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Authors: Alberto Ferreras

Tags: #Romántico

B de Bella (5 page)

Pero un par de semanas más tarde, Louis se dio cuenta de un pequeño detalle: él amaba a esa humilde chica, y solo después de abandonarla descubrió cuánto la quería.

Louis pasó horas y horas en el Spanish Harlem, frente al pequeño apartamento donde ella vivía. Lloró, suplicó, llevó flores, cartas y anillos de brillantes; pero ella nunca más volvió a hablar con él. Era demasiado tarde.

Poco a poco Louis enloqueció; perdió la capacidad de concentrarse en su trabajo y lo echaron de la empresa. Empezó a ir a un psicólogo, tomó antidepresivos, y finalmente tuvo una especie de renacimiento espiritual. Nunca me hubiera imaginado que un día me lo encontraría citando a Buda y a Paulo Coelho en la misma frase, pero todo era el resultado de haber perdido el amor de su vida. La última vez que lo vi se puso a hablarme de vidas anteriores, de meditación trascendental y de sus planes de irse a vivir a Santa Fe para ser profesor de yoga.

Esto es lo que pasa cuando el caballo de la razón tira más de la cuenta. La razón te puede hacer tanto daño como la pasión.

¿Será que los latinos dejamos que el caballo de la pasión corra más, mientras que otros dejan que la razón guíe el carro? A veces me pregunto si ese es el motivo de que yo, que soy cubana, pero nací en Estados Unidos, perciba constantemente la tensión entre mis dos caballos. El de la razón me hace sentir inteligente y al mando de la situación, pero también vacía y despiadada. El de la pasión me hace sentir poderosa y volcánica, pero infantil y vulnerable. Sin embargo, en la mayoría de los casos, y probablemente porque mis raíces cubanas se extienden varias generaciones, es el caballo de mi pasión el que galopa sin control. Es entonces cuando lloro, grito y pataleo.

Esa terrible mañana, después de tantos desengaños, era imposible mantener mis caballos bajo control. Quizá los héroes de la literatura griega eran capaces de hacerlo, pero una simple gordita como yo no era capaz. Mi pasión quería que agarrara mi bolso, que le gritara un par de groserías a Bonnie y me marchara de esa oficina para siempre. Mi razón insistía en que me quedara callada, me hiciera la tonta y no cometiera una locura de la que luego me podría arrepentir.

¡Cómo me hubiera gustado tener un padrino de Alcohólicos Anónimos! Alguien con más experiencia en la vida que yo que me dijera: «¡Tranquila! No dejes que esto te afecte. No dejes que los caballos se desboquen». Pero como no soy alcohólica, no tenía padrino. Lo único que tenía era a Lilian: una amiga que trabajaba en mi oficina, pero que vivía en otra galaxia. Con su figurita de modelo y sus pretendientes mandándole flores y bombones al trabajo… ¿cómo podría ella entender mis desventuras?

Pero volvamos a la historia.

¿Dónde estábamos?

Ah, sí, en los Hamptons.

—¿Quieres ver mis fotos de los Hamptons? —preguntó Lilian en el peor momento posible.

En caso de que ustedes no estén al tanto, los Hamptons son un grupo de elegantes pueblecitos en la costa de Long Island, preciosos pero insoportables. Están a un par de horas de Nueva York y es donde veranea la gente más presuntuosa y arrogante del mundo. Si vives en Manhattan y no veraneas en los Hamptons, no eres nadie. En los Hamptons la ropa es informal, pero los coches son de lujo. Allí van los millonarios y los que se hacen pasar por millonarios; estos son individuos que no van a divertirse, van para poder decir que estuvieron allí. Yo estuve un par de veces, y me pareció que la gente era tan creída y hostil que nunca más quise volver.

Pero regresemos a Lilian. Sin darme un instante para objetar sus planes, empezó a exhibir sus recuerdos del fin de semana sobre mi mesa. Yo podía haberle gritado que no me interesaban, pero ella no me habría escuchado.

—Échale un vistazo a esta casa —dijo—. El dueño está loco por mí.

—Lil… la verdad es que no estoy de humor en este momento… —traté de decirle, pero no me hizo ni caso.

—Este es el que te dije, el abogado que me mandó las flores. No es tan guapo, pero tiene esta casa preciosa (y es suya, no es alquilada) y además tiene un BMW. ¿Qué tal? Pero entonces llegó su amigo, que, sí, es guapísimo, pero solo es un asistente… —Y en ese momento Lilian torció la cara como para dejar claro que, por más guapo que fuera, ella no pensaba ser la novia de un asistente.

—Pero después llegó su jefe, y ese sí que está forrado. Total, que el jefe empieza a perseguirme por toda la casa, y a preguntarme tonterías, y a ponerse seductor. El problema es que me consta que está casado con una
gorda
horrenda, y entonces…

«¡Ay, Lilian! ¿Por qué tenías que meter a la gorda horrenda en este asunto?», pensé. Ojalá yo hubiera tenido la fortaleza para reírme, o para mandarla a la mierda —que es lo que se merecía—, pero después de todo lo que había pasado esa mañana, había solo una cosa que podía hacer: echarme a llorar como una idiota.

