Yelmos de hierro

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Authors: Douglas Niles

 

Esta trilogía está ambientada en el exótico continente de Maztica, uno de los rincones más recónditos de los Reinos Olvidados. Allí, Erixitl, una esclava, descubre que los dioses la han elegido para cambiar del destino de su mundo. Al mismo tiempo, desde la Costa de la Espada zarpa una expedición que quiere alcanzar las tierras de Kara-Tur, situadas al este de los Reinos. Los exploradores parten hacia poniente, sin saber que en su camino encontrarán un nuevo continente, Maztica, donde el salvajismo más primitivo convive con una gran cultura. Erixitl, con el expedicionario Halloran, intenta huir de la terrible guerra que se desata entre los nativos de Maztica y los recién llegados desde Oriente. Y los mismos dioses de los Reinos Olvidados acuden a Maztica para dirimir su eterna lucha por la supremacía.

Douglas Niles

Yelmos de hierro

Trilogía maztica

ePUB v1.0

Garland
04.02.11

Para Kavita:

escribir para ti es un placer

y una inspiración

Prólogo

Estas páginas inician la
Crónica del Ocaso
, escrita por Coton, el abuelo patriarca del dios dorado, Qotal.

Mis trabajos, como siempre, están dedicados a la mayor gloria de Qotal, el Plumífero, antepasado iridiscente de los dioses.

El Tiempo del Ocaso nos llegó, casi inadvertido para los señores de Maztica. A los nobles y guerreros de la gran ciudad de Nexal nada les interesaba excepto la conquista y la batalla, la obtención de tributos y prisioneros por la sumisión de los estados vecinos.

Los sacerdotes de los dioses jóvenes no podían ver más allá de la necesidad de nuevos sacrificios para saciar a sus amos sedientos de sangre. Tezca Rojo, dios del sol, exigía su ración diaria de sangre para elevar su flamígero ser hacia los cielos, durante el alba. Calor Azul, dios de la lluvia, reclamaba la vida de los niños a cambio de la humedad vital de su cuerpo.

Ninguno codiciaba tanto la sangre como Zaltec, deidad patrona de los nexalas. Su señal roja marcaba el pecho de sus más leales servidores, y largas columnas ascendían a las pirámides dispuestas a ofrecer sus corazones, en sacrificios voluntarios o involuntarios. ¡Tal era la gloria de Zaltec!

Ningún dios del Mundo Verdadero es tan misterioso, tan artero como el sanguinario Zaltec. ¡Zaltec, el gran dios de la guerra! Las guerras eran vastas ceremonias, peleadas en honor y gloria de Zaltec. Los ejércitos de Nexal marcharon a conquistar Pezelac, para conseguir cautivos. Lucharon contra las fuerzas de la feroz Kultaka, y los dos bandos obtuvieron gran número de prisioneros para los altares de Zaltec.

En Nexal, guerreros, sacerdotes, señores, hechiceros, luchaban todos en beneficio propio, complacientes en la eternidad de Maztica, el Mundo Verdadero. Competían, conseguían victorias y sufrían derrotas, ¡todo por sus patéticas metas! ¡Todos están ciegos! ¡Todos están locos!

Sólo yo, Coton, veo cómo cambia el Mundo Verdadero. Veo el comienzo de su declinación, el Tiempo del Ocaso predicho tiempo ha por nosotros, los fieles sacerdotes de Qotal. Los otros sacerdotes sólo hablan de nuevos sacrificios, pirámides más grandes, templos más brillantes. ¡Veo una época en que todos los templos desaparecerán y las pirámides serán montañas de piedras irreconocibles!

Qotal es el vehículo de mi visión. Sus fieles son pocos, porque la mayor parte de Maztica ha escogido el culto a Zaltec y a su sanguinario retoño. Una vez Qotal rigió como el héroe de nuestros antepasados, querido por el Mundo Verdadero. Fue Qotal quien trajo el maíz al mundo, para que la humanidad siempre tuviese comida. Durante siglos, su cariñosa mirada vigiló a las gentes de Maztica.

Pero ahora Qotal ha sido suplantado por Zaltec, en todo el Mundo Verdadero. La gente sigue al dios de la guerra como ciegos, ignorantes de la paz y la sabiduría ofrecidas por Qotal. Sobre todo aquí, en Nexal, Zaltec, el de la Mano Sangrienta, ha ocupado el lugar de honor otrora reservado al Plumífero.

Estoy obligado al silencio por mi posición. No digo nada a los poderosos de Nexal. En cambio, mi relato se convierte en la
Crónica del Ocaso
. Como es el deseo de mi amo inmortal, el Canciller del Silencio, observo y registro, soy un testigo y no un participante en el desarrollo de la historia.

Los hilos individuales del caos son diversos, y la mayoría me son desconocidos. Mis augurios hablan de un emperador dios, más poderoso que cualquier otro gobernante de la historia de Maztica, y sin embargo débil y lleno de defectos. Pero también mencionan a una niña que vive en feliz inocencia cerca del corazón del Mundo Verdadero, y de un joven en un sitio muy lejano. No sé cómo se entecruzarán estos hilos en el curso del Ocaso. Sólo sé que el paso del tiempo, las incesantes mareas del destino, reunirán estos hilos.

Y, cuando se unan, formarán un nudo de poder insuperable que poseerá la fuerza de un cataclismo.

1
Madejas

No podía decir si era lluvia o sangre lo que le inundaba los ojos, pero no podía ver. La noche cayó sobre él, una noche iluminada con el fuego del infierno. Los estampidos secos de la magia letal sospechó que eran rayos sonaban más allá de la línea de árboles; después resonaron los clarines, y él notó el temblor de la tierra producido por los golpes de grandes cascos.

