—Continúe… —dijo con una voz aburrida, y eructó tras su mano.
—¡Se rueda! —aulló con todos sus pulmones el director, y se tambaleó fuera del radio de acción de las cámaras.
La música se alzó en una tremenda oleada, y comenzó la ceremonia. Mientras el Ministro de Condecoraciones y Protocolo leía la naturaleza de las heroicas acciones que los nobles héroes habían realizado para merecer la más noble de todas las medallas: el Dardo Púrpura con la Nebulosa del Saco de Carbón, el Emperador se alzó del trono y caminó mayestáticamente hacia adelante. El sargento de infantería era el primero, y Bill lo contempló con el rabillo del ojo mientras el Emperador tomaba una medalla de platino adornada con oro, plata y rubíes, de una caja que le ofrecían, y la clavaba en el pecho del hombre. Entonces el sargento dio un paso atrás hacia su posición, y fue el tumo de Bill. Como desde una inmensa distancia, oyó pronunciar su nombre con ruidosas tonalidades de trueno, y se adelantó con cada gramo de precisión que se le había enseñado en el Campo León Trotsky. ¡Allí, frente a él, se hallaba el hombre más amado de la galaxia! La larga e hinchada nariz que adornaba un billón de billetes de banco estaba apuntada hacia él. La prominente mandíbula y los salidos dientes que llenaban un billón de pantallas de televisión estaban pronunciando su nombre. ¡Uno de los imperiales ojos estrábicos le estaba mirando a él! La pasión saltó en las entrañas de Bill como grandes olas rompiéndose contra los acantilados. Hizo el mejor de sus saludos.
En realidad hizo el mejor de los saludos posibles, ya que no había mucha gente con dos brazos derechos. Ambos brazos giraron en precisos círculos, ambos codos se doblaron en perfectos ángulos, ambas palmas quedaron vibrando netamente junto a ambas cejas. Estaba bien hecho, y tomó al Emperador por sorpresa, y por un vibrante momento logró apuntar ambos ojos hacia Bill, antes de que volvieran a separarse de nuevo al azar. El Emperador, todavía algo confuso por el poco usual saludo, tomó la medalla y clavó la aguja a través de la túnica de Bill, perforando netamente su estremecida carne.
Bill no sintió ningún dolor, pero el repentino pinchazo descargó la creciente emoción que había estado corriendo por él. Abandonando el saludo, cayó de rodillas en el buen viejo estilo de los siervos campesinos tal y cómo se veía en la televisión histórica, que de hecho era de donde su servil subconsciente había sacado la idea, y tomó la enfermiza y deformada mano del Emperador.
—¡Padre nuestro! —exultó Bill, besando la mano.
Con ojos de odio, la guardia personal de generales saltó hacia adelante, y la muerte batió sus negras alas sobre Bill; pero el Emperador sonrió y separó gentilmente su mano, limpiando la saliva en la túnica de Bill. Un signo casual de su dedo devolvió a la guardia a su posición, y se movió hacia el artillero, le clavó la medalla que quedaba y se echó hacia atrás.
—¡Corten! —gritó el director Ratt —Procesen esto, es un hallazgo con ese imbécil campesino lloriqueando.
Cuando Bill se puso en pie, vio que el Emperador no había regresado al trono, sino que se hallaba entre la multitud de actores. La guardia personal había desaparecido. Bill parpadeó, asombrado, cuando un hombre le arrebató la corona de la cabeza, la metió en una caja y se marchó con ella.
—Tengo el freno atascado —dijo el artillero, saludando aún con un vibrante brazo—. Bájame esta maldita cosa, por favor. Nunca funciona bien por encima del nivel del hombro.
—Pero… el Emperador… —dijo Bill, tirando del brazo atascado hasta que los frenos chirriaron y se soltaron.
