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Authors: Alberto Ferreras

Tags: #Romántico

B de Bella (4 page)

«Quién sabe», me dije a mí misma, «quizá bebió con el estómago vacío, o es hipersensible al alcohol. A lo mejor es muy tímido y está tan perdidamente enamorado de mí que tuvo que beber de más para infundirse valor y atreverse a besarme».

El caso es que, cuando lo vi ebrio y cubierto en vómito, hice lo que cualquier mujer decente haría: lo limpié, lo acompañé hasta la calle y paré un taxi para que lo llevara a su casa. Al día siguiente lo llamé un par de veces para ver cómo estaba, pero el muy perro no tuvo ni la cortesía de devolverme la llamada. Es más: sospecho que desde ese día —tres semanas atrás— me había estado evitando en la oficina.

Pero volvamos a esa infausta mañana. Yo podía haber pasado de largo e ignorarlo el resto de mi vida, pero algo —no sé qué— me hizo detenerme a saludarlo. Dan estaba con Mark Davenport, un ejecutivo de cuentas inglés que se había convertido en su colega de la oficina. De reojo noté que Mark le hacía una mueca a Dan cuando me vio entrar, y luego salió corriendo. Asumí que mi reputación me precedía.

—¡Hola, Dan! —le saludé.

Él se puso rígido cuando oyó mi voz.

—Hola, B.

Noté que no me miraba a los ojos, como tratando de rehuirme, pero como a mí me gustan los retos, me quedé para fastidiarlo. Ahora que Mark Davenport se había ido, tenía el terreno libre para torturarlo, así que le cerré el paso. Dan se puso nervioso y empezó a prepararse el café con la laboriosa actitud de un alquimista: ponía azúcar, luego leche, luego más azúcar, luego más leche. Cualquiera pensaría que en ese café estaba cifrado el futuro de la humanidad.

—Te llamé un par de veces, pero no me contestaste —dije.

—Ah, sí… Es que se le acabó la batería al teléfono.

Claro, se le había acabado la batería y no la había cargado en tres semanas. Qué mentira más gorda.

—Solo quería asegurarme de que habías llegado bien a tu casa. La otra noche estabas un poco… —No hacía falta decir «borracho» porque era más que evidente—. Pero quería decirte que lo pasé muy bien —mentí.

—Vale —dijo.

«Vale» y nada más.

Me podía haber dicho: «Gracias, yo también lo pasé muy bien», pero el muy cobarde era incapaz de agradecer mi maniobra de salvamento. Por eso decidí refrescarle la memoria.

—Por cierto, al final logré limpiar el… —No hacía falta decir «vómito» porque era más que evidente—. Y casi no se nota la mancha.

—Vale —respondió nuevamente—. A propósito, tengo que ir corriendo a una reunión, así que… hablamos, no sé…, en algún momento.

«Seguro. Hablaremos en algún momento. Cuando caiga nieve en el infierno», pensé. Él se marchó pero no le dije adiós. Sentí que ya había hablado más de la cuenta.

Esta es la parte que más me sorprende de mí misma: Dan era feo, se había portado como un patán y me había arruinado una alfombra persa que me traje al hombro desde Estambul, pero a pesar de todo esto, su rechazo me hirió. Me dolió como una patada en el estómago. Así que me mordí el labio, me serví una tacita de café y, tratando de no llorar —que era exactamente lo que me apetecía hacer—, volví a mi mesa para enfrentarme a la rotura de mis pantalones.

Saqué el hilo y la aguja del segundo cajón de mi escritorio —donde guardo todo lo esencial para la supervivencia laboral— y entré en el baño. Estaba vacío, así que me encerré en uno de los aseos, me quité los pantalones, me senté en el inodoro y, apoyando los pies contra la puerta para estar más cómoda, empecé a coser.