Se limpió la cara y descubrió que el fango le había tapado los ojos; en unos segundos recuperó la visión. Una gran parte de la ciudad estaba en llamas y unos cuantos árboles se habían incendiado, pero por lo demás la noche era oscura. Por los sonidos, juzgó que la batalla se alejaba.

Miró las hendiduras, en su coraza de acero, y rió sin alegría. Había perdido el casco y a su alrededor yacían los cuerpos de sus hombres; mejor dicho, de sus muchachos. Eran campesinos jóvenes y alegres, convocados a la guerra, y habían sido exterminados por guerreros. La risa amarga se le ahogó en la garganta mientras miraba en otra dirección. Furioso, reprimió las lágrimas que le escocían en los ojos.

Dio un respingo al sentir el toque de una mano delicada y, al girarse, vio el rostro de una elfa. Tenía ante él a una mujer pequeña, arrebujada en un manto oscuro. Su piel era muy pálida, de un blanco lechoso, y parecía latir con el reflejo de las llamas. De pronto una bola enorme de fuego estalló cerca, y él pudo ver sus ojos claros, con las pupilas dilatadas, que lo observaban con una mirada tranquilizadora.

—Capitán, está herido —dijo ella.

—La batalla está perdida —repuso él con un suspiro.

—¡Perdida por los locos al mando! Usted y sus hombres han peleado bien.

—Y muerto bien.

él estaba demasiado cansado como para sentir otra cosa que una vaga amargura. Vio el estandarte —un mascarón carmesí delineado en plata, sobre un campo rojo brillante— pisoteado en el fango, cortado por la espada y teñido casi de negro por la sangre de los jóvenes soldados que lo habían seguido.

El ruido de caballos sonó muy cerca; los jinetes de cascos negros buscaban a los enemigos rezagados. La mujer pálida levantó una mano y dijo algo muy extraño; el barro levantado por los cascos salpicó a la pareja, pero los caballeros no advirtieron la presencia de los dos supervivientes. En cambio, se detuvieron un poco más allá, con la mirada dirigida a los incendios, buscando la silueta de sus blancos recortada en la luz.

El hombre notó la suave protección de la magia, la invisibilidad creada por la mujer, que los arropaba. Un minuto más tarde, los jinetes desaparecieron al galope; después se escucharon los gritos de los hombres alcanzados por las lanzas, las mazas o los cascos.

—El rojo no es un buen color para los estandartes —dijo él con aire ausente, la mirada puesta en las manchas de sangre de la tela desgarrada—. Tendrá que ser otro.

La mujer sujetó el brazo del hombre y lo alejó del lugar, aunque no parecía muy claro el rumbo a seguir. Se encontraban en pleno campo de batalla; el fuego, el humo y el clamor de los combates los rodeaban hasta donde alcanzaban a ver y oír.

—El desastre —dijo él—. Se ha acabado la alianza. La guerra está perdida.

—Pero usted, capitán Cordell, vivirá para luchar de nuevo. Y yo lucharé a su lado.

él asintió sin hacerle mucho caso. ¿Cómo sabía su nombre? La pregunta no tenía importancia; en cambio, el tono de confianza en su aseveración concitó su atención y acuerdo.

La riada de sombras que huían en todas direcciones, perseguidas por los jinetes sedientos de sangre, iba en aumento.

Sin embargo, los caballeros pasaban junto a las dos figuras sin verlas. En una ocasión, una bestia enorme de una altura que doblaba a la de un hombre, olisqueó algo extraño y se volvió hacia ellos. El troll mostró sus terribles colmillos y avanzó.

La mujer levantó una mano y apuntó, mientras emitía un sonido agudo. Un diminuto globo de fuego brotó de la yema de su dedo y voló hacia el troll. El monstruo parpadeó en un gesto estúpido, y entonces estalló la bola de fuego, que lo encerró en una esfera incandescente. Soltó un aullido lastimero y cayó al suelo para retorcerse en las garras de la muerte; sin perder un segundo, la mujer arrastró una vez más al capitán herido.

—Oro —exclamó él, deteniéndose. Ya habían dejado la batalla a sus espaldas.

—¿Qué? —Ella también se detuvo y lo miró. La capucha había caído sobre los hombros, y él pudo ver los cabellos blancos y su piel pálida, casi sin sangre. La punta de una oreja asomaba entre sus cabellos y la reconoció como la señal característica de los elfos. No le sorprendió.

—Oro —explicó él—. éste será el color de mi estandarte. Oro.

Erixitl trotó por el empinado sendero, sin preocuparse mucho del profundo abismo que había a su izquierda, ni de la ladera poblada de arbustos a su derecha. En cambio, la mirada de sus grandes ojos castaños se mantuvo fija en el camino sinuoso. Su larga cabellera flotaba en el aire como una nube negra, decorada con plumas rojas y verdes.

A su alrededor había una cadena de colinas cubiertas en su mayor parte con el mismo tipo de vegetación que bordeaba el sendero. De vez en cuando se veían algunas terrazas en la parte más baja de las laderas, que formaban campos angostos y circulares dedicados al cultivo del maíz.

La muchacha de piel cobriza pasó por un recodo estrecho, sin dejar de subir. Ahora sus pies golpeaban el suelo en una cadencia más mesurada, a medida que se hacía sentir el esfuerzo de la ascensión. Pese a ello, su redonda cara brillaba con una alegría secreta y, cuando apareció a la vista una pequeña casa blanca, echó a correr.

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