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Authors: Alberto Ferreras

Tags: #Romántico

B de Bella (8 page)

En esta misma zona está el barrio de Brighton Beach, con sus largas hileras de tiendas rusas que ni siquiera se molestan en traducir sus anuncios al inglés. En la acera encuentras a familias enteras de inmigrantes que, a falta de un porche, sacan las sillas a la calle para sentarse frente a su casa. Yo nunca he estado en Cuba, pero cuando mi madre describe cómo era La Habana en los años cincuenta, me imagino que debía de parecerse bastante a esto, con los hombres jugando al dominó y las mujeres charlando y criticando a los que ven pasar.

Era un sábado por la mañana, y tras bajarme del metro en la estación de Brighton Beach, caminé a toda prisa por Surf Avenue para encontrarme con la Madame. Pasé junto a un grupo de hombres que fumaban y jugaban a las cartas; habían sacado varias sillas y una mesa plegable a la calle, convirtiendo la acera en un casino ambulante. Al pasar junto a ellos los oí decir algo en ruso que obviamente no entendí, pero sospeché que se refería a mí. Crucé la acera para evitarlos y los escuché reír en la distancia. Apreté el paso hasta que los perdí de vista.

Siguiendo las instrucciones de la Madame, caminé junto a Nathan's —el famoso establecimiento de
hot-dogs
— y el Cyclone, una decrépita montaña rusa de madera que aún funciona. Los amantes de las emociones fuertes consideran que el Cyclone es no solo una reliquia, sino también una de las mejores montañas rusas del mundo. A mí me aterra, porque sus viejos raíles rechinan de tal manera que te da la impresión de que en cualquier momento se va a desmoronar. «Hay que estar loco para subirse a eso», me dije mientras pasaba por al lado para entrar en el callejón que conducía a la pasarela de la playa. Tal y como me explicó la Madame, entrando a la derecha había una pequeña fonda con grandes bandejas de
knishes
en el escaparate.

Me detuve en la puerta un momento, y me di cuenta de que el corazón me latía a toda velocidad.

«Esto es solo una reunión informativa para saciar mi curiosidad», me dije. No iba a permitir que esa mujer me arrastrara a hacer algo que yo no quería hacer, pero al mismo tiempo me moría por saber exactamente lo que quería decir con sus misteriosas palabras: ¿sería verdad que había hombres que pagarían por estar conmigo? ¿Qué clase de hombres eran? ¿Qué es lo que querrían hacer conmigo? Y ¿cuánto estaban dispuestos a pagar? Bueno, el dinero no me importaba tanto, pero la idea de que alguien pagara por estar conmigo me parecía casi absurda.

A lo mejor todo esto era una trampa: quizá la Madame iba a venderme a una banda de mafiosos que me encerrarían en el sótano de un miserable burdel de Long Island y me obligarían a fregar los suelos mientras chicas más delgadas que yo retozaban con viejos adinerados.

Sí, ya sé que era una fantasía un poco ridicula, pero yo estaba aterrorizada. En mi bolso llevaba una pequeña lata de gas lacrimógeno por si acaso. Además, en mi apartamento había dejado una carta explicando adonde iba y con quién me iba a encontrar, en caso de que me raptaran. Me imaginé que si desaparecía, tarde o temprano Lilian vendría a mi casa con su duplicado de mis llaves, descubriría la carta y con un poco de suerte la policía sería capaz de encontrarme viva, o no tan viva.

Entré en la fonda y encontré a la Madame, que estaba cómodamente sentada frente al mostrador comiéndose un
knish
. Parecía tan distinguida como el día en que la conocí; llevaba la misma blusa de seda blanca, una falda de tubo con un corte que dejaba entrever sus pantorrillas, y una ligera chaqueta de lana que parecía perfecta para ese fresco día del mes de abril.

Quizá suene ridículo, pero el hecho de que no estuviera acompañada por la banda de secuestradores me decepcionó un poco.

—¡Ya temía que te hubieran raptado! —exclamó ella como si me leyera la mente.

—Perdón, es que el tren se retrasó…

—Estoy bromeando,
querrida
—contestó.

Con su gracioso acento, la Madame me hacía sentir que estaba hablando con una espía de la época de la Guerra Fría.

—¿
Quierres
un
knish
? Voy a comprar un par y nos los comeremos mientras paseamos por la playa.

—Es que estoy evitando los carbohidratos —respondí, aterrada por la cantidad de calorías que contenían esas delicias rusas.

—Ay, no digas
tonterrías
—replicó—. Son los mejores
knishes
de Nueva York. La buena comida no te hace más gorda, te hace más bella. —Y con estas palabras me obligó a tomar el bollito de patata envuelto en una servilleta.

—Bueno, pero solo voy a probar un bocado.

—¿Un bocado? ¿Y qué vas a hacer con el resto, dárselo de comer a los
pajarritos
?

—Es que solo me permito una ración de carbohidratos al día —contesté pensando en los
croissants
de Jorge—. De verdad, no puedo…

—Come y calla. La vida es corta.