Mi llanto captó su atención —y es que Lilian solo responde en momentos de crisis—. Como mi oficina es un gran espacio abierto y la mayoría trabajamos en cubículos, mis gemidos resonaban por todo el pasillo, así que Lilian improvisó un plan de escape inmediato: me puso unas gafas oscuras para cubrir mi arruinado maquillaje, y, sujetándome del brazo con la elegante determinación de una
geisha
, me sacó de la oficina antes de que se formara un corrillo de curiosos a mi alrededor.

—No abras la boca hasta que estemos fuera —ordenó mientras nos apresurábamos hacia la salida.

Bajamos a la calle y me arrastró a la esquina de los fumadores para preguntarme qué coño me pasaba. Yo fui breve y concisa: le hablé de los pantalones, de los idiotas de márketing, de Dan Callahan y, naturalmente, de Bonnie.

—B, esto no puedes tomártelo como algo personal —dijo.

—¿Cómo no me lo voy a tomar como algo personal? Suponte que yo ignorara todo lo que ha ocurrido esta mañana. Cualquiera podría decir: pues de ahora en adelante voy a olvidarme de los hombres y voy a concentrarme en mi carrera, pero es que resulta que mi carrera tampoco va a ninguna parte porque, aunque trabajo como una esclava, la muy perra de Bonnie opina que soy tan fea ¡que hay que esconderme en un calabozo!

—B, la apariencia no lo es todo. Tienes que entender que la verdadera belleza…

—¡No me vengas con que la verdadera belleza está en el interior! —grité.

—No, te iba a decir que la belleza está en los ojos del que mira.

—¡Pues tampoco me digas eso! —contesté, harta ya de refranes.

El problema conmigo es que, si alguien se acerca a mí para consolarme, más vale que venga con buenos argumentos y no con un par de frases manidas. Seré gorda, pero también soy una mujer medianamente sofisticada. En ese momento Lilian se detuvo para pensar las palabras que me iba a decir.

—Mira, B, te voy a ser franca: eres inteligente, y dulce, y responsable, y tienes talento… y claro que eres guapa también —obviamente, «guapa» era el último adjetivo de su estúpida lista—. El caso es que tienes un problema con tu peso, pero no puedes permitir que eso te detenga.

—Lilian, mi peso no me detiene. ¡Son los demás los que me detienen! ¿Qué pasa, que tengo que volverme una flaca anoréxica para encontrar novio, para tener una familia y avanzar en mi carrera?

Mis argumentos eran bastante sombríos, pero tenían cierta lógica. La pobre Lilian empezó a buscar desesperadamente algo reconfortante que decirme, pero lo que se le ocurrió fue bastante estúpido.

—Yo creo que deberías tomarte en serio lo de adelgazar. Esa debería ser tu prioridad.

Permítanme que les explique algo: lo último que una gordita necesita escuchar es que «tiene que tomarse en serio lo de adelgazar». Créanme, ella ya lo sabe, y se lo digo yo que estoy a dieta desde que nací. Pero si además esa gordita lleva un año sin sexo, les recomiendo que la traten con mucha cautela, porque lo más seguro es que esté a punto de explotar. Yo traté de explicarle la situación a Lilian sin perder los estribos, y hablando de una cosa terminé en la otra.

—¿Sabes cuánto tiempo llevo sin acostarme con nadie? —dije—. ¡Ya ni me acuerdo de cuándo fue! Debe de haber sido hace un año. Sí, un año aproximadamente, porque yo acababa de hacer mi declaración de la renta cuando…

Y ahí tuve que parar porque me di cuenta de que era ya 14 de abril y que, una vez más, me había olvidado de hacer la declaración. Tenía veinticuatro horas para preparar los papeles y mandarlos al fisco. ¡Qué día!

—Tranquila —dijo Lilian—. Mañana puedes ir a tu contable a la hora del almuerzo. Pero hoy tenemos que
reinventarte
, y lo primero que tienes que hacer… —prosiguió tras una melodramática pausa— es dejar de hacerte la víctima, porque eso de atractivo no tiene nada. —En otras palabras, yo era una gorda, una llorona y una pesada, valga la redundancia.

La verdad es que Lilian decía muchas tonterías, pero de vez en cuando te soltaba una verdad que te dejaba estupefacta. La contundencia de sus palabras fue tal que, en lugar de molestarme, me entraron ganas de reír, y me reí tanto que los fumadores que teníamos al lado —que antes me habían visto llorando— sospecharon que yo era bipolar.

En ese momento Lilian me abrazó, y sentí que era un abrazo dulce y sincero. Es cierto que ella no era muy diestra consolando a sus amigas, pero por lo menos tenía buenas intenciones.

—Yo sé que estás pasando por un mal momento, pero, créeme, todo ocurre por alguna razón. Debe de ser hora de que aprendas algún tipo de lección. Nada pasa por accidente. Dios tiene un plan.

