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Authors: Alberto Ferreras

Tags: #Romántico

B de Bella (6 page)

Cuando yo era una niña, el Meat Market era una zona que todos evitábamos. De día te agobiaban los camiones y la peste a cadáveres bovinos que emanaba de los edificios. De noche, las prostitutas reinaban en la zona, y las veíamos caminar por las calles, cortejadas por conductores que iban despacio para negociar sus servicios. De día vendían carne de res, y de noche carne humana. Ningún barrio de Manhattan estaba mejor bautizado.

Pero los tiempos lo habían cambiado todo y los antiguos frigoríficos habían desaparecido para ser reemplazados por elegantes restaurantes repletos de ejecutivos de Wall Street. En lugar de reses y prostitutas ahora había fornidos corredores de bolsa fumando habanos, y esbeltas rubias desfilando en tacones de aguja, que frecuentemente se atascaban y rompían en las viejas calles de adoquines.

Al llegar al bar dejé que Lilian caminara delante, porque cuando ella iba primero, los hombres se quitaban de en medio y dejaban sitio para que yo pasara.

Era fascinante ver cómo los hombres reaccionaban ante la belleza asiática de Lilian; se apartaban, la miraban de arriba abajo, aullaban… Era francamente patético. Si las mujeres hicieran tantos aspavientos cuando ven a un hombre que les parece atractivo, yo creo que se acabaría el mundo. Si nosotras los miráramos con el mismo morbo con el que nos miran ellos, les daría un ataque de ansiedad que no les permitiría volver a tener una erección.

Obviamente a Lilian le encantaba verse rodeada de atenciones, pero lógicamente a mí me deprimía sentirme como un cero a la izquierda. Ella no era el tipo de chica que disfrutaba comparando su éxito con mi fracaso, pero sí era lo suficientemente cegata como para no darse cuenta de que los únicos hombres que se acercaban a mí lo hacían solo porque yo me encontraba a su lado. Cuando Lilian estaba en un bar, rodeada de atractivos solteros, era incapaz de ver más allá de sus propios pezones.

Era en momentos como este cuando me sentía como una actriz de reparto en la vida de los demás. Sé que suena tonto, pero cuando salía con Lilian me sentía como su dama de compañía. Ella era la protagonista, y yo su actriz secundaria. A veces me tocaban un par de buenas escenas, pero la historia nunca giraba en torno a mi vida; siempre se desarrollaba en torno a la suya.

Pero volvamos al bar. Baboon estaba lleno de una especie muy particular de simios que trabajan en la bolsa de valores. Nos acercamos a la barra y, aunque no quedaba una silla libre, uno se levantó corriendo para ofrecerle la suya a Lilian. Con su irresistible sonrisa, Lilian le rogó a su vecino del bar que me cediera la suya, y las dos conseguimos sentarnos juntas. Ahí fue cuando los chimpancés empezaron a rodear a Lilian para sus rituales de apareamiento. Yo me mantuve al margen de la situación mientras sus galanes pagaban nuestras copas. A consecuencia de esto terminé tomándome uno, luego dos, y finalmente tres
appletinis
. Las tres veces les di las gracias a los primates, y las tres veces me quedé esperando que me dijeran «de nada».

De repente, me deslumbró una gran sonrisa que provenía del otro lado de la barra. Era un chico de mi edad a quien nunca antes había visto. Muy discretamente miré por encima de mi hombro para asegurarme de que la sonrisa iba dirigida a mí y no a alguien que estaba detrás y, una vez confirmado, le sonreí también. Entonces el
sonriente
levantó su copa proponiendo un brindis a larga distancia, que fue interrumpido cuando uno de los monos de Lilian me dio un empujón para tratar de acercarse más a ella. Yo hice una mueca de cansancio y el
sonriente
se rio a carcajadas. En ese momento Lilian anunció que iba a salir a la calle para ver el coche de uno de sus gorilas.

—Peter dice que es un Porsche, pero Roger dice que es un Mustang —dijo Lilian como si me contara un chiste divertidísimo. Obviamente todo era una excusa de uno de los primates para sacar a Lilian del bar e impresionarla con el Porsche 911 Turbo que habíamos visto en la puerta. Justo antes de salir, Lilian se fijó en el
sonriente
y, arqueando una ceja, me aconsejó—: Guarda mi asiento para él. —Buena idea, Lilian.

En cuanto se marcharon, le hice una seña al
sonriente
para que viniera a sentarse junto a mí. Físicamente, el
sonriente
no era nada del otro mundo, pero tenía una honestidad y una simpatía en la mirada que lo hacían encantador. Tenía aires de chico del campo, como si fuera un granjero de Oklahoma que no terminaba de encajar en la gran ciudad. Llevaba unos pantalones vaqueros de talle bajo —de esos que dejan la mitad del trasero al descubierto—, una camiseta bastante moderna y una chaqueta de cuero fino.

—Hola, soy Stuart —se presentó.

—Yo soy B.

—¿Bea?

—No, B. Solamente B. B de… Bolivia. —Por lo menos esta vez no dije B de burro.

—Y tus amigos, ¿adonde han ido? —me preguntó.

