Esta vez no permitió que se le distrajese. Comiendo tan solo barras de caramelo y sorbiendo bebidas carbónicas de las máquinas tragaperras que encontró en su camino, evitó los peligros y distracciones de los restaurantes; manteniéndose despierto, logró no perderse ninguna conexión. Con ojeras y los dientes podridos, se tambaleó saliendo de un pozo gravitatorio y, con el corazón palpitante, vio por fin un signo iluminado, y oloroso, en forma de colores, que decía: JARDINES COLGANTES. Había un torniquete de entrada y una taquilla.
—Uno, por favor.
—Serán diez pavos Imperiales.
—¿No es un tanto caro? —dijo Bill en tono de reproche, sacando los billetes uno a uno de su delgado montón.
—Si es pobre, no venga a Helior.
El robot cajero tenía grabadas todo tipo de respuestas cortantes. Bill lo ignoró y se introdujo en los jardines. Eran todo lo que siempre había soñado y más. Mientras caminaba a lo largo del sendero de ceniza gris por el interior de la pared exterior, podía ver los arbustos verdes y la hierba justo al otro lado de la reja de titanio. A no más de cien metros de distancia, al otro lado de la hierba, flotaban las más exóticas plantas y flores de todos los mundos del Imperio. ¡Y allí, diminutas en la distancia, estaban las Fuentes del Arco Iris, casi invisibles al ojo desnudo! Bill introdujo una moneda en uno de los telescopios y observó cómo sus colores brillaban y desaparecían casi tan bien como si los estuviera viendo en la televisión. Siguió circulando por el interior de la pared, bañado por la luz del sol artificial situado en la parte superior del gigantesco domo.
Pero hasta los espirituales placeres de los jardines se desvanecían frente a la omnipresente fatiga que lo asía con manos de hierro. Había unos bancos de acero y se desplomó en uno para descansar un momento, y luego cerró los ojos para reposar la vista. Le cayó la cabeza hacia adelante, y antes de que se pudiera dar cuenta ya estaba totalmente dormido. Otros visitantes pasaron a lo largo de las cenizas sin molestarle, y tampoco se enteró cuando uno de ellos se sentó en el extremo más alejado del banco.
Como Bill nunca vio al hombre, no hay necesidad de describirlo. Baste decir que tenía una tez cetrina, una nariz enrojecida y rota, ojos ferales que miraban por debajo de un siniestro entrecejo, caderas amplias y hombros estrechos, pies desiguales, delgado, huesudo, los dedos sucios, y con un tic.
Largos segundos de eternidad tictaquearon mientras el hombre permaneció allí sentado. Luego, durante unos momentos, no se vio a ningún otro visitante. Con un rápido movimiento serpentina, el recién llegado sacó un soplete atómico de bolsillo. La diminuta pero increíblemente caliente llama suspiró con brevedad, mientras lo apretaba contra la cadena que aseguraba el plano de Bill a su cinturón, justamente en el punto en que esta descansaba sobre el banco de metal. En un instante, el metal de la cadena estaba soldado al del banco. Bill seguía durmiendo.
Una sonrisa de lobo parpadeó en el rostro del hombre como los repugnantes anillos formados en el agua de una cloaca por una rata zambulléndose. Entonces, con un único y rápido movimiento, la llama atómica cortó la cadena cerca del volumen. Volviéndose a guardar el soplete de bolsillo, el ladrón se alzó, tomó el plano de Bill de su regazo, y desapareció rápidamente.
Al principio, Bill no se dio cuenta de la magnitud de su pérdida. Emergió lentamente de su sueño, con la cabeza espesa y la sensación de que algo iba mal. Tan solo después de repetidos tirones se dio cuenta de que la cadena estaba soldada al asiento y de que el libro había desaparecido. La cadena no podía ser arrancada, y al final tuvo que soltársela del cinturón y dejarla colgando. Regresando hasta la entrada, llamó en la ventanilla de la taquilla.
—No se devuelve el dinero —dijo el robot.
—Deseo denunciar un crimen.