De repente oí que dos mujeres entraban en el baño: eran Bonnie y Christine. Cada mañana, después de desayunar, estas dos venían a limpiarse los colmillos y a retocarse el maquillaje. Yo me quedé sentadita en silencio, y como tenía los pies apoyados contra la puerta, no se dieron cuenta de que estaba allí. Pensando que estaban solas, se pusieron a hablar.

—¿Has visto el informe que han mandado los de operaciones? —preguntó Christine.

—Yo ya ni me molesto en mirar sus
e-mails
. Son un hatajo de imbéciles —contestó Bonnie.

El baño no era el mejor lugar para discutir asuntos de negocios, pero como no sabían que yo estaba allí, siguieron conversando a sus anchas.

—¿A quién vas a nombrar director creativo? —preguntó Christine, refiriéndose al puesto al que yo aspiraba—. ¿Ya le has preguntado a Kevin quién es su favorito?

Por si no lo había mencionado, Kevin era el presidente y fundador de la agencia, un tipo encantador a quien nosotros comúnmente llamábamos el Gran Jefe.

—Estoy decidiendo entre Laura y Ed Griffith. Todavía no he hablado de esto con Kevin, pero da igual, porque al final él va a hacer lo que yo le diga.

Así que yo ni siquiera estaba entre los finalistas. Y además los candidatos eran Laura, que venía de ser ejecutiva de cuentas —sin ninguna experiencia creativa— y Ed Griffith, un bobo que había trabajado en todas las agencias de la ciudad, pero en ninguna duraba más de seis meses porque siempre lo despedían sin explicaciones. Obviamente las noticias me molestaron, pero no me dio tiempo ni de quejarme, porque antes de que le pudiera dar otra puntada a mis pantalones, oí otra cosa que me puso los pelos de punta.

—Oye, ¿y por qué no estás considerando a B? La verdad es que trabaja como una mula —volvió Christine sobre el tema.

¿Qué? ¿Christine poniéndose de mi parte? ¿Alabando mi trabajo? ¿Reconociendo mi esfuerzo? De pronto me sentí culpable por todas las veces que me había referido a ella llamándola «la perra de la perra». Pero inmediatamente Bonnie se encargó de que me arrepintiera.

—¿B? ¡Por favor! Es un puesto demasiado visible, demasiado cercano al cliente. B no tiene ni la capacidad ni el aspecto de un director creativo. ¡Es demasiado gorda! Si mando a B a comer con un cliente, te aseguro que le arruina el apetito.

Y en ese momento se rieron a carcajadas.

A carcajadas.

—B sirve para tenerla escondida en un calabozo, haciendo lo que los otros no quieren hacer, pero… ¿de directora? ¡Jamás!

En ese momento se desvanecieron todos mis sueños de progresar, de escapar de Bonnie y de tener un despacho con vistas a Central Park. Me sentí tan devastada que creí que estaba a punto de desmayarme. Para no caerme tuve que agarrarme al dispensador de papel higiénico y accidentalmente tiré el rollo de repuesto que había encima. Inmediatamente vi que la sombra de Bonnie se movía, tratando de averiguar si alguien había escuchado su conversación, pero como tenía los pies apoyados contra la puerta, no pudo descubrirme.

—Deberíamos tener más cuidado —dijo Christine.

—Qué va. Me da igual que nos oigan. ¿Qué van a hacer si me oyen? ¿Me van a despedir? ¡Por favor!

Y volvieron a reírse como hienas.

Convencidas de que sus indiscreciones no habían sido escuchadas, hicieron un par más de comentarios de mal gusto sobre otros empleados, y luego Bonnie concluyó:

—Basta de diversión. ¡El espectáculo debe continuar!

Y regresaron a su despacho para seguir la farsa. Qué asco me daban.

Yo me quedé en el baño una eternidad. Cosía y lloraba, lloraba y cosía. «¡Es demasiado gorda! Si mando a B a comer con un cliente, te aseguro que le arruina el apetito». Una y otra vez escuchaba en mi mente las palabras de Bonnie, mientras unas ácidas e hirvientes lágrimas rodaban por mis mejillas abrasándome la cara. Las lágrimas de alegría son refrescantes, pero las de rabia son amargas y febriles, y queman todo lo que tocan.

