Authors: Douglas Niles
—¿Sacerdote? —exclamó el legionario, con un tono insultante—. ¿Un sacerdote como aquel que arrancó el corazón a una mujer indefensa? —Halloran tembló de rabia mientras el recuerdo del episodio volvía a su mente en todo su horror.
—No, no soy un sacerdote como él —afirmó Kachin—, que rinde culto a otros dioses de Maztica.
—¿Por qué la mataron? —preguntó Halloran—. ¿A qué demonio encarna aquel monstruo?
—La explicación es desagradable y complicada. Aquel clérigo es un patriarca de Zaltec, dios de la guerra, de la noche, de la muerte, y de otras cuantas cosas más, pero en especial de la guerra. —Kachin hablaba deprisa, y sus palabras se convertían en pensamientos en la mente de Hal con idéntica rapidez.
»Por todas las tierras de Maztica hay adoradores de Zaltec, y todos ellos buscan corazones para alimentar a su dios. Los sacerdotes arrancan muchísimos corazones, por lo general al amanecer o al ocaso.
—¡Es pura barbarie! —exclamó Halloran, asqueado—. ¿Qué dios podría exigir algo semejante? ¿Qué clase de personas podrían obedecer una orden tan repugnante?
—No hagáis juicios tan generales —lo urgió Kachin—. Si bien el credo de Zaltec está muy extendido, aquí en Payit hay muchos que siguen la llamada de Qotal.
En aquel momento, para sorpresa de Kachin y Hal, Erix intervino en la discusión.
—Qotal es la fuente de
pluma,
la magia que desató vuestras ligaduras —le explicó a Hal—. Un dios que disfruta con la vida y la belleza, no con la sangre.
La muchacha se volvió hacia el clérigo y se embarcó en una larga explicación. La serpiente no tradujo sus palabras, pero Halloran supo que ella le narraba la muerte de Martine a manos del sacerdote fanático, y su posterior captura por los hombres de Daggrande.
—¡Ya está bien! —gritó Hal, interrumpiéndola— Nos quedaremos aquí y escucharemos. Pero quiero aclarar unas cuantas cosas.
—Sigue sin gustarme —protestó Daggrande, en voz baja. Sin embargo, no se movió del costado de su amigo.
Recuerda, extranjero,
siseó la serpiente.
Podría haberte dejado morir en la pirámide. No tenías escapatoria.
Halloran frunció el rostro ante el poder y la amenaza insinuada en el mensaje. Por un momento, creyó que la serpiente se disponía a atacarlo. En aquel mismo momento, comprendió que el ser decía la verdad. La batalla de la pirámide estaba perdida. Pensó en los legionarios del destacamento de Daggrande; a estas horas ya habrían muerto todos. ¿Cuántas veces más a lo largo de este día tendría que contemplar la muerte de sus compañeros, sin poder hacer nada?
—Os he dicho que soy Kachin —dijo el sacerdote. La serpiente tradujo sin apartar la mirada de Halloran—. Y ésta es Erixitl.
Hal asintió, atento a los movimientos del ofidio. De pronto, el golpe de una ola de poder lo echó hacia atrás. Algo había golpeado su mente, algo que no era físico, si bien lo dejó aturdido.
¡Habla!,
ordenó la serpiente.
¿Es que los extranjeros no tenéis modales? ¡Decid vuestros nombres!
Con un gran esfuerzo, Hal evitó una respuesta ofensiva.
—Soy el capitán Halloran —dijo—. Mi compañero es el capitán Daggrande.
Yo soy
Chitikas Cuatl,
devoto servidor de Qotal, y el que os acaba de salvar la vida.
La serpiente onduló a través de la habitación. Poco a poco se apagó el resplandor dorado que emanaba de su cuerpo hasta que la sala quedó a oscuras.
¡Vosotros, los humanos, os quejáis de las cosas más ridículas! ¡No entendéis cosas que son obvias hasta para un niño!
La voz era un gruñido amenazador en sus mentes.
El Mundo Verdadero está al borde del desastre. El mal amenaza a la vida por todas partes, desde todas las direcciones. ¡Y vos no hacéis más que presumir de vuestro poder y fiereza!
Está en vuestra mano hacer cosas, actuar contra esta terrible amenaza. Vos, capitán Halloran, os enfrentáis a un dilema. No sois un hombre malvado, pero se os pedirá que cometáis muchas maldades.
Sólo tú, Erixitl, en otro tiempo de Palul, has tocado el espíritu de nuestro Estimado Padre.
La criatura dirigió su mirada a la muchacha, y los cuatro humanos pudieron sentir el cambio de su foco de atención, incluso en la absoluta oscuridad de la sala.
Pero incluso tú has sido renuente, sin mostrar la gratitud apropiada a alguien que debe tanto.
Así que os dejaré a todos para que meditéis en mis palabras. Sólo cuando el verdadero entendimiento os abrace, se podrá hacer realidad la voluntad del Plumífero.
Sin embargo, por la buena voluntad que me has demostrado, aunque haya sido por unos instantes —
una vez más las palabras de la serpiente fueron para Erix—,
te haré un regalo: el regalo de saber.
