Authors: Douglas Niles
—Sospecho que la idea de nuestro fraile de que carecen de dioses es errónea —dijo Darién.
—Ya sea que estén guiados por dioses o hechiceros, o ambos, lamentarán su ataque contra mis hombres —juró Cordell.
Después del delta, surgió una cadena de colinas del valle fluvial. Al abrigo de estas colinas, casi como si la tierra extendiera un brazo protector, la Legión Dorada encontró un fondeadero. La costa a lo largo de la bahía era suave y verde, con numerosas aldeas y pequeños templos dispersos entre los campos.
Las barcas nativas mantuvieron una vigilancia constante mientras las carabelas echaban el ancla. Se arriaron las chalupas; algunas fueron hasta la playa, y otras sondaron la bahía. Los informes no tardaron en llegar a la nave capitana. El fondeadero era profundo, y la playa, adecuada para el desembarco de hombres y animales.
El fraile subió a cubierta en el momento en que Cordell daba la orden de acercar los barcos a tierra. El hombre no había dejado de lamentar a viva voz la muerte de su hija, pero ahora su rostro mostraba una expresión muy seria y decidida.
—Helm, en su misericordia, me ha enviado una señal —dijo sin preámbulos en cuanto estuvo junto a Cordell.
—Evidentemente —respondió el comandante, sin comprometerse.
—Necesitas un jefe para los lanceros, dado que Halloran ha desaparecido —afirmó el fraile.
—Sí..., he estudiado el asunto.
Domincus movió la cabeza como si no estuviese de acuerdo con las palabras de Cordell.
—Helm me ha mostrado claramente su deseo de que el capitán Alvarro asuma el mando.
El capitán general intentó reprimir una mueca de disgusto. A menudo, el fraile empleaba las «visiones de Helm» para presionarlo a tomar decisiones con las que no estaba del todo de acuerdo. Desde luego, el comandante debía tomar en cuenta las opiniones y sugerencias de su consejero espiritual, y Domincus se aprovechaba de esto con demasiada frecuencia.
—Yo había pensado en alguien un poco mayor, más fogueado. Alvarro es algunas veces... impetuoso... —Cordell no pudo acabar la frase.
—¡Tiene que ser Alvarro! ¡Lo he visto! —lo interrumpió el fraile, casi a gritos.
Cordell no quería enfrentarse a su viejo camarada en este momento de su duelo, ni podía arriesgarse al mal ejemplo que una discusión pública podía tener en la moral de los legionarios. Tenía a Alvarro por un jinete atrevido y valiente, aunque sin mucho seso. Además, gozaba de ser la mejor espada del cuerpo. Por fin, el general decidió dejar de lado sus objeciones.
—De acuerdo. El capitán Alvarro tendrá el mando de los lanceros.
—Han reunido sus casas voladoras en la laguna —explicó Gultec. Respiraba agitado, porque acababa de volver a Ulatos de una rápida misión de reconocimiento.
—¡Excelente! —afirmó Caxal, radiante. El canciller parecía disfrutar cada vez más con la perspectiva de una batalla contra los invasores, hasta un punto que Gultec consideraba temerario.
»Llevarás a los guerreros hasta la llanura y los esperarás en la playa. Deja que desembarquen antes de atacarlos —le ordenó Caxal.
—Quizá, señor canciller, tendríamos que ocultar parte de nuestras fuerzas entre los árboles del delta —sugirió Gultec—. Recuerdo demasiado bien la capacidad de combate de estos guerreros. Haríamos bien en mantener parte de las tropas en reserva, por si surge la ocasión de un ataque sorpresa.
Caxal le dirigió una mirada torva, cargada de sospechas, y al Caballero Jaguar le hirvió la sangre.
—¿Tienes miedo de estos guerreros, Gultec? —La voz del canciller era suave, con un tono de consideración poco habitual, pero la pregunta representaba un insulto mortal para un comandante de la talla de Gultec.
Una vez más, sintió el impulso de dar media vuelta y dejar plantado al canciller. Sin embargo, consciente del destino de su pueblo y de la importancia histórica del momento, contuvo su ira.
—Yo mismo dirigiré a los soldados en el campo de batalla —afirmó Gultec, tajante—. Haremos frente al invasor en la playa.
El fraile rabiaba en su camarote, mientras la flota se mecía en el fondeadero. Su furia lo había hecho abandonar a su esclava en la costa de los Rostros Gemelos. La intervención de Cordell le había impedido matarla, al señalar que la venganza de Helm debía ir dirigida contra los responsables del crimen, y no cebarse en víctimas inocentes.
Ahora Cordell y Alvarro permanecían en la cubierta superior del
Halcón,
con la mirada puesta en la llanura vecina al delta. La selva había sido reemplazada por los campos verdes de una planta alta y delgada, a la que los isleños llamaban «maíz».
—Sí, capitán general, lo comprendo. ¡Sabré cumplir con mi tarea! —Alvarro sonrió feliz, dejando ver sus dientes como lápidas dispersas en un cementerio. La luz del sol arrancaba destellos de fuego en su cabellera pelirroja—. Si me lo permitís, diré que no lamentaréis vuestra decisión. Aquel joven, Halloran, era demasiado novato para...