—La policía se encarga de los crímenes. Usted quiere hablar con la policía por teléfono. Aquí hay un teléfono. El número es 111-1-11. —Se abrió una portezuela y salió despedido un teléfono que le dio a Bill en el pecho, echándolo hacia atrás. Marcó el número.
—Policía —dijo una voz, y un sargento con cara de bulldog, vistiendo un uniforme azul prusia y un rictus, apareció en la pantalla.
—Deseo denunciar un robo.
—¿Grave o leve?
—No lo sé. Me han robado mi Plano.
—Leve. Vaya a la estación de policía más cercana. Este es el circuito de emergencia y lo está ocupando ilegalmente. La pena por ocupar ilegalmente un circuito de emergencia es… —Bill apretó con fuerza el botón y la pantalla se oscureció. Se volvió al cajero robot.
—No se devuelve el dinero —dijo este. Bill dio un bufido de impaciencia.
—Cállate. Todo lo que quiero saber es dónde está la estación de policía más cercana.
—Soy un robot cajero y no de información. No tengo ese dato en mi memoria. Le sugiero que consulte su plano.
—¡Pero si me han robado mi plano!
—Le sugiero que hable con la policía.
—Pero… —Bill se puso rojo y pateó irritado la taquilla.
—No se devuelve el dinero —dijo una voz desde su interior, mientras se alejaba.
—Traguitos, traguitos para que se ponga mona —dijo un robot-bar, acercándose y susurrándole al oído. Luego emitió el sonido de cubos de hielo sonando en un vaso helado.
—Es una estupenda idea. Una cerveza. Grande. —Metió unas monedas en la ranura, y agarró la jarra que cayó por el dispensador, evitando apenas que cayese al suelo. Lo refrescó y lo restauró, y le calmó la irritación. Contempló el letrero que decía: «AL PALACIO ENJOYADO»—. Iré al Palacio. Le daré una mirada, y buscaré a alguien allí que pueda guiarme hasta una estación de policía. ¡Ay!
El robot-bar le había arrancado la jarra de la mano, casi llevándosela el dedo índice en el proceso, y con una impecable precisión robótica la había arrojado a la abierta boca de una rampa de desperdicios, situada a diez metros de distancia, que salía de una pared.
El Palacio Enjoyado parecía ser casi tan accesible como los Jardines Colgantes, y decidió dar cuenta del robo antes de pagar la entrada al recinto verjado que circundaba a una respetable distancia el palacio. Cerca de la entrada había un policía, sacando tripa y haciendo girar su porra, que debía saber dónde se hallaba la estación de policía.
—¿Dónde está la estación de policía? —preguntó Bill.
—No soy ninguna central de información… Use su Plano.
—Pero —dijo a través de apretados dientes—. no puedo. Me han robado el plano, y es por eso por lo que deseo… ¡Auggh!
Bill había dicho ¡auggh! porque el policía, con un movimiento bien aprendido, le había clavado la porra en el sobaco y acorralado con ella contra un rincón.
—Yo fui soldado antes de lograr pagar mi licencia —dijo el policía.
—Apreciaría mejor sus reminiscencias si me sacara la porra del sobaco —gimió Bill, y luego suspiró agradecido cuando esta desapareció.
—Como fui soldado, no me gustaría ver a un compañero poseedor del Dardo Púrpura con la Nebulosa del Saco de Carbón meterse en líos. Por otra parte, soy un policía honesto y no acepto sobornos, pero si un compañero me prestase veinticinco pavos hasta el día de cobro, le estaría muy agradecido.
Bill había nacido estúpido, pero estaba aprendiendo. El dinero apareció y se desvaneció rápidamente, y el policía se relajó, golpeando con la punta de su porra sus amarillentos dientes.
—Muchacho, déjame que te diga algo antes de hablarte oficialmente en virtud de mi cargo, ya que ahora hemos estado hablando de compañero a compañero. Hay un montón de formas en que meterse en líos aquí en Helior, pero la más fácil es perder el Plano. En Helior eso se paga con la horca. Sé de un chico que fue a la estación para informar que alguien le robó el Plano y lo espesaron antes de que hubieran transcurrido diez segundos, tal vez cinco. Y ahora, ¿qué es lo que querías decirme?