—Han salido para ver un coche.

—¿Volverán?

—¡Espero que no! —dije, y ambos nos reímos.

Seguimos hablando y luego empezamos a reírnos mirándonos a los ojos, algo sumamente sexy que yo nunca había hecho con nadie.

—¿Cómo se llama tu amiga?

—Lilian.

—¿Es una buena amiga?

—La mejor —contesté.

El
sonriente
sonrió una vez más, y fue en ese momento cuando empecé a ver mi futuro.

Lo vi todo como si fuera una película: vi nuestra boda, nuestro apartamentito de recién casados —un poco pequeño, pero lleno de amor—, vi nuestro primer bebé, vi los buenos tiempos, y los tiempos difíciles… En fracciones de segundo vi nuestra vida entera, con sus victorias y sus obstáculos, con sus pequeñas alegrías domésticas y sus benignos dramas, que logramos superar apoyándonos mutuamente. Me vi aprendiendo a amar sus imperfecciones, al igual que él aprendía a amar las mías. «¡Y pensar que todo comenzó en un bar en Manhattan, con esa sonrisa que me deslumbró, cuando él me eligió entre docenas de mujeres mucho más delgadas que yo!». Me vi con mis nietos sentados en las rodillas contándoles en detalle la historia de amor de sus abuelos. Me vi muriendo en paz, sabiendo que mi vida había sido la novelita rosa que yo siempre había soñado que fuera.

Justo cuando pensé que nada podía arruinar este futuro que me acababa de inventar, él soltó una pregunta que interrumpió mi sueño dorado.

—Tu amiga está buenísima. ¿Me la puedes presentar?

¿Qué? Esto sí que no me lo esperaba.

Esto era un golpe bajo. Muy,
muy
bajo.

Yo sé que la culpa era en parte mía por permitir que mi imaginación volara desenfrenadamente. El pobre hombre no tenía ninguna obligación de participar en mis fantasías. Además, entiendo que haya quedado deslumbrado por Lilian, en vista de que, efectivamente, está buenísima. Pero flirtear conmigo para tratar de acercarse a ella era una marranada imperdonable. Era algo que yo no le haría a nadie. Me puse como una fiera, y cuando me pongo como una fiera, soy un peligro.

Con la misma velocidad con la que imaginé nuestra vida marital, y con una furia lubricada por el alcohol, inventé una venganza diabólica.

—¡Ay…! —dije, dejando caer mi bolso.

—Permíteme… —respondió él, ofreciéndose a recogerlo.

Al inclinarse, la parte baja de su espalda quedó expuesta, y ese caminito que le separaba las nalgas quedó a la vista. Fue por ahí —por lo que algunos llaman vulgarmente «la raja del culo»— por donde le vacié la copa que me estaba tomando. Inmediatamente él soltó un grito, y yo me disculpé echándole la culpa a la masa de borrachos que nos rodeaba.

—¡Perdón, es que alguien me ha dado un empujón! —exclamé, con un tono tan inocente que hasta yo me lo creí.

—Voy al baño —dijo, sin contestar a mis disculpas—. Cuídame la chaqueta —añadió, refiriéndose a la cazadora beis de piel de cordero que había dejado colgada en el respaldo de su asiento.

Mientras él iba al baño, yo me levanté y salí del bar con mi bolso en una mano y su chaqueta de cuero en la otra. Cuando llegué a la calle tiré su chaqueta a la basura y seguí de largo. Mientras me alejaba para buscar un taxi, oí las risas de Lilian al otro lado de la calle. Ella no me vio, y yo no me detuve para decirle adiós. Sé que si se hubiera dado cuenta de lo molesta que yo estaba, se habría ofrecido a acompañarme, pero yo no quería arruinar su noche. Ella no tenía la culpa de lo que había pasado.

Si creen que estoy orgullosa de lo que hice, se equivocan; me sentía fatal. Para rematarlo, mientras cruzaba la calle me rompí un tacón en los adoquines.

—¡Coño!

La venganza no es mi fuerte, y por un momento pensé que ese tacón roto era el karma castigándome instantáneamente. El
sonriente
se había portado como un patán, y se merecía que le dieran una lección, pero esa sensación de haberme portado como una víbora me deprimió. ¿Merecía la pena la venganza, si el precio era sentirme así?

Mientras iba en el taxi, con los pies hinchados, el tobillo dolorido, y el ceño tan fruncido que me dolía la frente —justo ahí, en ese preciso instante—, me di cuenta de que había
tocado fondo
. Lo bueno de tocar fondo es que, como ya no puedes hundirte más en la miseria, lo único que puedes hacer es tratar de subir.

Por ello, antes de seguir con la historia, me gustaría dedicar un par de líneas a disculparme públicamente con ese chico:

Querido sonriente, si estás leyendo esto me gustaría pedirte que me perdones. Es cierto que te portaste como un imbécil, pero yo también me porté mal contigo. Siento mucho lo de tu chaqueta. Por favor, acepta mis más sinceras disculpas.

Y ya con este tema resuelto, llegó el momento de seguir con la historia, porque ahora es cuando, finalmente, se pone buena.