Su argumento era difícil de refutar, así que cogí el
knish
y lo mordí. Efectivamente, estaba delicioso. Traté de comerlo sin sentirme culpable mientras avanzábamos por la pasarela que bordeaba la playa.

—Qué día tan hermoso —dijo inhalando el aire primaveral—. Es uno de esos días en los que sientes que el mundo entero te pertenece, ¿verdad?

Yo nunca había sentido que el mundo me perteneciera, pero asentí como si entendiera de qué hablaba.

Sabiendo que le mentía, me miró una vez más con su enigmática sonrisa y fue directa al grano.

—Soy una mujer muy ocupada, tengo un negocio que atender y no puedo malgastar el tiempo, así que déjame que empiece por preguntarte algo: ¿eres por casualidad un agente de la ley?

—¿Yo? ¡Claro que no!

—Lo suponía. Soy capaz de detectarlos a un kilómetro de distancia, pero tenía que preguntártelo de todas formas.

Yo no soy tan inocente, aunque lo parezca, e inmediatamente entendí por qué me había preguntado eso. En las series policiacas de televisión te explican que los agentes de la ley no pueden mentir, así que ciertos criminales hacen esa pregunta para identificar a los policías encubiertos.

El hecho de que me preguntara eso me asustó, pero también hizo que la aventura se volviera mucho más emocionante. ¡Era cierto! ¡Esta mujer era una Madame de verdad! Yo nunca había conocido a nadie que hubiera cometido un crimen, y estar en presencia de esta mujer me hizo sentir como si estuviera con una estrella de cine. Mientras procesaba todo esto, ella me sorprendió con una pregunta.

—Cuéntame: ¿en qué puedo ayudarte?

—¿Usted? ¿Ayudarme a mí? —contesté sorprendida.

—Tú fuiste quien llamó, ¿no?

Era una mujer muy inteligente. Con una simple frase le había dado la vuelta a la tortilla. Yo había pensado todo el tiempo que ella era quien quería convencerme de algo, cuando claramente era yo quien quería algo de ella. Era yo quien la había llamado, era yo quien le había pedido que nos viéramos. Ella simplemente me había hecho un comentario y me había dado su tarjeta. Pero no crean que caí en su trampa tan fácilmente; yo venía preparada, y empecé a actuar como si fuera un agente inmobiliario que pregunta los detalles de una propiedad.

—Pues, verá, me quedé un poco intrigada por lo que usted me dijo —contesté haciéndome la tonta.

—¿Qué fue lo que te intrigó? ¿Que te dijera que eres bella? —inquirió mirándome a los ojos. Yo me sonrojé y evité su mirada. Ella se puso a reír a carcajadas.

—No te preocupes, no soy lesbiana, y no es que ser lesbiana tenga nada de malo. —Entonces suavizó el tono y me dijo con la dulzura de una abuelita—: ¿Por qué te intrigan tanto mis cumplidos?

—Pues… porque no los oigo muy a menudo —contesté con la voz entrecortada.

Ella se dio cuenta de que le estaba haciendo una dolorosa confesión y, cogiéndome del brazo con suavidad, se acercó a mi oído para susurrarme algo con el tono de quien está a punto de revelarte el lugar donde está enterrado un tesoro.

—No oyes estos cumplidos tan a menudo porque no conoces a los hombres que te saben apreciar. Si quieres, yo podría presentarte a muchos hombres que te cubrirían de elogios. Hombres que disfrutarían enormemente de tu compañía.

Una vez más esta mujer pasó de la ternura al crimen. Era un tobogán emocional que me hizo sentir como si estuviera en la montaña rusa. Pasé de confiar en ella a tener ganas de salir corriendo. Me detuve súbitamente y la miré a los ojos.

—¿Qué es exactamente lo que me está proponiendo?

Me agarró del brazo y, sin conceder ninguna importancia al alarmado tono de mi voz, dijo:

—Ven. Vamos a un lugar donde podamos hablar.

Lo que pasó inmediatamente después es tan absurdo que no les culparía si no lo creyeran, pero les juro por mis ancestros en Cuba, África, España e Irlanda —y es que tengo un poquito de irlandesa en la sangre— que lo que ocurrió es absolutamente cierto.

Madame me llevó al Cyclone, esa antigua y ruidosa montaña rusa de madera, y ese fue precisamente el lugar que la Madame eligió para que
habláramos
.

Esperamos en la plataforma hasta que la hilera de carritos se detuvo frente a nosotras. Rápidamente se bajaron un montón de adolescentes, pero noté que al menos cuatro de los carritos permanecieron ocupados por hombres mayores, muy serios y con pinta de mafiosos. El carrito que estaba detrás del nuestro llevaba a dos italianos de unos sesenta años. Ellos no se bajaron, simplemente sacaron una larga hilera de tiques y le dieron dos más al empleado.

—Hola, Rocco —dijo la Madame a uno de ellos.


Ciao
, Madame —contestó él quitándose el sombrero—.
Signorina
… —me saludó con respeto. Yo le sonreí y le hice una pequeña reverencia.

