Azteca (166 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

Magnánimo en su victoria o por lo menos untuoso, Cortés dijo: «No, vos no os habéis rendido, ni habéis cedido vuestro reino. Por lo tanto rehúso mataros e insisto en que conservéis el mando de vuestra gente, ya que tenemos mucho que hacer y rezo porque vos me ayudéis a lograrlo. Hagamos entre los dos una ciudad con mucha más grandeza, mi estimado Señor Cuautémoc».

Cortes probablemente pronunció Guatemoc como siempre lo hizo después. Creo que ya hace algún tiempo les mencioné a ustedes, reverendos frailes, que el nombre de Cuautémoc significa Águila Que Cae Sobre Su Presa, pero supongo que era inevitable y hasta más adecuado que después de ese día, que en nuestro calendario fue Uno-Serpiente de nuestro año Tres-Casa y que en el de ustedes fue el trece de agosto de su año mil quinientos veintiuno, el nombre de nuestro último Venerado Orador fuera siempre y desde entonces traducido al español como El Águila Caída.

Por algún tiempo después de la caída de Tenochtitlan, la Vida no cambió mucho en El Único Mundo. Fuera del área inmediata de la Triple Alianza, ninguna otra parte de estas tierras había sido devastada de esa manera y probablemente había todavía muchos lugares en donde la gente ni siquiera se había dado cuenta de que ya no vivían en El Único Mundo, sino en un lugar llamado la Nueva España. Aunque habían sido abatidos cruelmente por esa nueva y misteriosa enfermedad, ellos casi nunca vieron a un español o a un cristiano, así es que no tuvieron nuevas leyes o dioses impuestos por ellos y siguieron con sus formas acostumbradas de vida, recogiendo la cosecha, cazando, pescando y demás, como lo habían hecho durante gavillas de años antes.

Sin embargo, aquí, en las tierras del lago, toda la vida cambió y fue difícil para nosotros, nunca se nos hizo fácil ese cambio y dudo que alguna vez lo sea. Al día siguiente de que Cuautémoc fue capturado. Cortés concentró toda su atención y energía en la reconstrucción de esta ciudad, aunque más bien debería decir
nuestra
energía. Pues decretó que, como había sido por culpa de nosotros, los imprudentes mexica, el que Tenochtitlan fuera destruida, nosotros seríamos los responsables de la restauración de dicha ciudad como la Ciudad de México. Aunque sus arquitectos fueron los que hicieron los planos, sus artesanos los que supervisaron la obra y sus más brutales soldados los que movieron los látigos para que el trabajo fuera hecho, fue nuestra gente la que lo hizo, y fuimos nosotros los que proporcionamos los materiales y si queríamos comer después de nuestro trabajo, éramos nosotros los que nos teníamos que proporcionar esa comida. Así que los canteros de Xaltocan trabajaron como nunca lo habían hecho en toda su vida, y los carpinteros arrasaron con todos los bosques de las colinas del lago y cortaron vigas y tablas, y nuestros guerreros y
pochteca
se convirtieron en forrajeadores y cargadores de alimentos y de todas las demás necesidades que pudieron arrancar por la fuerza de las tierras circunvecinas; y nuestras mujeres, cuando no eran molestadas abiertamente por los soldados blancos e incluso violadas enfrente de todo el que lo quería ver, eran empleadas como cargadoras y mensajeras, y hasta a los niños pequeños se les ponía a trabajar mezclando la cal.

Por supuesto, las cosas más importantes fueron las que se atendieron primero. Los acueductos rotos fueron reparados y se pusieron los cimientos de lo que sería su iglesia catedral, enfrente de la cual se levantó el pilar de ajusticiamiento y la horca. Ésas fueron las primeras estructuras en funcionar en esta nueva Ciudad de México, pues se utilizaban con frecuencia para inspirarnos a hacer una labor más incesante y consciente. Aquellos que flojeaban en cualquier tarea eran estrangulados en la horca o se les grababa con fuego «prisionero de guerra» en las mejillas y luego eran expuestos en el pilar para que los extranjeros les lanzaran piedras y excremento de caballo o eran azotados con los látigos de los capataces. Pero los que trabajaban muy duro, morían con la misma frecuencia que los débiles a causa de que muchas veces los obligaban a cargar piedras tan pesadas que se destripaban. Yo fui mucho más afortunado que los demás, puesto que Cortés me dio trabajo como intérprete. Con todas las instrucciones que tenían que dar los arquitectos a los albañiles, con todas las leyes nuevas, proclamas y edictos y todos los sermones que se tenían que traducir a la gente había demasiado trabajo para que Malintzin lo pudiera hacer ella sola, y el hombre Aguilar, que hubiera podido servir en alguna forma, había muerto hacía tiempo en algún lugar en alguna batalla. Por eso Cortés me empleó y hasta me pagaba un pequeño salario en moneda española, además de darnos alojamiento a mí y a Beu en su espléndida residencia, ya que se había apropiado lo que en un tiempo fue el palacio de campo de Motecuzoma, cerca de Quaunáhuac, en donde vivía en compañía de Malintzin, de sus oficiales y concubinas y en donde vigilaba a Cuautémoc, a su familia y a sus cortesanos.