—¡Basta! —exclamó Cordell—. Regrese a su barco. ¡Prepárese para desembarcar a los caballos al anochecer!
—¡Sí, señor! —Alvarro no ocultó su deleite mientras se retiraba. Echó una ojeada a la costa, a poco más de un kilómetro de distancia. ¿Era posible que Halloran estuviese aún con vida? Soltó un eructo, y se olvidó del tema.
Darién se unió a Cordell en el momento en que Alvarro abordaba la chalupa amurada al
Halcón.
—Mira la lengua de tierra que nos rodea —dijo el comandante—. ¡Creo que hemos encontrado un fondeadero espléndido! —Los sondeos habían confirmado que había profundidad más que suficiente hasta bien cerca de la costa.
»Mira allá. —El general apuntó hacia tierra—. Aquello que sobresale por encima de los árboles son estructuras levantadas por la mano del hombre.
Desde donde estaban podían ver las pirámides de Ulatos. La vegetación de los islotes del delta ocultaban la ciudad, pero a poco más de un kilómetro hacia el oeste comenzaba una gran planicie de hierba y maíz.
—El fraile no tendrá queja —comentó Darién, con una sonrisa astuta.
—Desde luego que no —respondió Cordell, sin hacerle mucho caso—. ¡Excelente! Podremos desembarcar a toda la legión. Los salvajes recibirán su castigo por haber atacado a la Legión Dorada.
—Que la guerra comience —susurró Darién, tan suavemente que ni siquiera su amante la escuchó.
Spirali descansó en el interior del templo de Qotal. No le parecía extraño haber buscado refugio en un santuario dedicado a un rival de Zaltec; en realidad, no estaba con ánimos para preocuparse por tonterías.
La lucha contra el soldado lo había agotado, si bien sólo había abandonado el duelo debido a la salida del sol. No obstante, dudaba que hubiese podido salir airoso.
Estos invasores eran de una raza muy diferente de los nativos de Maztica. Desde luego, él, como el resto de los Muy Ancianos, conocía la existencia de las tierras al otro lado del mar, regiones que sus habitantes denominaban con nombres tan exóticos como «los Reinos Olvidados» o «la Costa de la Espada».
Durante muchos años, los Muy Ancianos se habían ocupado de la tarea de preparar a Maztica para la llegada de estos extranjeros, prepararla para que Zaltec estuviese bien alimentado y ellos volvieran a recuperar su poder.
Spirali estudió su situación objetivamente, aunque apenas contuvo una maldición al recordar que su flecha no había acertado a la muchacha; la muerte del clérigo corpulento no era consuelo suficiente.
Ahora la terrible luz del sol brillaba en el mundo exterior. Hasta la suave penumbra que se veía en el hueco de la escalera le quemaba los ojos y lo obligaba a apartar la mirada.
No podía hacer otra cosa que esperar la llegada de la noche.
Las velas blancas se habían mantenido a la vista durante varias horas mientras Halloran y Daggrande, guiados por Erixitl, avanzaban a lo largo de la playa, en dirección al oeste. Por fin, la flota los había adelantado siempre con el mismo rumbo y sin acercarse para nada a la costa.
Por fortuna, el terreno era despejado y podían avanzar a buen paso. A lo largo del camino encontraron diversos grupos de pescadores. En cuanto los nativos echaban un vistazo a la coraza de acero y los rubios cabellos de Halloran, o al rostro barbudo e irascible del enano, se apresuraban a buscar refugio en la selva, o a hacerse a la mar en sus canoas.
—Ojalá pudiera echarle mano a uno de sus botes —exclamó Hal, con la mirada puesta en otro trío de pescadores que remaban con desesperación para cruzar las rompientes y alejarse de la playa.
—Quizá podamos conseguir alguno cuando lleguemos al delta —dijo Erix—. Puedo guiarte hasta allí antes de dirigirme a Ulatos.
Horas después, vieron cómo las velas se movían hacia tierra. Halloran se entusiasmó ante la posibilidad de que la flota fondeara, y tener así la oportunidad de reunirse con sus compañeros. Al mismo tiempo, intentó "no pensar en su derrota y en la muerte de Martine. Su Vergüenza le pareció mayor al comprender que había disfrutado de la compañía de Erix, sin dedicar ni un recuerdo a la hija del fraile. «¿Qué clase de hombre Soy?», se reprochó a sí mismo.
—Allá está el delta, donde los barcos van ahora —explicó la muchacha. Kachin le había enseñado muchas cosas de Ulatos, incluida su geografía, con mapas dibujados en el suelo—. Sé que hay muchas canoas de comerciantes, pescadores o recolectores de flores que trabajan entre los cultivos de mangos.
La zona costera era más abierta, y Daggrande se adelantó a la pareja. Halloran vio los grandes campos cultivados con el cereal que habían probado en cada una de las islas.