Todos notaron un breve toque de poder, algo que se agitó en el aire de la sala, para después desaparecer.
—¡Brujería! —exclamó Daggrande.
—Tienes razón, enano —dijo Erix.
Los tres hombres la miraron asombrados, porque las palabras habían sido pronunciadas claramente en la lengua común de Aguas Profundas y los Reinos.
—¿Cómo es que puedes hablar el idioma de los extranjeros? —preguntó Kachin, atónito.
—¡Es el regalo de
Chitikas Cuatl! —
contestó Erix, asombrada. Respondió en payit al clérigo, y después repitió las palabras en la otra lengua.
—¿Dónde ha ido el Sinuoso? —preguntó Daggrande, el primero en advertir la desaparición de la serpiente.
—Deberíais mostrar mayor respeto por
Chitikas —
lo reprendió la muchacha, sin alzar el tono. Después observó a Halloran con su mirada de franca curiosidad, que él encontraba inquietante.
El joven le devolvió la mirada, mitad desafiante, mitad confuso. Aun en la oscuridad, podía ver sus ojos luminosos, que lo estudiaban con inteligencia y una pizca de reproche. él ansiaba gritar su furia contra esa mujer salvaje y su compañero, quería maldecirlos por su dios obsceno. Pero no podía olvidar su acto de bondad, cuando ella había utilizado su colgante de plumas para librarlo de sus ataduras.
—¿Por qué me liberaste? —preguntó Hal, lentamente. Sin darse cuenta había tuteado a la joven. Cogió la piel de serpiente de su cinturón y la sostuvo en alto—. No pudimos cortarla ni con nuestros mejores aceros.
—No sé lo que es «acero», pero el... —Erix hizo una pausa y buscó la palabra en su nuevo idioma—, el
hishna,
la magia de las escamas, las garras y los colmillos, es opuesta a la
pluma,
la magia de las plumas y el aire. Te liberé porque mi collar de
pluma
me da poder sobre el
hishna.
»En realidad no sé por qué escogí este poder para ir en tu ayuda —añadió la muchacha—. Desde luego, sois los hombres más terribles que jamás he conocido. Y, en honor a la verdad, oléis como si no os hubieseis bañado en muchos días.
»Chitikas
me dijo que debía ayudarte, pero yo no quería hacerlo. Fue sólo cuando los payitas atacaron que deseé darte una oportunidad de luchar por tu vida.
—Muchas gracias —dijo Halloran, tan intrigado como la joven acerca de su decisión.
Daggrande, que había ido hasta la abertura para observar el cielo, volvió a reunirse con ellos, interesado en cuestiones más prácticas.
—¿Alguien sabe dónde estamos? —preguntó.
Spirali se sentó sobre el altar con las piernas cruzadas. El corazón arrancado del pecho de Martine yacía a su lado, convertido en un objeto frío e inanimado. El Muy Anciano puso en marcha su magia, buscando en la noche el poder que le diría dónde se encontraba su enemigo.
La aparición del
cuatl
había sorprendido y enfurecido a Spirali. No se tenían noticias de estas criaturas desde hacía más de doscientos años, y los jefes del Muy Anciano habían declarado su extinción. No se alegrarían cuando escucharan su informe al respecto.
En cambio, se mostrarían complacidos con él, si les anunciaba que el ser había muerto, extinguido de una vez por todas. Ahora buscaba las profundas emanaciones de fuerza que le informarían del paradero del
cuatl.
Además, esta misma magia lo ayudaría a localizar a la muchacha, con lo cual si la serpiente escapaba de su persecución tampoco sería algo muy grave.
El cuerpo de Spirali se puso tenso. ¡Ahora! Una fracción de segundo más tarde, había desaparecido.
Su viaje a través del vacío sin tiempo que había sido la senda del
cuatl
fue instantáneo. Spirali apareció entre un montón de flores en un claro de la selva. Percibió la proximidad del alba, y esto aumentó su urgencia.
Un agujero oscuro marcaba el portal de un
templo
cubierto de hiedras y lianas. Spirali cerró los ojos, pero las emanaciones concentradas del
cuatl
habían desaparecido. En cambio, escuchó voces que procedían del templo. Una era la de Erixitl.
—El acantilado está lleno de guerreros; al menos, un millar, y salen más de la selva a cada minuto —dijo Darién.
El capitán general y el fraile no le preguntaren cómo había obtenido la información. Los dos sabían que la hechicera era capaz de convertirse en invisible, levitar, tomar la forma de un animal o un monstruo, y utilizar muchos más conocimientos mágicos. La eficacia de sus métodos no se ponían en duda, y los resultados eran siempre valiosos.
—¡Debemos atacar a estos salvajes paganos ahora mismo! —gritó Domincus; sacudió el puño en alto, amenazando a un enemigo invisible en la oscuridad.
—Estoy preparado para mandar el ataque —gruñó Alvarro, ansioso—. ¡Ensartaremos a los demonios en nuestras espadas! —El pelirrojo de dientes desiguales había secundado el grito de batalla del clérigo, y ahora juntos insistían en un ataque inmediato.
