—.…ero ir a mear…
—Pero ahora las exigencias de su mando lo obligan a regresar al puente, y quiere daros a todos una afectuosa despedida.
—¿No es el Viejo algo joven para su grado? —preguntó Bill.
—No más que muchos otros —el doctor rebuscó entre sus agujas hipodérmicas, buscando alguna lo bastante despuntada como para dar una inyección—. Tienes que recordar que todos los capitanes tienen que pertenecer a la nobleza, y aún una nobleza tan numerosa como la nuestra está muy solicitada para todas las tareas de un imperio galáctico. Tomamos lo que podemos —encontró una aguja torcida y la colocó en la jeringuilla.
—De acuerdo, es joven, pero ¿no es también algo estúpido para su puesto?
—Cuidado con eso, muchacho, que es lesa majestad. Si tienes un imperio de un par de millares de años de antigüedad, y una nobleza que va apareándose consigo misma, tendrás todos los genes defectuosos y recesivos apareciendo, y acabarás con un grupo de gentes que serán algo más exóticos que lo que pueda ofrecer un manicomio normal. No hay nada malo en el Viejo que un nuevo cociente de inteligencia no pudiera curar. Deberías de haber visto al capitán de la última nave en que serví… —se estremeció, y clavó maliciosamente la aguja en la carne de Bill. Este aulló y luego, dolorido, contempló como la sangre surgía del orificio abierto por la hipodérmica al ser retirada esta.
Se cerró la puerta, y Bill se quedó solo, contemplando la desnuda pared y su futuro. Era un especialista en fusibles de primera clase, y esto era bueno. Pero el alistamiento obligatorio por siete años más ya no era tan bueno. Su buen ánimo decayó. Deseó poder hablar con alguno de sus viejos compañeros, y entonces recordó que todos estaban muertos, y su ánimo decayó aún más. Trató de animarse a sí mismo, pero no pudo pensar en nada que lo alegrase hasta que descubrió que podía estrecharse a sí mismo la mano. Esto le hizo sentirse algo mejor.
Se arrellanó en las almohadas y se estrechó la mano hasta que se quedó dormido.
Ante ellos, el frente del cilíndrico transbordador era una única y gigantesca ventana, un grueso escudo de cristal blindado repleto ahora por las ensortijadas volutas de nubes a través de las que caían. Bill se recostó confortablemente en la silla de desaceleración, contemplando la escena con ansiedad. En la gruesa nave había asientos para veinte personas, pero solo estaban ocupados tres, incluyendo el de Bill. Sentado junto a él, y trataba de no mirarlo demasiado, había un artillero de primera clase que parecía haber sido disparado por uno de sus cañones. Su rostro era casi todo de plástico, y contenía un único y sanguinolento ojo. Era un cesto ambulante, ya que sus cuatro amputados miembros habían sido reemplazados por brillantes artilugios, repletos de resplandecientes pistones, controles electrónicos y bobinas. Su insignia de artillero estaba soldada al chasis metálico que hacía las veces de su antebrazo. El tercer hombre, una bestia de sargento de infantería, se había quedado dormido en el mismo momento en que habían subido a bordo tras llegar del transporte interestelar.
—¡Por mil ranchos podridos! ¡Mira eso! —se asombró Bill, cuando la nave atravesó las nubes y allí, extendiéndose ante ellos, vio la brillante esfera dorada de Helior, el Planeta Imperial, la capital de diez mil soles.
—¡Qué albedo! —gruñó el artillero, desde algún punto del interior de su rostro de plástico—. Hace daño a la vista.
—¡Naturalmente! Es oro sólido… ¿Te imaginas un planeta recubierto de oro sólido?
—No, no puedo imaginármelo. Ni tampoco me lo creo. Costaría demasiado. Pero me puedo imaginar uno recubierto de aluminio anodizado. Como este.