—Por lo que veo, aquí también tenéis la planta del maíz —comentó mientras pasaban por un campo exuberante, separado de la playa por una hilera de palmeras, y un canal estrecho muy recto.
—¿Qué lugar hay en el mundo que pueda vivir sin maíz? —preguntó Erix, asombrada—. Es el alimento enviado por los dioses, traído por el propio Qotal antes de perder el combate contra su hijo Zaltec y ser expulsado de Maztica.
—Nosotros hemos crecido sin conocer el maíz hasta hace unas pocas semanas —dijo Hal, con una sonrisa—. Es una planta maravillosa, pero sólo conocida en... ¿Maztica? —Pronunció el nombre con dificultad, y la joven soltó una risa tímida.
—Maztica —repitió Erix, para enseñarle la pronunciación correcta—. Significa «el Mundo Verdadero». Pero quizás el mundo es mucho más grande de lo que imaginamos. Dime, ¿de dónde vienes? ¿Hay muchos humanos allí?
La muchacha se había convencido de que los extranjeros eran hombres y no dioses. Hombres complejos e interesantes, pero tan mortales como ella y su gente.
—Es un lugar llamado los Reinos Olvidados, de unas tierras junto a la Costa de la Espada. Mi general es un gran hombre; se llama Cordell, y ha traído su legión hasta aquí a la búsqueda... —No acabó la frase. De pronto su misión, el saqueo del oro de estas gentes y la conquista de sus tierras, le pareció carente de toda justificación.
Todo había sido sencillo mientras los habitantes de estos nuevos territorios habían sido unos salvajes anónimos. El propósito de la legión le había parecido aún más justo cuando los nativos lo habían atacado por sorpresa, y sacrificado a Martine.
Sin embargo, ahora había tenido ocasión de ver también el coraje y la bondad de estas gentes. Ningún legionario había tenido una muerte más honrosa que la de Kachin, al detener la flecha destinada a Erix. Y la joven se había mostrado sabia y serena, ante situaciones que a muchas otras habrían desbordado.
Pensar de esta manera, se recordó a sí mismo bruscamente, era desleal, quizás incluso una traición. Borró esos pensamientos de su mente, y se centró en el brutal asesinato de Martine, en la escalofriante crueldad del sacerdote. Loco o no, había muchos otros dispuestos a aceptar sus órdenes de buen grado; por lo tanto, cabía pensar que no estaba solo en su locura.
Pese a ello, Halloran tenía la seguridad de que estas gentes no eran tan bárbaras e ignorantes como creían el fraile Domincus y tal vez el propio Cordell. éste era un tema complejo, y a él le desagradaban los asuntos complicados. Sin darse cuenta, frunció el entrecejo, para después sonreír al ver aparecer en el rostro de Erix un gesto de preocupación.
—Pensaba en otras cosas —se disculpó.
Vio que se aproximaban a una zona con una vegetación muy espesa que se adentraba muy lejos en el mar. Se podían ver espejos de agua entre los árboles, que Erix llamó manglares.
—Observa cómo se entrelazan sus ramas —dijo la joven—. El manglar crea sus propias islas mientras crece. éste es el delta de Ulatos. Dicen que crecen sin cesar, que las islas ganan terreno al mar cada día que pasa. —¡Tenemos que conseguir una canoa! —exclamó Halloran, asaltado por una súbita ansiedad por volver a la flota.
Ella lo miró sorprendida por su brusca e inesperada solicitud; después, encogió los hombros y continuó la marcha.
Un pequeño muelle marcaba el borde del delta —a Halloran le pareció un pantano—, y allí encontraron varios botes abandonados por los nativos en su huida. Escogieron uno hecho de un solo tronco vaciado a fuego y golpes de formón.
—Aquí debemos separarnos —dijo Erix suavemente, molesta y un poco asustada por el nerviosismo del hombre—. Que tengas un buen viaje hasta tu gran canoa, tu «barco».
Daggrande se instaló en el bote, mientras Halloran se despedía. De pronto, el joven no supo qué decir. La nativa lo inquietaba de una manera como nunca le había ocurrido con Martine. Además, le remordía la conciencia saber que la misión de los legionarios acabaría por convertirlos en enemigos.
—Gracias por todo lo que has hecho por nosotros —tartamudeó—. Espero que volvamos a encontrarnos. Hasta entonces, que el destino te sea favorable. —Hizo una torpe reverencia, y se acomodó a popa. El enano le alcanzó un remo, y en cuestión de minutos la embarcación desapareció entre los manglares, rumbo a mar abierto.
Erix contempló su marcha, intentando superar la tristeza que invadía su corazón. No olvidaría jamás al pálido y alto soldado, tan valiente y arrojado. Si sus compañeros eran como él, los invasores representaban una fuerza temible, quizá con el mismo poder que la propia Nexal.
Se estremeció. Sus pensamientos habían incluido por un segundo a la ciudad de Nexal y a los extranjeros, y en su mente había aparecido la visión de una Nexal en ruinas, sus lagos cubiertos por grandes columnas de humo. En su imaginación, los extranjeros lo dominaban todo.