontraba en la isla se le sacó filo en uno de sus extremos y los nadadores llevaron esas estacas afiladas bajo el agua y las acomodaron firmemente, haciendo un ángulo hacia afuera justamente debajo de la superficie menos profunda alrededor de toda la isla. Si no hubiéramos hecho esto, los botes de guerra de Cortés habrían entrado por nuestros canales, directamente hacia el centro de la ciudad. Esa defensa demostró su valor cuando un día uno de los botes se acercó mucho, con la aparente intención de destruir algunas de nuestras cosechas de
chinampa
, y quedó clavado en una o más de esas estacas. Nuestros guerreros inmediatamente enviaron una lluvia de flechas y tal vez mataron a algunos de sus ocupantes, antes de que éstos pudieran zafar el barco y retirarse a la tierra firme para repararlo. De ahí en adelante, como los tripulantes no podían saber a qué distancia de la isla estaban colocadas las agudas estacas, se mantuvieron prudentemente alejados.

Fue entonces cuando las tropas de Cortés encontraron los cañones que nuestros hombres habían tirado al lago durante la Noche Triste, ya que esos objetos tan pesados no pudieron ser arrojados muy lejos, los españoles empezaron a recuperarlos. Nosotros habíamos tenido la esperanza de que esas malditas cosas se arruinaran al ser sumergidas en el agua, pero no fue así. Sólo necesitaron que las limpiaran del cieno, que las dejaran secar y que las volvieran a cargar, y quedaron listas para usarse otra vez. Conforme se iban recuperando, Cortés mandó montar los primeros trece cañones, de uno en uno, en sus botes de guerra y esas naves tomaron posiciones a orillas del lago en las ciudades donde se hallaban peleando sus tropas y sobre ellas descargaron sus relámpagos, truenos y lluvias de proyectiles mortales. Sin poder defenderse por más tiempo, al ser acosados simultáneamente, enfrente y por un lado, las ciudades tuvieron que rendirse y cuando lo hubo hecho la ciudad Tlacopan, la capital de los tecpaneca y tercer baluarte de la Triple Alianza, las fuerzas de Cortés, que como en un abrazo habían circundado esas ciudades, se encontraron y se unieron.

Sus botes de guerra ya no necesitaban apoyar a sus tropas desde la playa, sin embargo al día siguiente estaban navegando otra vez alrededor del lago, descargando sus cañones. Los que estábamos en la isla los pudimos observar y durante un tiempo no adivinamos su intención, ya que no apuntaban ni a nosotros ni a ningún blanco en la tierra firme. Entonces, vimos y escuchamos el impacto destructivo de la bola de un cañón y fue cuando comprendimos, los proyectiles pesados golpearon primero al antiguo acueducto de Chapultépec y luego al que había mandado construir Auítzotl en Coyohuacan, rompiéndolos ambos.

El Mujer Serpiente dijo: «Los acueductos eran nuestra última conexión con la tierra firme. Ahora quedamos tan desamparados como un barco navegando sin remos sobre un mar tormentoso y lleno de monstruos malévolos. Estamos rodeados, sin protección y completamente expuestos. Todas las naciones que nos rodean y que no se han unido voluntariamente a los hombres blancos, han quedado vencidas y ahora obedecen sus órdenes. A excepción de los guerreros fugitivos que se encuentran aquí, no queda nadie más que nosotros, los mexica, solos contra todo El Único Mundo».

«Así debe ser —dijo Cuautémoc con calma—. Si es nuestro
tonali
no ser al fin los vencedores, entonces que El Único Mundo recuerde para siempre que los mexica fuimos los últimos en ser vencidos».

«Pero, Venerado Orador —suplicó el Mujer Serpiente—, los acueductos también fueron nuestro último vínculo con la vida. Quizás podríamos luchar durante un tiempo sin comida fresca, pero ¿cuánto tiempo podremos sobrevivir sin agua potable?».

«Tlácotzin —dijo Cuautémoc, con tanta suavidad como lo haría un maestro al dirigirse a un alumno que no hubiera entendido la lección—, hubo un tiempo, hace mucho, en que los mexica se encontraron solos, en este mismo lugar, indeseados y detestados por todos los demás pueblos; sólo tenían hierbas para comer, sólo tenían el agua pestilente del lago para beber. En esas circunstancias tan desesperadas y deprimentes, ellos pudieron haberse hincado ante los enemigos que los rodeaban, para ser esparcidos o absorbidos, y olvidados por la historia. Pero no fue así. Se sostuvieron de pie, se quedaron y construyeron todo esto. —Y movió su brazo para abarcar todo el esplendor de Tenochtitlan—. Cualquiera que sea el final, la historia no puede olvidarlos ahora. Los mexica se sostuvieron de pie. Los mexica siguen de pie. Los mexica permanecerán de pie hasta que ya no puedan sostenerse de pie».

Después de los acueductos, nuestra ciudad fue el blanco de todos los cañones, los que se habían acomodado en la tierra firme y los que estaban montados en los botes que constantemente rodeaban la isla. Las bolas de hierro que venían de Chapultépec eran las más peligrosas y espantosas, porque los hombres blancos habían llevado algunos de sus cañones hasta la cima de aquel monte y desde allí podían enviar las bolas volando en un arco alto para que cayeran casi directamente abajo, como inmensas gotas de hierro sobre Tenochtitlan. Quisiera hacer notar que una de las primeras que cayó en la ciudad demolió el templo de la Gran Pirámide; ante esto, nuestros sacerdotes gritaron «¡desgracia!», «¡infortunio!», «¡mal agüero!» e hicieron ceremonias en donde combinaban oraciones abnegadas pidiendo perdón al dios de la guerra y oraciones desesperadas en demanda de la intercesión del dios de la guerra a nuestro favor.

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