Mirándolo mejor, Bill se pudo dar cuenta de que realmente no brillaba como oro, y comenzó a sentirse de nuevo deprimido. ¡No! Se obligó a mirar de nuevo. ¡Uno podía arrancar el oro, pero no podía arrancar la gloria! Helior seguía siendo el Mundo Imperial, el ojo que nunca dormía y lo veía todo colocado en el corazón de la galaxia. Todo lo que pasaba en cualquier planeta, en cualquier nave del espacio, llegaba hasta aquí, era codificado, archivado, clasificado, anotado, juzgado, perdido, encontrado, y resuelto. Desde Helior llegaban las órdenes que gobernaban los mundos del hombre, que mantenían lejos la noche del dominio alienígena. Helior, un mundo transformado por el hombre, cuyos mares, montañas y continentes habían sido recubiertos por una coraza de metal, de varios kilómetros de espesor, piso tras piso de niveles con una población global dedicada a un único ideal: gobernar. El brillante nivel superior estaba moteado de espacionaves de todo tamaño, mientras el oscuro cielo parpadeaba con otras que llegaban y partían. La escena se aproximó más y más, y luego hubo un repentino estallido de luz y la ventana se oscureció.
—¡Nos hemos estrellado! —jadeó Bill—. ¡Ya podemos darnos por muertos…!
—Cierra el buzón. Eso ha sido simplemente que se ha roto la película. Como no va ningún oficial en este viaje, no se preocuparán de arreglarla.
—¿Película?
—¿Qué otra cosa te esperabas? ¿Estás tan mochales que te creías que iban a construir transbordadores con grandes ventanales en la proa, justo donde se produce la máxima fricción en la reentrada, para que el calor hiciese bonitos agujeros? Una película. Igual es de noche ahora.
El piloto los hizo puré con quince g cuando aterrizaron. (Él también sabía que no llevaba oficiales en este viaje) y mientras estaban haciendo chasquear sus vértebras de nuevo a sus posiciones y tratando de introducir sus ojos otra vez en su órbitas para tratar de ver algo, se abrió la compuerta. No solo era de noche, sino que además llovía. Un Descargador de Pasajeros de Segunda Clase introdujo adentro su cabeza y los barrió con una sonrisa profesionalmente amistosa.
—Bienvenidos a Helios, Planeta Imperial de las mil delicias… —su rostro cambió a su habitual mueca de repugnancia—. ¿No hay ningún oficial con vosotros, desgraciados? Vamos, fuera de ahí, salid a escape, tenemos trabajo que hacer.
Lo ignoraron mientras pasaba a su lado y se dirigía a despertar al sargento de infantería, que aún roncaba cómo una hélice rota, sin que su sueño hubiera sido perturbado por una nimiedad tal como quince g. El ronquido cambió a un oscuro gruñido, cortado por el agudo chillido del Descargador de Pasajeros de Segunda Clase cuando recibió una patada en los testículos. aun murmurando, el sargento se unió a ellos mientras abandonaba la nave, y ayudó a mantener firmes las entrechocantes piernas metálicas del artillero en la resbaladiza y húmeda rampa metálica de descenso. Contemplaron con pétrea resignación como sus macutos eran lanzados desde el compartimiento de equipajes a un profundo charco de agua. Y cómo un último y débil intento de venganza, el Descargador de Pasajeros de Segunda Clase desconectó el campo repulsor que había estado protegiéndolos de la lluvia, e inmediatamente se quedaron calados y congelados por el gélido viento. Se echaron los macutos al hombro, exceptuando el artillero, que arrastraba el suyo sobre pequeñas ruedecitas, y comenzaron a caminar hacia las luces más cercanas, situadas al menos a un par de kilómetros de distancia y apenas visibles entre la cortina de agua. A mitad de camino, el artillero se quedó rígido cuando se cortocircuitaron sus relés, así que le colocaron las ruedecillas bajo los pies, cargaron los macutos sobre sus piernas, y les sirvió cómo una estupenda carretilla el resto del camino.
—Soy una estupenda carretilla —se quejó el artillero.