—¡Silencio! —La orden de Cordell hizo callar a los dos hombres—. ¡Pensad en nuestra posición táctica! Nos encontramos al pie del acantilado. ¡Por Helm, si quisieran podrían emplear hasta piedras como armas! —La furia y la frustración se colaron en la voz del comandante—. ¡Tienen el dominio de la altura!
—El acantilado parece ocupar sólo este trozo de la costa —comentó Darién—. Por el oeste, la tierra está casi a nivel del mar.
Cordell enarcó las cejas, sin ocultar su satisfacción.
—Esta noche has estado muy atareada, querida —dijo.
—He buscado alguna señal de Daggrande o Halloran —añadió la maga, sin hacer caso del comentario—. Por desgracia, no he conseguido encontrar ninguna pista acerca del lugar donde pueda haberlos llevado el anillo luminoso.
—Muy bien. Eran buenos legionarios, pero debemos suponer que han muerto.
—¡Se oculta! —chilló el fraile—. El joven no quiere enfrentarse a mí. Pretende eludir la responsabilidad por su descuido criminal.
Cordell suspiró suavemente, sin responder a las acusaciones de Domincus. «Ya tendremos tiempo para averiguar la verdad, si es que volvemos a ver a Hal», pensó.
—Navegaremos a lo largo de la costa —anunció el comandante—, en busca de un lugar más adecuado para el desembarco. —Miró los ojos húmedos del fraile. La decisión del capitán general era como un fuego oscuro ardiendo en su pecho, cuando juró—: ¡Y allí, en campo abierto, la legión se enfrentará a los salvajes! Te prometo, amigo mío, que tu hija será vengada.
—Este es el Santuario Olvidado —explicó Kachin, mientras Erixitl traducía—. Nos encontramos al este de los campos de maíz, a la vista del Templo Florido de Ulatos.
Erix se encargó de dar más detalles a los extranjeros.
—Ulatos es la gran ciudad de los payitas, no muy lejos del lugar de vuestro desembarco. Los barcos se encuentran a unas dos horas de marcha hacia el este. —La traducción de las distancias y tiempo le resultaba sencilla. Comprendió que, en estas cosas, el lenguaje de los extranjeros era mucho más preciso que el propio. Al parecer, se trataba de gente a quien le gustaba medir las cosas.
—¿Por qué aquel sacerdote mató a Martine? ¿Por qué la escogió a ella para el sacrificio? —El recuerdo del espantoso ritual se mantenía en la mente de Hal, como una pesadilla que se negaba a desaparecer.
—El sacerdote estaba loco —respondió Erix—. Creía que la mujer era yo. —«Enloquecido por obra de
Chitikas»,
añadió para sí misma.
—¿Quieres decir que esta guerra la inició un clérigo embrujado? —chilló Daggrande—. ¡Tendría que haberlo adivinado!
En cambio, Halloran pensaba en la respuesta de la joven.
—¿Por qué quería matarte? —preguntó.
—No... lo sé. —La mirada en los ojos de Erix lo convenció de que ella decía la verdad.
—Vamos, Erix —la urgió Kachin, en payit—. Debemos volver a Ulatos ahora mismo. Tenemos que abandonar a estos extranjeros.
—¿Y qué me dices de los peligros de Ulatos? —Erix recordaba con toda claridad su secuestro en el templo.
—Me ocuparé personalmente de tu seguridad. La santidad de los terrenos del Canciller del Silencio no volverá a ser violada.
Erix se volvió hacia los dos legionarios.
—Encontraréis la playa en cuanto salgamos de aquí. Vuestros amigos están al este. Kachin y yo volveremos a nuestra ciudad, hacia el oeste. —Se dirigió hacia el portal; entonces se detuvo y miró a Halloran—. Que vuestro viaje transcurra en paz.
El joven volvió a mirar a la mujer. Parecía mucho mayor que Martine, e incluso que él mismo. Sospechaba que todavía no había cumplido los veinte años, pero se comportaba con una madurez y una gracia que lo fascinaban hasta el punto de imponerle respeto.
Sin embargo, la imagen del rostro de Martine marcado por el terror volvió a surgir en su mente. ¡No había cumplido con su responsabilidad de defenderla! Había muerto, porque un sacerdote loco la había tomado por la mujer que ahora tenía ante él. Quizás esto debería haberle hecho sentir furia contra Erix; en cambio, sólo despertó aún más su curiosidad.
—Espero que volvamos a encontrarnos —respondió él, con una reverencia.
Halloran fue el primero en subir la escalera para salir del templo. La luz de la aurora se filtraba entre la vegetación, y alcanzó a ver la playa entre los árboles.
Erix lo siguió, y después se detuvo para dirigirle una última mirada. Kachin, que iba detrás de ella, hizo una pausa en el portal.
De pronto, apareció una expresión de alarma en el rostro del sacerdote. Sin perder un segundo, se abalanzó sobre Erix y la apartó de un empellón. La flecha negra dirigida hacia el corazón de la muchacha se hundió entre las costillas del hombre. Kachin soltó un grito de dolor, y cayó al suelo.