—¿Y estos quiénes son? —pregunté a la Madame mientras nos abrochábamos el cinturón.

—Mucha gente viene aquí para hablar de negocios —contestó sin añadir más explicaciones.

—¿A hablar de negocios? —Claro, con el ruido que hacía ese armatoste era imposible que ningún micrófono del FBI grabara una palabra de lo que esta gente decía, así que imagínense el tipo de negocios que estarían discutiendo. Ya podrían estar revelando el paradero del hijo de Lindbergh, que ni siquiera Dios podría oírlos.

Los carritos se empezaron a mover, y tan pronto comenzó el traqueteo de la montaña rusa los mafiosos de atrás siguieron con su calmada conversación, y la Madame, sonriendo, continuó con la nuestra.

—Quiero que sepas que me han arrestado, pero nunca me han encarcelado, porque mi negocio no es ilegal.

Me estremecí de miedo.

—Pero si esto no es ilegal, ¿por qué carajo tenemos que hablar en una montaña rusa?

—Más vale prevenir que lamentar —contestó. No había manera de ganarle una a esta señora. Prosiguió—: Esta es la situación: soy la dueña de una agencia muy especial que se encarga de poner en contacto a mis clientes con mujeres como tú. Mujeres que son capaces de
reconfortarlos
.

—¿Una agencia de prostitutas? —pregunté, tratando de arrinconarla.

—No —contestó, mirándome sin parpadear—. Una agencia de
reconfortadoras profesionales
. Mis clientes no compran sexo, ya que, como bien sabes, eso es ilegal. Mis clientes son hombres que tienen mucho dinero y están dispuestos a pagar una fortuna por
otros
servicios.

Aquí tenemos que hacer una pausa para analizar lo que esa mujer me acababa de revelar. En un par de frases me había dicho:

Que la habían arrestado en el pasado.

Que era dueña de una agencia de acompañantes.

Y que sus clientes eran tan retorcidos que ni siquiera les interesaba el sexo, sino algo aún más caro que el sexo.

Mientras yo barajaba toda esta información, los carritos de la montaña rusa se pusieron a escalar la primera subida.

—¿Y cuáles son exactamente esos
otros
servicios? —pregunté arqueando una ceja.

—Mis chicas se dedican a reconfortarlos.

—¿Y cómo los reconfortan? —traté de concretar.

—¡Uno puede reconfortar a otro ser humano de tantas maneras! Depende del cliente. Algunos necesitan un abrazo, otros necesitan un azote. Algunos necesitan que los atiendas, otros necesitan que los ignores. El asunto es que son hombres que saben apreciar la belleza de un cuerpo voluptuoso, y pagarían mucho dinero por el privilegio de venerar un cuerpo como el tuyo.

—¿Cómo? —exclamé incrédula—. ¿Venerar un cuerpo como el mío? No quiero parecer mal pensada, pero a mí eso me suena a prostitución. ¿Qué significa eso de que pagarían por venerar mi cuerpo?

—Pues lo que estás oyendo: ellos pagarían por venerar tu cuerpo. Por rendir culto a tus curvas.

En ese preciso instante la montaña rusa nos lanzó en picado, y grité; pero no estoy segura de si fue por la caída o por la revelación de la Madame.

Mientras los carritos emprendían la siguiente subida, me dio tiempo a hacerle otra pregunta:

—¿Qué es lo que esos hombres esperarían de mí?

—¡Tú podrías hacerles tan felices con tan poco! Algunos se quedarían más que satisfechos si les permitieras que te diesen un masaje… o simplemente olerte los pies.

—¿Olerme los pies? ¡Usted se está burlando de mí!

—¿Te interesa o no te interesa? —me cortó la Madame con impaciencia.

Una vez más caímos en picado, y yo volví a gritar. Esta vez tuve que taparme la boca por miedo a vomitar el
knish
que ahora escalaba mi tracto digestivo. Ojalá hubiera podido escaparme, pero ese es el problema de las montañas rusas: una vez que te subes, te tienes que quedar hasta el final. Lo que no sabía era que mi relación con la Madame iba a ser muy parecida: una vez que me montara, iba a ser muy difícil bajarme.

Cuando finalmente abandonamos el Cyclone, me sentía mareada. Caminé en silencio junto a la Madame mientras yo trataba de procesar lo que me había dicho.

Miré el océano. Miré a las gaviotas que volaban casi a ras del suelo, recogiendo pedacitos de pan que un niño les lanzaba. Una joven pareja de enamorados nos pasó de largo, iban en patines y cogidos de la mano; verlos fue enternecedor, pero deprimente al mismo tiempo. Sentí que tenía una pregunta atascada en la garganta, pero no tenía el valor de hacerla.

Finalmente rompí el silencio.

—Bueno, esta es la parte que no entiendo: ¿quién pagaría por venerar mi cuerpo? Llevo tanto tiempo sin novio que casi ni me acuerdo de la última vez que me acosté con un hombre.

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