—No te quejes —le dijo el sargento—. Al menos ya tienes un trabajo civil.
Dio una patada a la puerta para abrirla, y caminaron y rodaron al deseado calor de la oficina de operaciones.
—¿Tienen una lata de disolvente? —le preguntó Bill al hombre situado tras el mostrador.
—¿Tienen órdenes de viaje? —les preguntó el hombre, ignorando sus palabras.
—Tengo una lata en mi macuto —dijo el artillero, abriéndolo y trasteando en su interior.
Entregaron sus órdenes, la del artillero estaba abotonada en el bolsillo del pecho, y el oficinista las metió por la rendija de una gigantesca máquina situada tras él. La máquina zumbó y encendió las luces, y Bill goteó disolvente en todas las conexiones eléctricas del artillero hasta que logró sacar el agua. Sonó una bocina, las órdenes fueron regurgitadas, y por otro orificio comenzó a salir una cinta grabada. El oficinista la arrancó y la leyó rápidamente.
—Están en problemas —dijo con sádica alegría—. Se supone que los tres van a recibir el Dardo Púrpura en una ceremonia con el Emperador, que van a filmar dentro de tres horas. No lograrán llegar a tiempo.
—Eso no es de su cochina incumbencia —graznó el sargento—. Acabamos de salir de la nave. ¿Adónde vamos?
—Área 1457—D, Nivel K—., Bloque 823—., Corredor 492, Cámara 34, Habitación 62. Pidan por el productor Ratt.
—¿Y cómo vamos hasta allí? —preguntó Bill.
—No me lo pregunten, yo tan solo trabajo aquí —tiró tres gruesos volúmenes sobre el mostrador, cada uno de ellos de unos treinta centímetros cuadrados y casi del mismo grosor, con una cadena soldada al lomo—. Busquen su propio camino, aquí tienen su plano. Pero tendrán que firmarme un recibo. El perderlo es una ofensa merecedora de corte marcial y castigada con…
El oficinista se dio repentinamente cuenta de que estaba solo en la habitación con los tres veteranos, y mientras se ponía mortalmente pálido extendió la mano hacia un botón rojo. Pero antes de que su dedo pudiera tocarlo, el brazo metálico del artillero, escupiendo chispas y humeando, lo clavó contra el mostrador. El sargento se inclinó hasta que su rostro estuvo a un centímetro del oficinista, y luego habló con una voz baja y fría que rizaba la sangre.
—Nunca encontraremos nuestro propio camino. Usted lo encontrará por nosotros. Nos proveerá de un Guía.
—Los Guías son tan solo para los oficiales —protestó débilmente el oficinista, y luego exhaló todo el aire de sus pulmones cuando un dedo duro como el acero se le clavó en el estómago.
—Trátenos como a oficiales —espetó el sargento—. No nos molesta.
Castañeándole los dientes, el oficinista ordenó un Guía, y se abrió una pequeña puertecilla metálica en la pared más lejana. El Guía tenía un cuerpo metálico tubular que corría sobre seis ruedas neumáticas, con una cabeza construida para que pareciese un perro de caza y una vibrante cola metálica.
—Chucho, aquí —ordenó el sargento, y el Guía corrió hacia él y sacó una lengua de plástico roja y con un débil chirrido de engranajes comenzó a emitir el sonido de un jadeo metálico. El sargento tomó el trozo de cinta grabada y rápidamente marcó el código 1457—D K—. 823—. 492 Flm—.4 62 en los botones que decoraban la cabeza del Guía. Se oyeron dos alegres ladridos, desapareció la lengua roja, vibró la cola, y el Guía rodó por el corredor. Los veteranos lo siguieron
Les llevó una hora, por tobogán, escalera mecánica, as. censor, neumocar, mula, monorraíl, acera rodante y barra deslizante, el alcanzar la habitación 62. Mientras estaban sentados en el tobogán, habían asegurado las cadenas de sus planos a sus cinturones, pues hasta Bill empezaba a darse cuenta del valor de una guía en esta ciudad del tamaño de un mundo. En la puerta de la habitación 62, el Guía aulló tres veces, y luego rodó alejándose antes de que pudieran atraparlo.