Quizás deba disculparme aunque no sabría con quién, por haber dejado que el hombre blanco me empleara en lugar de desafiarlo, pero como las batallas ya habían terminado y como no había perecido en ellas, parecía que mi
tonali
había ordenado que por lo menos durante un tiempo debería luchar por no perecer. Una vez, hacía ya tiempo se me había pedido: «¡Sostente en pie! ¡Aguanta! ¡Recuerda!». Y eso estaba determinado a hacer. Durante un tiempo, una parte principal de mis deberes como intérprete consistieron en traducir las exigencias incesantes e insistentes de Cortés, por saber qué se había hecho del tesoro desaparecido de los mexica. Si hubiera sido más joven y hubiera estado en condiciones de trabajar en cualquier tipo de comercio, para poder mantenerme a mí y a mi esposa, que cada vez estaba más enferma, en ese mismo momento hubiera dejado ese trabajo tan humillante. Tenía que sentarme junto a Cortés y a sus oficiales, como si fuera uno de ellos, mientras ellos maltrataban e insultaban a mis compañeros señores, llamándolos «¡Indios malditos, mentirosos, ambiciosos, avarientos, traidores y codiciosos!».

Me sentía todavía más avergonzado cuando tenía que traducir las preguntas que repetidas veces se le hacían al UeyTlatoani Cuautémoc, a quien Cortés ya no trataba con unción, ni siquiera con respeto. Ante las repetidas preguntas de Cortés, Cuautémoc sólo respondía, ya fuese porque sólo eso podía responder o sólo quería responder eso, con la siguiente respuesta: «Que yo sepa, Capitán General, mi predecesor Cuitláhuac dejó el tesoro en el mismo lugar en donde usted lo tiró en el lago». A lo que Cortés respondía enojado: «He enviado a mis mejores nadadores y a los suyos y sólo han encontrado
¡lodo!
».

Y Cuautémoc sólo quería o podía contestar: «El lodo es muy suave. Sus cañones hicieron que todo el lago de Texcoco temblara. Un objeto de oro es lo suficientemente pesado como para hundirse profundamente en el cieno».

Y todavía me sentí mucho más avergonzado el día que tuve que observar cómo se «persuadía» a Cuautémoc y a dos viejos de su Consejo de Voceros que lo habían acompañado, a responder en esa sesión de preguntas. Después de que hube traducido sus mismas palabras no sé cuántas veces más, Cortés se puso furioso. Ordenó a sus soldados que trajeran de la cocina tres braseros encendidos e hizo que los tres señores mexica pusieran sus pies sobre los braseros mientras les hacía las mismas preguntas y ellos, apretando los dientes por el dolor, le dieron las mismas respuestas. Por fin, Cortés levantando sus manos en un gesto de disgusto, salió a grandes zancadas de la habitación. Los tres señores se sentaron con cuidado sobre sus sillas y sacaron los pies de las brasas y lentamente se dirigieron hacia sus cuartos. Los dos ancianos y el hombre joven tratando de ayudarse los unos a los otros lo más que podían, cojearon sobre sus pies ennegrecidos y llenos de ampollas y escuché que uno de los viejos gimió:

«
Ayya
, Señor Orador, ¿por qué no les dice algo diferente?
Cualquier cosa
. ¡Esto me duele horriblemente!».

«¡Silencio! —le dijo Cuautémoc cortante—. ¿Crees acaso que yo estuve en un lecho de flores?».

Aunque odiaba a Cortés tanto como a mí mismo por la asociación que tenía con él, me detuve de comentar o hacer cualquier cosa que pudiera enfurecerlo y poner en peligro mi situación de por sí frágil, pues en uno o dos años más habría muchos de mis compañeros que con gusto me sustituirían como intérpretes de Cortés y que lo podrían hacer perfectamente. Cada vez más y más gente mexica y de otros pueblos de la Triple Alianza, y fuera de ésta también, se estaba apresurando a aprender el español y a convertirse al Cristianismo, no lo hacía por obsequiosidad, sino por ambición y hasta por necesidad. Cortés había promulgado una ley que decía que ningún «indio» podría tener una posición mayor de la de un obrero a menos de que fuera un cristiano confirmado y hablara con soltura el lenguaje de los conquistadores.

Los españoles ya me conocían a mí como Don Juan Damasceno y a Malintzin como Doña Marina y a las concubinas de los españoles como Doña Luisa y Doña María Inmaculada y nombres por estilo, y algunos nobles habían sucumbido a la tentación de las ventajas que podían gozar siendo cristianos y hablando el español; por ejemplo, el que antes había sido el Mujer Serpiente, llegó a ser Don Juan Tlacotl Velázquez, pero como era de esperarse, muchos de los que una vez fueron
pípiltin
, desde Cuautémoc para abajo, desdeñaron la religión de los hombres blancos, sus lenguajes y sus nombres. Sin embargo, a pesar de lo admirable de su posición, eso fue un error, pues no les dejó nada más que su orgullo. Fue la gente de la clase baja, la de la clase media más baja y aun los esclavos de la clase
tlacotli
, los que asediaban a los frailes misioneros y capellanes para ser instruidos en el Cristianismo y para ser bautizados con nombres españoles. Ellos fueron los que aprendieron a hablar el español y los que con gusto entregaban a sus hermanas e hijas como pago a los soldados españoles que tenían la inteligencia y educación suficiente como para enseñarles.