—¿Tiene lumbre?
—No fumo.
—Entonces, adiós.
—Tómatelo con calma, muchacho.
Bill dobló una esquina y se aplastó contra la pared, respirando profundamente. ¿Y ahora qué? Apenas si podía hallar su camino por aquellos lugares con el plano… ¿cómo iba a hacerlo sin él? Tenía un peso en su interior que trataba de ignorar. Apartó su sensación de terror y trató de pensar, pero pensar la causaba dolor de cabeza. Parecía que hacía años desde su última buena comida, y al pensar en la comida comenzó a segregar saliva a tal velocidad que casi se ahogó. Comida, eso era lo que necesitaba, comida para poder pensar, tenía que relajarse sobre un jugoso filete, y cuando el hombrecillo interior estuviera satisfecho podría pensar claramente y hallar una forma en que salir de este lío. Tenía que haber una forma de hacerlo. Le quedaba casi un día completo antes de tener que regresar al cuartel, y eso era bastante. Dando la vuelta a una esquina, penetró en un alto túnel deslumbrante de luz, y la más brillante de las luces era un signo que decía: «EL TRAJE ESPACIAL DORADO».
—El Traje Espacial Dorado —dijo Bill—. Eso es lo que necesito. Menudo restaurante, famoso en toda la galaxia por los incontables programas de televisión en los que ha aparecido. He ahí la forma en que volver a recuperar mi antigua moral. Será caro, pero qué infiernos…
Apretándose el cinturón y arreglándose el cuello, subió por las amplias escalinatas doradas y atravesó la imitación de compuerta espacial. El maitre le hizo una seña y le sonrió, la suave música le acarició en el camino, y el suelo se abrió bajo sus pies. Arañando inerme las lisas paredes, cayó por un dorado tubo que se inclinaba gradualmente, hasta que, cuando emergió de él, cruzó el aire y cayó, de bruces, en un polvoriento callejón metálico. Frente a él, pintado en la pared con letras de medio metro de alto, se leía el imperativo mensaje: «LÁRGATE, DESGRACIADO». Se alzó y se quitó el polvo, y un robot se le aproximó y le murmuró al oído con la voz de una joven y bella muchacha:
—Apuesto a que estás hambriento, cariño. ¿Por qué no pruebas la pizza con curry al estilo neoindio de Giuseppe Sing? Estás tan solo a unos pasos de su establecimiento, tienes la dirección en la parte de atrás de la tarjeta.
El robot sacó una tarjeta de una ranura en su pecho y la colocó cuidadosamente en la boca de Bill. Era un robot barato y mal ajustado.
Bill escupió la pastosa tarjeta y la limpió en su pañuelo.
—¿Qué pasó? —preguntó.
—Apuesto a que estás hambriento, cariño… grrr-ark —el robot cambió de grabación al oír las palabras de Bill—. Has sido expulsado de El Traje Espacial Dorado, famoso en toda la galaxia por los incontables programas de televisión en los que ha aparecido, porque eres un desgraciado sin dinero. Cuando entraste en el establecimiento te miraron con rayos X y computaron automáticamente el contenido de tus bolsillos. Como este contenido era obviamente inferior a la consumición mínima de entrada, una bebida e impuestos, te expulsaron. Pero aún estás hambriento, ¿no, cariño? —el robot lo miró de reojo y su almibarada y sexy voz surgió por entre las rendijas de su altavoz bucal—. Ven a Sing, en donde la comida es buena y barata. Prueba la fabulosa lasaña de Sing con dahl y salsa de lima.
Bill fue allí, no porque desease nada de esa repugnante concocción italobombayesa, sino porque en la parte trasera de la tarjeta había un mapa de instrucciones. Notaba una sensación de seguridad al saber de nuevo cómo ir de algún punto a otro, siguiendo las direcciones, bajando por aquella escalera, cayendo por aquel tubo gravitatorio, agarrándose como podía a las anillas deslizantes. Tras un último giro, su nariz fue tomada al asalto por una oleada de aroma de grasa rancia, ajo pasado y carne chamuscada, y supo que ya había llegado.