—Debíamos habernos dado mejor maña —dijo el sargento—. Esas cosas valen su peso en diamantes.
Abrió una puerta, para descubrir a un tipo obeso sentado frente a un escritorio y gritándole a un visiofono:
—¡No me importa un pimiento cual sea su excusa, tengo excusas a millares! Todo lo que sé es que tengo un programa y las cámaras están dispuestas a rodar, y ¿dónde están los actores? Se lo pregunto, ¿y qué es lo que me contesta? —los miró, y comenzó a chillar—. ¡Fuera! ¡Fuera! ¡¿No pueden ver que estoy ocupado?!
El sargento se adelantó y lanzó el visiofono contra el suelo, y luego lo pateó hasta reducirlo a humeantes restos.
—Tienes una forma muy directa de conseguir que te atiendan —le dijo Bill.
—Dos años de combate le hacen a uno ser muy directo en todo —dijo el sargento, rechinando los dientes en una forma molesta y ruidosa. Luego—. Aquí estamos, Ratt. ¿Qué es lo que hacemos?
El productor Ratt se hizo camino a puntapiés por entre los restos, y abrió una puerta situada tras el escritorio.
—¡A sus puestos! ¡Luces! —gritó.
Y hubo un inmenso correteo y una repentina luz deslumbrante. Los veteranos que iban a ser honrados lo siguieron a través de la puerta hasta un inmenso estudio que resonaba con un caos organizado. Cámaras sobre plataformas motorizadas rodaban alrededor del plató, en el que decorados y utilería simulaban el extremo de una sala real del trono. Las ventanas de celosías brillaban por una imaginaria luz solar, y un rayo de sol dorado de un reflector iluminaba el trono. Guiados por las instrucciones gritadas del director, una manada de nobles y de funcionarios de alto rango tomaron posiciones frente al trono.
—¡Los ha llamado desgraciados! —se atraganto Bill. —¡Lo fusilarán!
—Mira que eres estúpido. Esos son actores. ¿Crees acaso que pueden conseguir nobles para algo como eso? —dijo el artillero, desenrollando un cable de su pierna derecha y enchufándolo para recargar sus baterías.
—Tan solo tenemos tiempo para ensayar esto una vez antes de que llegue el Emperador, así que nada de errores. —El director Ratt subió los peldaños y se arrellanó en el trono —Haré el papel del Emp. Vosotros, los principales, tenéis los papeles más fáciles, y no quiero que la pifiéis. No tenemos tiempo para repeticiones. Os pondréis ahí, en línea, y cuando diga «se rueda» os ponéis firmes, como os han enseñado, a menos que los contribuyentes hayan estado malgastando su dinero. Usted, el tipo de la izquierda metido en una pajarera, apague los motores, está estropeando la banda sonora. Si hace rechinar las marchas otra vez más, le arrancaré todos los fusibles. Afirmativo. Estén firmes hasta que digan sus nombres, den un paso al frente y saluden. El Emperador les clavará la medalla; saluden, pónganse firmes otra vez y den un paso atrás. ¿Me entienden, o es demasiado complicado para sus pequeñas mentes indoctrinadas?
—¡Váyase a reventar por ahí! —rugió el sargento.
—Muy listo. De acuerdo… ¡Hagamos un intento!
Ensayaron la ceremonia dos veces antes de que se oyera un tremendo resoplar de cornetas y seis generales con pistolas de rayos mortíferos firmemente empuñadas corrieran a paso ligero hasta el plató y se detuvieran de espaldas al trono. Todos los extras, cámaras y técnicos y hasta el director Ratt, hicieron una profunda reverencia mientras los veteranos se ponían firmes. El Emperador entró, subió los peldaños y se desplomó en el trono.