Yelmos de hierro (20 page)

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Authors: Douglas Niles

Gultec soltó un gruñido casi inaudible. No buscaba el consejo de los sacerdotes, ni le agradaba que se lo dieran. No obstante, había una sinceridad en este clérigo que lo forzaba a respetarlo. Resultaba evidente su gran sabiduría y no había ninguna duda acerca de su coraje. Jamás ningún sacerdote se había atrevido a hablarle como éste, y mucho menos dos veces en el mismo día.

Si este clérigo tenía miedo de los extranjeros, pensó Gultec, entonces debían de ser gente muy peligrosa.

—¡No dejéis que se mueva! —gritó Mixtal a los cuatro acólitos que sujetaban los miembros de Martine—. ¡Esta vez no volverá a escapar! —El sacerdote no veía las miradas de asombro de sus ayudantes, que ya habían renunciado a insistir en que la cautiva no era la muchacha Erixitl.

»¡Traed también al hombre! —Mixtal señaló a Hal, y los guerreros lo empujaron por los estrechos escalones hasta la cima de la pirámide. En varias ocasiones, trastabillaron, y Halloran pensó si no sería mejor una caída rápida y mortal a lo que los aguardaba arriba.

Mixtal llegó a lo alto, echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada de absoluto deleite. Miró hacia el sol, y se calentó con sus rayos mientras el disco de fuego rozaba la copa de los árboles. «¡No escapará! ¡Los Muy Ancianos quedarán complacidos!»

Se volvió para mirar a los congregados, y maldijo el velo que le cubría los ojos. Miró hacia el mar. Los extraños objetos alados parecían estar muy lejos, sus siluetas convertidas en sombras contra la luz del ocaso.

Por un momento, pensó en el motivo por el cual los acólitos y guerreros se mostraban tan sombríos. Hizo un esfuerzo para observar mejor sus rostros sin conseguirlo... ¡Maldito velo!

Los aprendices quitaron la venda de los ojos de la muchacha y cortaron las ligaduras; después la arrastraron hacia el altar. Martine se retorció frenética, con los ojos desmesurados por el terror, pero los jóvenes la sujetaron sin esfuerzo. Mixtal contempló a la muchacha: su piel cobriza, sus trenzas negras, todos los detalles que conocía de sobra. Todo le resultó perfectamente claro.

A Halloran se le heló la sangre a la vista del horrible altar. El bloque de piedra tenía el tamaño de una mesa pequeña, y las manchas de un rojo oscuro, por sus costados, indicaban cuál era su función. Junto al altar había una escultura bestial acurrucada con la boca abierta. Martine soltó un grito, que apenas si se escuchó a través de la mordaza.

—¡No! —vociferó Hal, intentando liberarse de las manos de los dos guerreros—. ¡Por Helm, no!

El sumo sacerdote, con una expresión de locura en el rostro, se volvió hacia el legionario. Los tirabuzones de su cabello formaban una aureola rojiza alrededor de su cabeza mientras extendía la mano derecha y, poco a poco, cerraba el puño.

Halloran jadeó mientras sentía cómo aumentaba la presión de la cuerda mágica sobre la coraza, amenazando con aplastarle las costillas. Notó un martilleo en las sienes y un velo rojizo apareció ante sus ojos. Movió la boca como un pez fuera del agua, e intentó que el aire encontrara espacio en sus pulmones.

Su último aliento escapó con un gemido al tiempo que caía de rodillas; hizo un esfuerzo para no desmayarse. Tuvo la sensación de que sus huesos crujían a punto de romperse, y entonces la presión desapareció.

El capitán se dio de bruces contra el suelo sin pensar en otra cosa que llenar de aire sus pulmones. Poco a poco, se puso en cuatro patas, y los dos guerreros lo pusieron de pie. Lo retuvieron cuando intentó avanzar.

No podía hacer nada para impedir que los clérigos tendieran a Martine de espaldas sobre el altar. La mirada horrorizada de la joven se volvió hacia él.

—¡No! —rugió Halloran, mientras otros dos guerreros ayudaban a sujetarlo. Martine yacía indefensa, y él no podía hacer nada por salvarla.

El sumo sacerdote levantó su mano armada con la daga de piedra. Por un instante, el brillo oscuro de la obsidiana captó los últimos rayos del sol, como un resplandeciente reflejo del odio asesino que ardía en los ojos de Halloran. La hoja cayó como un rayo cuando Mixtal repitió el gesto que había ejecutado miles de veces. Martine soltó un último suspiro, y los acólitos la mantuvieron absolutamente inmóvil, para que el sacerdote acabara de hacer la incisión sin perder un segundo.

Y entonces Mixtal extrajo el corazón y lo sostuvo en el aire. Parecía latir con una cadencia que se apagaba al mismo ritmo que la luz del sol.

11
En manos de los dioses

Erixitl soltó un gemido de compasión al contemplar la muerte de la muchacha extranjera, asesinada en lugar de ella en el altar de Zaltec. Contuvo el grito, y volvió a esconderse entre la hojarasca.