La comida era increíblemente cara, y mucho peor de lo que jamás podría haber imaginado que fuera, pero calmó el doloroso rugir de su estómago, por atontamiento ya que no por placentera saciación. Con una uña trató de desprender horribles trozos de ternilla de entre sus dientes, mientras miraba al hombre sentado frente a él en la mesa, que estaba quejándose en voz baja mientras se obligaba a tragar cucharadas de algo inmencionable. Su compañero de mesa estaba vestido con brillantes ropas festivas, y parecía ser un tipo gordo, amable y amistoso.
—Hey… —dijo Bill, sonriendo.
—Cáete muerto —gruñó el hombre.
—Todo lo que dije fue hey. —Petulantemente.
—Ya es bastante. Todos los que se han molestado en hablarme en las dieciséis horas que he pasado en este llamado planeta de placer, me han timado o estafado o robado mi dinero en una forma u otra. Estoy casi arruinado, y aún me quedan seis días de mi vacación. Ver Helior y Vivir.
—Tan solo quería preguntarle si podría darle una ojeada a su plano mientras está comiendo.
—Ya te he dicho que todo el mundo quiere timarme. Cáete muerto.
—Por favor.
—De acuerdo… Por veinticinco pavos, en contante y por anticipado. Y tan solo mientras esté comiendo.
—¡Vale! —Bill puso el dinero sobre la mesa de un golpe, se zambulló bajo la mesa y, sentado con las piernas cruzadas, comenzó a ojear furiosamente el volumen, apuntando las instrucciones de viaje tan aprisa como podía encontrar su camino. Sobre él, el gordo continuaba comiendo y gruñendo, y cuando tomaba un bocado particularmente malo, la sacudida tiraba de la cadena y hacía perder el punto a Bill. Este ya había casi logrado marcar una ruta hasta medio camino del refugio en el Cuartel de Tránsito para Tropa antes de que el hombre tirase del libro y se marchase.
Cuando Ulises regresó de su terrorífico viaje, se guardó mucho de dañar los oídos de Penélope con los increíbles detalles de su viaje. Cuando Ricardo Corazón de León, finalmente liberado de su calabozo, volvió a casa tras los años repletos de peligros de las Cruzadas, no asaltó la sensibilidad de la reina Berengaria con anécdotas horripilantes, simplemente la saludó y le abrió el cinturón de castidad. Ni yo tampoco, gentil lector, profanaré tu escucha con los peligros y desesperaciones de los periplos de Bill, pues están fuera de todo lo imaginable. Baste decir que lo logró: llegó al C.T.T.
A través de enrojecidos ojos, contempló parpadeante el cartel CUARTEL DE TRÁNSITO PARA TROPA, y luego tuvo que apoyarse contra la pared, pues la alegría lo dejaba sin fuerzas. ¡Lo había logrado! Tan solo había sobrepasado en ocho días su permiso, y esto no podía importar mucho. Pronto se hallaría de nuevo entre los amistosos brazos de los soldados, apartado de los kilómetros sin fin de corredores metálicos, las multitudes continuamente apresuradas, los toboganes, corredizos resbalantes, tubos gravitatorios, elevadores, subidas de succión y demás. Podría emborracharse con sus compañeros y dejar que el alcohol disolviese las memorias de sus terribles viajes, tratando de olvidar el horror sin fin de aquellos días errabundos, sin comida ni agua, ni el sonido de una voz humana, tambaleándose sin fin a través de las profundidades estigias de los Niveles del Papel Carbón. Todo esto había pasado. Se sacó el polvo de su arrugado uniforme, dándose vergonzosa cuenta de los descosidos, arrugas y botones que le faltaban. Si podía meterse en el cuartel sin ser detenido, se cambiaría de uniforme antes de presentarse al oficial de guardia.