«Ya verás», decía yo como si estuviera hablando con Bonnie y con la estúpida de su amiga, «tan pronto como termine de llorar, os vais a enterar de con quién os estáis metiendo». Obviamente dije esto solo por decir algo, porque en ese momento no tenía ni la más remota idea de cómo vengarme de esta arpía. La tentación de ir y asesinarla era grande, pero… ¿para qué nos vamos a engañar? Yo era incapaz de matar una mosca.

Me arrastré hasta mi mesa temiendo que la gente empezara a sospechar que me había ahogado en el inodoro, y fue allí cuando Lilian, mi querida y adorada Lilian, decidió venir a contarme, en detalle, su fabuloso fin de semana.

Era lo peor que me podía suceder, y en el peor momento posible.

2

—¿Quieres ver mis fotos de los Hamptons? —preguntó Lilian en el peor momento posible.

En este punto tengo que hacer un paréntesis.

Cuando Lilian llegó a mi mesa, yo tenía los ojos rojos de tanto llorar, me temblaban las manos y mi maquillaje estaba hecho un desastre. Pero Lilian ni se fijó. Ella quería enseñarme las fotos de su glamuroso fin de semana y contarme sus aventuras en los Hamptons, así que aunque yo hubiese tenido un puñal clavado en la espalda y estuviera bañada en sangre, Lilian habría insistido en enseñarme sus jodidas fotos de todas todas. Así es Lilian, tiene un corazón de oro —por eso somos amigas—, pero cuando se pone egocéntrica, se puede estar acabando el mundo y a ella lo único que le preocupará es lo que se va a poner para el juicio final. Créanme, es simpática, dulce y generosa, pero sería capaz de decir cosas como: «¿No tienen pan? ¡Pues que coman pasteles!». Ella vive en su propio planeta y no tiene ni idea de los problemas que tenemos los que vivimos en este.

En momentos como este me gustaría ser una alcohólica, no porque tenga ningún interés en emborracharme, sino porque por lo menos podría ir a reuniones de Alcohólicos Anónimos y tendría un padrino que me ayudaría a lidiar con las desdichas de mi vida. Yo tuve un novio que me enseñó cosas maravillosas sobre Alcohólicos Anónimos. Debo mantener el nombre en secreto para proteger su anonimato, de modo que lo vamos a llamar mi AA-ex.

Mi AA-ex era un tipo que había pasado por todas las miserias imaginables por culpa de la botella, y por eso había decidido mantenerse sobrio durante el resto de su vida. Gracias a Alcohólicos Anónimos no solo había dejado de beber, sino que también se había convertido en una persona más madura y serena.

Una de las cosas más útiles de ese programa es que, cada vez que le entraban ganas de beber alcohol, podía llamar a su padrino —otro miembro de AA con más experiencia—, y este le convencía de que no lo hiciera. Mi AA-ex había probado de todo —rehabilitación, psicoterapia, medicinas—, pero lo único que lo ayudaba a mantenerse sobrio eran esas reuniones a las que acudía todos los días.

Me encantaría tener algo así en mi vida: un grupo de apoyo que me animara cuando estoy desanimada, que me diera fuerzas cuando me sintiera vencida. Me encantaría tener un padrino a quien pudiera contarle mis cosas. El problema es que lo más parecido a eso que tenía era Lilian, una amiga con buenas intenciones, pero con la capacidad de concentración de un cocker spaniel.

¿Cómo podía explicarle a ella lo difícil que era mantener la calma y comportarme como un ser racional, mientras la rabia, la ira y la horrible sensación de estar siendo explotada me estaban carcomiendo? ¿Cómo podría Lilian convencerme de comportarme como una mujer adulta, cuando lo único que quería hacer era gritar y patalear como una niña?