Así fue cómo los seres más mediocres y las piltrafas de la sociedad al carecer de un orgullo nato pudieron librarse a sí mismos de esas labores pesadas y se pusieron al frente de ellas, sobre todos aquellos quienes en días pasados habían sido sus superiores, sus gobernante, hasta sus dueños. A todos esos oportunistas «blancos por imitación», coaio les llamábamos nosotros, se les concedieron más adelante puestos en el creciente gobierno de la ciudad, y fueron hechos jefes de los pueblos circunvecinos, y hasta de algunas provincias sin importancia. Eso pudo haberse considerado como algo digno de admiración: que un don nadie progresara y se levantara hasta llegar a la eminencia, si no fuera porque no me puedo acordar de uno solo de esos hombres que utilizara su eminencia para el bien, de todo aquel que fuera él mismo. De pronto se encontraba por encima de todos los que antes habían sido sus superiores e iguales y hasta allí llegaba toda su ambición. Ya sea que hubiera adquirido el puesto de gobernador provincial o sólo el de velador de alguna obra en construcción, se convertía en un déspota para todos los que estaban bajo su mando. El velador podía denunciar como flojo o borracho a cualquier trabajador que no se congraciara con él, o que no lo sobornara con regalos, y podría condenar a aquel obrero desde que lo marcaran en las mejillas hasta que lo ahorcaran. El gobernador humillaba a los que en un tiempo habían sido señores y señoras y que para entonces eran cargadores de basura y barrenderos de las calles, mientras que obligaba a sus propias hijas a someterse a lo que ustedes los españoles llaman «los derechos de señorío». Sin embargo, con toda justicia debo decir que la nueva nobleza de cristianos que hablaban el español, se comportaban de
igual
manera con
todos
sus paisanos. Así como humillaban y atormentaban a los que antes habían pertenecido a las clases más altas, también maltrataban a las clases bajas de las que ellos mismos provenían. Hacían la vida de todos, a excepción de las de sus superiores, mucho más miserable de lo que desde hacía años había sido el más miserable de los esclavos. Y aunque toda esa nueva sociedad puesta al revés no me afectaba en lo personal, sí me preocupaba al darme cuenta de que, como le dije a Beu: «¡Esos blancos por imitación son la gente que escribirá nuestra historia en el futuro!».

Aunque yo tenía una posición cómoda dentro de esa nueva sociedad de la Nueva España durante esos años, puedo tener una disculpa por mi renuencia a dejarla, ya que algunas veces podía utilizar mi posición para ayudar a otros además de a mí. Cuando menos de vez en cuando, si Malintzin o algún otro de los nuevos intérpretes no estaban presentes para traicionarme, podía utilizar mi traducción para enfatizar la súplica de alguna persona que buscaba un favor o mitigar el castigo de alguien acusado como malhechor. Mientras tanto, como Beu y yo gozábamos de sostenimiento y alojamiento gratis, pude guardar mi poco salario para el caso de que algún día, ya fuera por un error mío o porque Beu empeorara en su condición, se me expulsara de mi empleo y por lo tanto del palacio de Quaunáhuac. Sin embargo, como sucedieron las cosas, dejé ese trabajo por mi voluntad y sucedió de este modo. Cerca del tercer año después de la Conquista, Cortés, que era un hombre impaciente, ya se encontraba incómodo en su papel tan poco aventurero de administrador de muchos detalles y árbitro de disputas sin importancia. Para entonces ya se había reconstruido gran parte de la Ciudad de México y los edificios todavía no terminados, estaban ya muy adelantados. Entonces, como ahora, cada año llegaban unos mil hombres blancos a la Nueva España, la mayoría con sus mujeres blancas, quienes se aposentaban dentro o alrededor de la región del lago, creando sus propias pequeñas Españas en las mejores tierras y apropiándose de nuestra gente más robusta como «prisioneros de guerra», para trabajar en sus tierras. Todos los recién llegados consolidaron sus posiciones de hacendados de una manera tan firme y veloz que una insurrección en su contra era algo inconcebible. La Triple Alianza se había convertido irreparablemente en la Nueva España y según tengo entendido estaba funcionando tan bien como Cuba o cualquier otra colonia española, con su población indígena subyugada y resignada, aunque a simple vista se veía que no eran felices ni se sentían cómodos con ese vasallaje. Cortés parecía confiado de que sus oficiales y sus blancos por imitación, eran capaces de mantener el orden. Él quería conquistar nuevas tierras, o para ser más preciso, quería ver más de cerca las tierras que ya consideraba que eran suyas.

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