—La verdad es que no soy muy religiosa —contesté.

—Yo tampoco soy religiosa, pero estoy hablando de algo espiritual.

—Tampoco soy espiritual —insistí solo para fastidiarla.

—¡Pues vete a la mierda!

—¡Vete tú! —contesté.

Le dije que era una idiota, me dijo que era una perra, y a partir de ese momento quedamos de lo más contentas.

—Vamos a tomarnos un trago esta noche —sugirió.

—Pero hoy es martes.

—Mejor aún. Los martes son los nuevos jueves. ¡Vamos!

Alguien dijo alguna vez que el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra. Yo sabía que si salía con Lilian, todos los hombres iban a acercarse a ella y nadie iba a fijarse en mí. Pero después de consolarme, Lilian necesitaba volver a ser la protagonista y que yo fuera su actriz secundaria. Para no contrariarla —y como no tenía nada mejor que hacer— acepté su invitación. Sabía que era un error, pero desconocía de qué magnitud.

Resultó ser un error muy grande.

Enorme.

3

Solo los verdaderos neoyorquinos conocen las reglas secretas de la vida nocturna en Manhattan, pero en caso de que ustedes las desconozcan, permítanme un par de líneas para explicárselas.

Resulta que —tal y como me lo había aclarado Lilian— los martes se han convertido en los nuevos jueves.

Hace algunos años, la noche del jueves era la de las aventuras. Los desviados, los inadaptados y los intoxicados eran los reyes de la cuarta noche de la semana. Salías del trabajo y te ibas a un bar, alguien te invitaba a una fiesta, esa fiesta era una porquería, pero allí te invitaban a otra, y de ahí seguíamos a otra, y luego a otra. Finalmente, después de haber pasado por galerías de arte, eventos benéficos, discotecas y
after hours
, uno terminaba en Chinatown a eso de las cuatro de la mañana, desayunando camarones horneados en sal, y rodeado por los personajes que habías ido recogiendo a lo largo de la noche.

Al día siguiente ibas a la oficina con gafas oscuras, y pasabas el viernes rezando para que el día pasara rápidamente, y con unas ganas horrendas de echarte una siesta.

El jueves era el día en el que salíamos para evitar las masas de noctámbulos que frecuentaban los viernes y los sábados. Un verdadero neoyorquino jamás haría cola para entrar en una discoteca —es más, no lo haría ni para entrar al cielo— y por eso necesitábamos una noche
nuestra
, una noche en la que no tuviéramos que mezclarnos con turistas ni con visitantes. Durante muchos años esa era la noche del jueves.

El problema es que los jueves se volvieron demasiado populares, y por eso —como si una fuerza invisible nos hubiera convencido para dar un giro colectivo— la ciudad entera cambió el jueves por el martes. En consecuencia, las fiestas respetables solo tienen lugar los martes; y si planeas pasar por el nuevo bar de moda, más te vale que lo hagas el martes por la noche. El martes es la noche de salir, la noche de los que no tienen que despertarse temprano al día siguiente, la de los que son capaces de ir al trabajo trasnochados. Pero lo interesante es que una vez que los martes tomaron el lugar de los jueves, el resto de los días cambiaron también.

Ahora los miércoles son los nuevos viernes, y por eso los bares están abarrotados con visitantes de los municipios vecinos, que vienen a Manhattan en grandes coches que apenas caben por las calles.

Los jueves son los nuevos sábados, y por eso es la noche perfecta para ir al cine a ver películas extranjeras, o para pasar por las galerías de arte; ya nada exclusivo o interesante tiene lugar los jueves.

Los viernes son, sin lugar a dudas, los nuevos domingos: una noche para quedarse en casa viendo la televisión. No hay manera de convencer a un neoyorquino de que salga un viernes en la noche a mezclarse con los turistas.

Los sábados son, obviamente, lo que antes eran los lunes. Es la noche de hacer la colada, limpiar los armarios o visitar a los amigos que viven en los suburbios.

Los domingos se están empezando a parecer a los antiguos martes, y de vez en cuando pasa algo interesante que justifica una excursión nocturna.

Finalmente quedan los lunes, que me parece que siguen siendo lunes, pero no estoy muy segura. Si me entero de algún cambio, les avisaré.

La verdad es que todas estas reglas estúpidas me tienen sin cuidado, pero es vital que ustedes entiendan estas sutilezas para que comprendan esta parte de la historia: la insistencia de Lilian de salir esa noche se debía en gran parte al hecho de que era martes. Ella había elegido la noche perfecta en el lugar perfecto; cuando llegamos a Baboon las copas estaban a mitad de precio, y el bar al completo estaba sumido en una juguetona felicidad etílica.

Baboon era uno de los nuevos bares en lo que llaman el Meat Market, o sea, el mercado de la carne, una zona industrial al suroeste de Manhattan donde, hasta hace pocos años, estaban situadas las distribuidoras de carne de la ciudad. El alza del precio de las propiedades convirtió este inhóspito barrio en una de las zonas más caras y exclusivas de Nueva York.

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