En ese preciso instante estaba sufriendo lo que he dado en llamar el «síndrome del auriga». Para explicarlo, tenemos que viajar en el tiempo hasta la antigua Grecia, o por lo menos a mis años en la escuela secundaria, cuando estudiaba la antigua Grecia. Les prometo ser breve.

Resulta que cuando estaba en secundaria tenía a una profesora de arte maravillosa que se llamaba Grazia. Ella era italiana, pero se había casado con un norteamericano y se había venido a vivir a Estados Unidos. Grazia siempre me pareció una mujer exótica: era delgadísima, tenía una gran nariz típicamente italiana y una cabellera negra como las plumas de un cuervo. Era tan versada en la historia —los griegos, los egipcios, los renacentistas, los impresionistas— y hablaba con tal soltura sobre todos ellos que todos estábamos convencidos de que sus gruesas pulseras doradas eran reliquias de la tumba de Nefertiti. Aprendí más con ella que con todos los profesores y libros que había estudiado en mi vida. Esta mujer era realmente un genio, y tenía la capacidad de explicarte todo en unos términos tan sencillos que la experiencia de aprender se volvía fascinante. Si hubiera tenido más profesores como ella, no me cabe la menor duda de que yo habría sido capaz de mandar un cohete a Júpiter.

Una de las cosas que Grazia nos explicó —y que nunca olvidaré— fue el concepto de la existencia para los antiguos griegos. Ellos pensaban que el ser humano era como un auriga, o sea, el conductor de un carro tirado por dos caballos: un caballo representaba la pasión y el otro, la razón. Según los griegos, si permitías que alguno de los dos caballos tirara más de la cuenta, el carro se volcaría y podrías morir en el acto. Por eso recomendaban mantener siempre el equilibrio entre ambos.

Es fácil imaginar que el caballo de la pasión es capaz de destruirte. Los periódicos están llenos de historias de mujeres que asesinan a sus maridos, maridos que asesinan a sus esposas, políticos que arruinan sus vidas por un tórrido romance, y hasta celebridades que asaltan a los
paparazzi
por sacarles una foto en la puerta de un club de
strippers
. En todos estos casos, es obvio que el caballo de la pasión estaba desbocado y por eso el carro se volcó, con terribles consecuencias.

Lo que no pensamos tan a menudo es que el caballo de la razón puede ser tan peligroso como el de la pasión. Hay infinitos casos en los que poderosos ejecutivos toman despiadadas pero muy racionales decisiones que envenenan ríos, aniquilan especies y arruinan la vida de millones de personas.

Continuamente vemos en la televisión a gente que usa el dinero para justificar el comportamiento más inhumano. Acumulamos riquezas como si pudiéramos llevarlas a la tumba. Somos como los faraones egipcios, llenando el mausoleo con oro y joyas que no podremos llevarnos
al otro lado
.

A mí me parecía que en mi oficina habíamos permitido que el
caballo de la razón
corriera desbocado. Todos vivíamos con un miedo y una actitud servil que nos tenía amargados. Pasábamos demasiado tiempo trabajando y nos olvidábamos del
caballo de la pasión
, el que conduce nuestros afectos, nuestras relaciones, nuestra familia. Hablar, reír, apreciar y sentirse apreciado se consideraban tonterías para las que nadie tenía tiempo.

Mi amigo Louis era el ejemplo perfecto de alguien a quien el caballo de la razón se le había desbocado. Louis trabajaba en Wall Street y durante mucho tiempo había salido con una chica puertorriqueña que se ganaba el sueldo en una tienda de ropa. Louis, quien tenía un trabajo muy bien pagado y un apartamento fantástico, decidió un día que él se merecía una novia mejor; alguien que le ayudara a ascender al siguiente peldaño social y profesional. Pensó que su puertorriqueña no era suficiente y, sin más explicaciones, terminó con ella.

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