—Un actor… ¿Qué otra cosa te imaginabas? ¿Creías que iban a hacer que el verdadero Emperador les diese medallas a los soldados? Apuesto a que solo se las da a los mariscales. Pero hacen ver como si lo fuera de verdad, y así algún estúpido, como tú, se emociona. Estuviste magnífico.
—Aquí tienen —dijo un hombre, entregándoles copias de metal estampado de las medallas que llevaban y arrebatándoles los originales.
—¡A sus puestos! —la amplificada voz del director retumbó—. Tenemos tan solo diez minutos para ensayar lo de la Emperatriz besando a los sextillizos aldebarianos para el Programa de la Fertilidad. Traed a esos niños de plástico aquí, y echad a esos malditos espectadores.
Se empujó a los héroes al corredor, y la puerta se cerró tras ellos con un seco golpe.
—Estoy cansado —dijo el artillero y además me duele la quemadura.
Había tenido un cortocircuito durante una acción en la Vieja Taberna de los Soldados, prendiéndose fuego.
—Venga, vamos —insistió Bill—. Tenemos pases por tres días antes de que salga nuestra nave, y estamos en Helior, el Planeta Imperial. Hay maravillas que ver: los Jardines Colgantes, las Fuentes del Arco Iris, los Palacios Enjoyados. No puedes perdértelo.
—Ya verás si no. Tan pronto como haya recuperado algo del sueño que llevo atrasado, regresaré a la Vieja Taberna. Si tienes tanta necesidad de llevar a alguien de la mano mientras haces el turista, coge al sargento.
—aún está borracho.
El sargento de infantería era un bebedor solitario que no creía en los ritos sociales. Ni tampoco se preocupaba por las disoluciones o por gastar dinero en bellos envoltorios. Había gastado todo su dinero en sobornar a un enfermero, y había obtenido dos bidones de alcohol puro de noventa y nueve grados, un barril de glucosa y una solución salina, una aguja hipodérmico y un trozo de tubo de goma. La mezcla de todo ello en los bidones había sido colocada sobre una repisa encima de su litera, con el tubo conectado a la aguja y ésta clavada en una inyección intravenosa. Ahora estaba quieto, bien alimentado y completa y absolutamente borracho todo el tiempo, y, si no le cortaban el fluido, podría permanecer borracho durante dos años y medio.
Bill dio un retoque al brillo de sus botas y cerró el cepillo en su taquilla con el resto de sus cosas. Tal vez regresase tarde: era fácil perderse aquí en Helior sin un Guía. Les había llevado casi todo un día el encontrar el camino desde el estudio hasta su alojamiento, aun cuando llevaban al sargento, un hombre experto en mapas, dirigiéndoles. Mientras permanecían cerca de su propia área, no había problema; pero Bill ya estaba harto de los placeres previstos para los guerreros. Quería ver Helior, el verdadero Helior, la primera ciudad de la galaxia. Si nadie quería ir con él, iría solo.
A pesar del Plano, era realmente difícil el decir exactamente a qué distancia estaba cualquier cosa en Helior, ya que los planos eran todos diagramáticos y no tenían escala. Pero el viaje que planeaba parecía ser largo, ya que uno de los trozos más largos en que tendría que tomar un medio de transporte: un coche magnético evacuado túnelinear, atravesaba al menos ochenta y cuatro submapas. ¡Su destino podía muy bien hallarse en el otro lado del planeta! ¡Una ciudad tan grande cómo un planeta! ¡El concepto era casi demasiado amplio como para poderlo abarcar! De hecho, cuando pensó en ello, el concepto le resultó demasiado amplio como para abarcarlo.