4

Mi amigo Jorge tenía una pastelería argentina en el West Village. Vendía los mejores
croissants
de la ciudad, y por lo menos cuatro kilos y medio de mi peso pueden atestiguarlo. Todos los días yo salía de mi edificio a las 8.30 de la mañana para ir a trabajar, y siempre me paraba a comprar un café —con leche desnatada y sin azúcar— y un
croissant
en la pastelería de Jorge. Como él tenía que levantarse muy temprano para hornear, se turnaba con su esposa Fabiana, quien se encargaba del negocio por las tardes. Por las mañanas yo charlaba con Jorge y por las tardes con su mujer.

—¡Che, querido! —le saludaba, tratando de imitar su acento argentino.

—¡Hola, preciosa! —contestaba él, haciéndome sentir la mujer más hermosa del mundo.

En los pocos segundos que tardaba en servirme el café y poner mi
croissant
en una bolsa de papel, él me pedía que lo pusiera al día sobre todos los detalles de mi carrera, mi vida amorosa y mis planes para el futuro.

—Y este fin de semana, ¿qué hacés? ¿Con qué novio vas a salir? —me preguntaba Jorge, como si tuviera alguno. Pero nunca me ofendían sus comentarios porque yo sabía que sus intenciones eran buenas, y además a mí (no sé a otros) me encantaba su acento. Jorge celebraba mis triunfos, me consolaba en mis tragedias, y me alimentaba entre medias. Era como una segunda madre.

Por las tardes también pasaba por la pastelería, pero ya no era para comer, sino solo para cotillear con su esposa Fabiana.

—¿Qué decís, che? —me saludaba ella levantando los ojos de su revista
Hola
, a la que era perdidamente adicta. Fabiana tenía más de cuarenta años, pero se conservaba de maravilla. Era rubia y bastante menuda, pero tenía un busto enorme del que estaba tremendamente orgullosa. Todo lo que se ponía Fabiana era ajustado y escotado.

—Contame, che… ¿Con quién te estás acostando? —preguntaba a cada rato.

Cada vez que Fabiana y yo hablábamos, la conversación se volvía peligrosamente íntima en cuestión de segundos. A menudo salía conmigo a fumarse un cigarrillo, y aprovechaba para hablar de cualquier cosa, desde higiene vaginal, hasta técnicas de masturbación femenina. Ella era una mujer muy liberada que no tenía ningún problema en hablar de sus cosas, y siempre se las arreglaba para hacerme sentir cómoda discutiendo las mías.

—Hay un alemán que siempre viene por acá, y no sabés lo que es ese hombre. Nena, vos tenés que acostarte con él y contármelo todo.

—¡Fabiana, por favor! —contestaba yo, divertida y escandalizada.

—¡Pero, nena! ¡Vos sos soltera! ¡Viví la vida!

Ella siempre me trataba de convencer de que yo hiciera lo que a ella le gustaría hacer. Obviamente estas conversaciones nunca tenían lugar en presencia de Jorge, quien era terriblemente celoso y detestaba ver a Fabiana flirtear con otros hombres. Yo creo que, aunque ella nunca le había sido infiel, era de esas mujeres que necesitaban sentirse deseadas, y le encantaba tener una larga cola de pretendientes tratando de llevársela a la cama. Nunca he conocido una mujer más seductora que ella.

Jorge no era tonto, y se daba cuenta de lo que pasaba. De tanto en tanto se peleaban, y a veces pasaban semanas sin hablarse.

Una mañana me encontré a Jorge con unas ojeras enormes y una cara de tristeza que daba ganas de llorar. Pero eso no era lo peor: en lugar de los crujientes
croissants
a los que nos tenía acostumbrados, lo que ofrecía para desayunar era unos bollitos quemados que parecían gorriones fritos.

—¿Qué ha pasado? —tuve que preguntar.

—Es Fabiana —confesó—. Todas las mañanas preparo los
croissants
siguiendo paso a paso la misma receta. Pero si ella me pone de mal humor, no crecen en el horno. Es una cosa rarísima.

A partir de ese día, bastaba con mirar los
croissants
para saber si Jorge y Fabiana se habían peleado. Llegó un momento en el que un grupo de preocupados clientes nos organizamos para tratar de que Jorge y Fabiana se reconciliaran, primero, porque les teníamos cariño, y segundo, porque sus peleas le estaban arruinando el desayuno a todo el vecindario. Esta experiencia con los
croissants
de Jorge fue toda una revelación. Si la tristeza era capaz de arruinar un
croissant
, imagínense lo que puede hacerle a un corazón humano.

Ese miércoles me sentía como Jorge. Tenía la resaca etílica de los
appletinis
, mezclada con la resaca emotiva de lo que le había hecho al
sonriente
. Además, no tenía ningunas ganas de trabajar. Todo mi entusiasmo y motivación habían desaparecido a raíz de los comentarios de Bonnie en el baño. Afortunadamente trabajaba en una agencia de publicidad y no en la NASA, porque si hubiera sido así, probablemente habría mandado el cohete al planeta equivocado.

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