Había seguido a Mixtal y a sus prisioneros hasta la pirámide, el escenario de su fuga. Ahora el ocaso la sorprendió en el linde del claro, desde donde podía ver sin obstáculos a los clérigos y el altar en el borde de la plataforma superior.

Echó otra ojeada y vio cómo retiraban el cuerpo del bloque de piedra y lo arrojaban al suelo sin ninguna ceremonia. Mixtal introdujo el corazón en la boca de la estatua de Zaltec.

Erix escuchó un rumor a su lado y no se sorprendió cuando
Chitikas
se deslizó junto al tronco de un arbusto. La serpiente se mantuvo oculta a las posibles miradas desde la pirámide.

—¡Tú eres la culpable de su muerte! —exclamó, airada. Los ojos amarillos de la serpiente aterciopelada le devolvieron la mirada—. ¿Por qué lo has hecho?

—El hombre —susurró
Chitikas
—. Debes ir a buscarlo, tienes que salvarlo.

—¡Te he dicho que no! —Erix sacudió la cabeza con furia, preguntándose una vez más por qué había seguido a los clérigos y a los prisioneros hasta la pirámide cuando lo único que deseaba era escapar—. ¿Cómo puedo ayudarlo, si está en manos del Sangriento?

—Con la magia de la
pluma —
sugirió
Chitikas,
con un rapidísimo movimiento de su lengua—. Lo retiene el sacerdote. Tú puedes romper el hechizo.

—¡No! —Le dio la espalda al ofidio, y, sin proponérselo, su mirada buscó la piel de serpiente que sujetaba los brazos de Halloran. Tocó el amuleto emplumado colgado de su cuello; recordó cuando Mixtal había intentado capturarla en el patio del templo, y cómo el poder de su medallón había hecho caer la cuerda mágica.

El crepúsculo se extendió por el claro. Erix vio a Mixtal mirar al guerrero de pecho plateado. El sacerdote avanzó hacia el extranjero y después se detuvo, indeciso. Un Caballero Jaguar se enfrentó al clérigo, y pudo observar los gestos airados que se hacían mutuamente.

—¿Por qué haces esto? —le preguntó Erix a la serpiente, con un tono acusador—. ¿Por qué me has salvado? ¿Por qué ha tenido que morir aquella muchacha?

—Tendrías que saberlo —replicó
Chitikas.
También su voz parecía acusarla—. Has sido cuidada y protegida por el poder benigno del Plumífero durante toda tu vida. ¡Es hora de que comiences a pagar tu deuda!

—¿Cuidada? ¿Protegida? —La voz de Erix se convirtió en un silbido furioso—. ¡Fui capturada cuando era una niña, y vendida como esclava! ¡Fui atacada por el hijo de mi dueño, vuelta a vender, secuestrada, y a punto estuve de ser sacrificada! ¿De qué cuidado y protección me hablas?

—Estás viva, ¿no?

—¿Cómo puedo deber mi vida a Qotal? Explícamelo si puedes. —Hizo un esfuerzo por dominar su enfado, y se preguntó qué intentaba decirle
Chitikas.

—Te vi en una ocasión anterior, y te protegí. ¿No lo recuerdas? —La serpiente movió la cola delante de sus ojos, en un gesto familiar. De pronto Erix recordó.

—Mi último día en Palul... Yo me ocupaba de las trampas de mi padre en la parte más alejada de la sierra. Vi una cosa y la seguí. Eras tú.

Chitikas
asintió, satisfecha, y agachó la cabeza para esquivar el bofetón que la muchacha lanzó contra ella.

—¡Tú me apartaste del sendero... para arrojarme a los brazos de aquel Caballero Jaguar! ¡Todavía podría ser libre, podría haber crecido en mi propia casa, de no haber sido por ti! —Erix tensó sus músculos, lista para echar a correr, pero algo que vio en los ojos de la serpiente la retuvo.

—Es verdad que te engañé —admitió
Chitikas,
sin ningún remordimiento—. Pero no habrías podido crecer allí. En realidad, no habrías vivido más que unas pocas semanas.

—¿Qué..., qué quieres decir? —Por algún motivo, Erix no dudó de la veracidad del ofidio.

—Eres una hija del destino, Erixitl, aunque quizá seas la última en saberlo. Los sacerdotes de Zaltec y sus amos, los Muy Ancianos, te temen. Habían planeado raptarte de la casa de tu padre y enviarte al sacrificio, sólo tu desaparición permitió que salvaras la vida.

El cuerpo de Erix se convirtió en un peso muerto, mientras miraba asombrada a la serpiente, que asintió.

—Tus diez años en Kultaka fueron relativamente seguros, hasta que los Muy Ancianos se enteraron de que estabas allí. Una vez más intentaron matarte; sin embargo, demostraste ser más fuerte de lo que pensaban. De haber tenido éxito, nosotros no habríamos podido hacer nada por salvarte.