Los bocadillos que había comprado en el automático del cuartel se le acabaron antes de llegar a medio camino, y su estómago, ajustándose ansiosamente a la comida sólida de nuevo, rugió protestas hasta que abandonó el tobogán en el Área 9266—L, Nivel algo u otro, o dondequiera diablos que se hallase, y buscó una cantina. Evidentemente estaba en un Área de mecanografiado, porque las multitudes estaban compuestas casi totalmente por mujeres de hombros redondeados y largos dedos. La única cantina que pudo hallar estaba repleta de ellas, y se sentó en medio de la charloteante y chillona multitud, y se obligó a comer un menú compuesto de la única comida que se podía obtener allí: sándwich de queso pasado con pasta de anchoa en pan dulce, puré de patatas con uvas y salsa de cebolla, pasados con té de hierbas servido tibio en tazas del tamaño de un pulgar. No le habría sabido tan mal si el automático no hubiera cubierto inevitablemente todo con salsa de manteca amarga. Ninguna de las chicas pareció fijarse en él, ya que todas estaban bajo suave hipnosis durante las horas de trabajo para disminuir sus porcentajes de error. Trabajó con la comida, sintiéndose cómo un fantasma mientras charlaban y chillaban a su alrededor, con sus dedos, si no los empleaban en comer, golpeando compulsivamente lo que decían en los bordes de las mesas mientras hablaban. Finalmente logró escapar, pero la comida le produjo un efecto deprimente, y fue probablemente por ello por lo que cometió un error, abordando un vehículo equivocado.
Como los mismos número de Nivel y Bloque se repetían en cada AEA, era posible llegar a un Área equivocada y pasar una buena cantidad de tiempo acabando de perderse antes de darse finalmente cuenta del error. Bill lo hizo, y tras el usual astronómico número de cambios y variedades de transporte, abordó un ascensor que terminaba, o así pensó, en los renombrados en toda la galaxia Jardines de Palacio. Todos los demás pasajeros salieron a niveles inferiores, y el roboascensor tomó velocidad mientras se abalanzaba hacia el piso superior. Bill se alzó en el aire mientras frenaba, deteniéndose, y sus oídos restallaron con el cambio de presión, y cuando las puertas se abrieron salió a un viento cargado de nieve. Boqueó incrédulo y, tras él, las puertas se cerraron y el ascensor se desvaneció.
Las puertas se habían abierto directamente a una llanura metálica que constituía el nivel más exterior de la ciudad, ahora oscurecido por los torbellinos de nieve. Bill tanteó buscando el botón para llamar de nuevo al ascensor, cuando una oleada de aire apartó la nieve y un cálido sol cayó sobre él desde un cielo sin nubes. Era imposible.
—Esto es imposible —dijo Bill, con genuina indignación.
—Nada es imposible si yo lo deseo —dijo una voz rasposa por encima del hombro de Bill—. Pues yo soy el Espíritu de la Vida.
Bill resbaló hacia un lado cómo un robocaballo homeostático, llevando sus ojos hasta el pequeño hombre de patillas blancas con nariz respingona y ojos enrojecidos que había aparecido silenciosamente tras él.
—Tiene una pérdida en su tanque de pensamiento —saltó Bill, irritado consigo mismo por ser tan asustadizo.
—Uno tiene que estar loco para seguir en este trabajo —sollozó el hombrecillo, y apartó un carámbano que le colgaba de la nariz—. Medio helado, medio asado, y medio borracho la mitad del tiempo. El Espíritu de la Vida —dijo con voz temblorosa—. Mío es el poder…
—Ahora que lo menciona —las palabras de Bill fueron ahogadas por un súbito torbellino de nieve—. yo también me siento algo borracho. ¡Uau…!
El viento cambió de dirección y se llevó las nubes de nieve que cubrían la vista, y Bill se asombró ante el repentinamente surgido paisaje.
Nieve y charcos de agua constelaban el suelo hasta el mismo horizonte. La capa dorada se había desgastado, y el metal era gris y carcomido bajo ella, recorrido por pequeños arroyuelos de óxido. Hileras de grandes tuberías, cada una de ellas del grosor de la altura de un hombre, se aproximaban hacia él desde más allá del horizonte, terminando en bocas similares a chimeneas. Las chimeneas estaban oscurecidas por torbellinos de vapor y nieve que saltaban por el aire en un rugido apagado, aunque una de las columnas de vapor se desplomó y la nube se dispersó mientras Bill la contemplaba.
—¡Terminaron con la número dieciocho! —gritó ante un micrófono el viejo, asiendo un bloc de notas y corriendo por entre la humedad hacia una herrumbrosa y descuidada acera rodante que gruñía y gemía a lo largo de las cañerías. Bill lo siguió, chillándole al hombre, que lo ignoraba completamente. Mientras la acera, traqueteando y estremeciéndose, se los llevaba, Bill comenzó a preguntarse adónde se dirigían las cañerías, y al cabo de un minuto, cuando se le aclaró lo bastante la cabeza, la curiosidad lo dominó y se tendió para ver qué eran las misteriosas protuberancias que se apreciaban a lo lejos. Lentamente, pudo observar que eran una hilera de gigantescas espacionaves, cada una de las cuales estaba conectada a una de las cañerías. Con inesperada agilidad, el viejo saltó de la acera y corrió hacia la nave situada en el punto dieciocho, en el que las diminutas figuras de los trabajadores, muy en lo alto, estaban desconectando las uniones de la cañería a la nave. El viejo copió los números de un contador colocado en la tubería mientras Bill observaba cómo una grúa giraba llevando el final de un grueso tubo flexible que emergía desde la porción de la superficie en donde se hallaban. Estaba unido a la válvula de la parte superior de la espacionave. Una vibración agitaba el tubo, y de alrededor de la unión con la nave emergían nubecillas de humo negro que flotaban sobre la sucia llanura metálica.
—¿Podría decirme qué infiernos está pasando aquí? —preguntó suplicante Bill.
—¡La vida! ¡La vida imperecedera! —graznó el viejo, surgiendo desde las profundidades de su depresión hasta llegar a las alturas de la alegría maníaca.
—¿Podría ser algo más específico?
—Aquí tenemos un mundo forrado en metal —golpeó con su pie, y se oyó un bump apagado—. ¿Qué es lo que esto significa?
—Significa que el mundo está forrado de metal.
—Correcto. Para ser un soldado, tiene usted una inteligencia bastante notable. Así que uno toma un planeta y lo forra con metal, y consigue un planeta en el que las únicas cosas verdes que crecen son los Jardines Imperiales y un par de macetas de ventana. ¿Qué es lo que pasa entonces?
—Que se muere todo el mundo —dijo Bill, pues después de todo era un muchacho campesino, y se creía todas aquellas estupideces de la fotosíntesis y la clorofila.
—Correcto de nuevo. Usted y yo y el Emperador y un par de billones de otros imbéciles estamos ocupados en transformar todo el oxígeno en bióxido de carbono, y sin plantas que lo transformen de nuevo en oxígeno tan solo sería cuestión de tiempo el que respirásemos hasta matarnos.
—¿Entonces esas naves traen oxígeno líquido?
El viejo afirmó con la cabeza y saltó de nuevo sobre la acera rodante. Bill lo siguió.
—Afirmativo. Lo consiguen gratis en los planetas agrícolas. Después de que lo dejan aquí, son cargadas con el carbón extraído a elevado costo del bióxido de carbono, y se remontan con él hasta los mundos industriales, en donde es usado como combustible, como fertilizante, o para sacar de él innumerables plásticos y otros productos…
Bill descendió de la acera rodante en el ascensor más cercano, mientras el viejo y su voz se desvanecían entre el vapor. Y acurrucándose, con la cabeza martilleándole por la excesiva proporción de oxígeno, comenzó a hojear furiosamente su Plano. Mientras estaba esperando el ascensor, encontró donde estaba mediante el número de código de la puerta, y comenzó a planear un nuevo camino hacia los jardines de Palacio.