»Pero fracasaron, y el intento, la
zarpamagia
del envío, advirtió a tu dueño de la amenaza contra tu vida. Decidió que estarías más segura entre personas que exaltaban a Qotal por encima de Zaltec, y por lo tanto arregló las cosas para que vinieses a Payit.

Erix movió la cabeza lentamente, no tanto en un gesto de negativa sino de asombro. ¿Huakal la había vendido a Kachin para salvarla? En el fondo de su corazón, sabía que era verdad.

—¿Por qué soy tan importante? ¿Por qué me temen los Muy Ancianos?

—No lo sé —respondió
Chitikas,
impaciente.

Pero la muchacha no escuchó la respuesta. Pensaba en otra pregunta que para ella era fundamental.

—¿Por qué te opones a la voluntad de Zaltec? ¿Quién eres tú?

La serpiente voladora agachó la cabeza en un gesto de humildad.

—Soy
Chitikas
y sirvo al dios Plumífero, el único dios verdadero de Maztica. Te he ayudado porque al oponerme a los designios de Zaltec, el de la Mano Sangrienta, colaboro a que se haga la voluntad de Qotal.

—¡Qotal! ¡Qotal! —Las palabras graznadas provenían de lo alto de un árbol junto a ellos. Erix miró hacia arriba y descubrió al guacamayo que había acompañado a la serpiente la vez anterior.

El graznido del pájaro era estrepitoso, y de pronto la muchacha se sintió muy vulnerable en su escondrijo tan cerca de la pirámide.

—¡Qotal, el dios verdadero! —chilló el guacamayo—. ¡Zaltec el falsario, el bufón!

Erix se hizo un ovillo al advertir que los clérigos y los soldados miraban en su dirección. Varios guerreros dejaron la plataforma para bajar la empinada escalera de la pirámide.

—Quizá consiga distraerlos —susurró la serpiente, con aires de conspirador—. Pero recuerda, ¡debes rescatar al hombre!

La muchacha no tuvo tiempo de protestar, si bien para ella el asunto no había quedado resuelto.
Chitikas
desapareció en el acto, demasiado rápidamente para ser un movimiento físico. Con una exclamación de asombro, tendió una mano y pudo tocar la suave cola de la criatura, aunque no verla. ¡La serpiente se había vuelto invisible!

Deseaba poder huir, pero tenía miedo de que el ruido de su escapada pudiese delatar su posición. En cambio, observó a los guerreros que bajaban la escalera. Los sacerdotes, el Caballero Jaguar y los demás soldados, junto con el prisionero, permanecieron en la pirámide.

—¡Falso dios! ¡Zaltec es el dios de las sabandijas y la escoria! —graznó el pájaro, muy inoportuno.

De pronto, uno de los guerreros tropezó con un objeto invisible. Rodó por la escalera, se partió la cabeza en el filo de uno de los escalones, y continuó su caída hasta abajo.

Sus compañeros reaccionaron en el acto, y bajaron a la carrera. Llegaron junto al cuerpo inmóvil y miraron desconfiados a su alrededor. No mostraron ninguna gana de apartarse de la pirámide.

El extranjero no se movió de lo alto de la estructura, vigilado de cerca por varios fornidos guerreros. Pasó un minuto, y
Chitikas
no volvió. La oscuridad fue en aumento, si bien en el horizonte todavía se mantenía un leve resplandor rojizo.

Sin esperar más y en absoluto silencio, Erix dio media vuelta y se esfumó en la selva, con la intención de estar bien lejos para el amanecer. Caminó a toda prisa hacia el sendero.

Apartó unas lianas y pisó la senda. Antes de poder gritar o dar un paso atrás, se vio abrazada por unos brazos muy fuertes.

Halloran permaneció de pie, aturdido, mirando alternativamente a los guerreros salvajes y a los clérigos fanáticos. Le resultaba insoportable mirar el cuerpo inanimado de Martine, y tampoco podía aguantar la visión de la escultura bestial, con la boca abierta. La última imagen del sacrificio había sido la del sacerdote que arrojaba el corazón por aquel agujero.

Pero, aunque no miraba, el rostro de piedra con un cierto aire humano donde se mezclaban rasgos de serpiente y león continuaba grabado en su mente. Para él simbolizaba la peor muestra de la barbarie, el asesinato despiadado de inocentes para alimentar el apetito insaciable de un dios monstruoso.

«¡Martine! ¿Por qué no me escogieron a mí?», pensó.

El enfado que sentía ante la presencia de la mujer había desaparecido en el momento de la captura. Ahora lo consumía una sensación de pena y fracaso.

También sentía una cólera terrible, pero no podía hacer nada, sujeto como estaba por la piel de serpiente. Odiaba a los guerreros. Odiaba esta tierra primitiva y calurosa. Y por encima de todo odiaba al siniestro sacerdote cubierto de cenizas, que había realizado el rito abominable. Halloran miró al clérigo con una expresión tan fiera, que el hombre hizo una mueca y le volvió la espalda.

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