Yelmos de hierro (8 page)

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Authors: Douglas Niles

Cordell observó satisfecho que los seis estaban presentes. Todos se pusieron de pie para saludarlo. Desde luego, sus rostros aparecían cubiertos por un velo de gasa negra que les aseguraba el anonimato. Los seis eran los amos de la poderosa nación comercial de Amn, y sus identidades constituían el secreto mejor guardado de todo el país.

—La desaparición de los piratas de Akbet—Khrul es un momento histórico para todos nosotros.

Cordell demostró su agradecimiento por la felicitación, levantando el yelmo al tiempo que hacía una reverencia. Darién dobló las rodillas con la gracia propia de su raza, y los integrantes del Consejo se sentaron para escuchar las palabras del capitán general.

—Caballeros... y damas, si hay alguna presente: es un honor para mí estar a vuestro servicio. Con toda humildad, considero necesario mencionar que todavía pueden existir pequeños grupos de piratas en el interior de las islas. No obstante, el libre paso por el canal de Asavir está garantizado por muchos años.

—¡Ya lo creo! —La exclamación hecha con voz aguda provenía de un hombre sentado en el extremo izquierdo del banco. Cordell imaginó a un comerciante gordo que se frotaba las manos feliz, si bien la máscara y las prendas abultadas impedían hacer cualquier apreciación del aspecto real del consejero—. Encontraréis el pago en el cofre que hay delante de vos, junto con un premio que, esperamos, juzgaréis satisfactorio.

—Vuestra generosidad, como siempre, me conmueve. —Con un supremo esfuerzo de voluntad, Cordell se obligó a no mirar el cofre. Hizo una pausa, para darles tiempo a que advinieran su actitud y pensaran en ella. Cuando presintió que ya había picado su curiosidad, añadió—: Sin embargo, quiero presentaros una propuesta alternativa; la oportunidad de que conservéis vuestro tesoro y obtengáis mayores ganancias. ¡Diez, cincuenta veces lo que hay aquí!

Calló otra vez a la espera de que la idea calara en sus mentes. Los príncipes mercaderes permanecieron inmóviles detrás de la reja.

—A partir de ahora —señaló el capitán— tenéis abiertas todas las rutas hacia Aguas Profundas y la costa, pero ¿qué ocurre con la gran ruta terrestre a Kara—Tur? —La imagen de Kara—Tur no podía evocar en estas personas otra cosa que los cargamentos de té, especias, rubíes y sedas—. ¡Todos los caminos están en manos de las hordas de las estepas! Las especias, los objetos de arte, tesoros como esta alfombra que piso; todos los productos de Oriente fuera de vuestro alcance.

Este recordatorio, doloroso para gente motivada por las ganancias, no era del todo necesario. Todos sabían que las rutas por tierra a través del centro del continente, las arterias comerciales por las que circulaban los productos de Kara—Tur, les estaban vedadas. Una enorme horda migratoria de jinetes bárbaros había cerrado aquellas tierras a cualquier propósito civilizado.

—¡Perdidos no sólo para Amn, sino para la totalidad de los Reinos! ¡Centenares de ciudades desesperan por bienes que no se pueden conseguir!

»¡Pensad, oh príncipes, en la recompensa que aguarda a aquel capaz de abrir el comercio con Oriente... y para aquellos que le den su apoyo! —Lo escuchaban con atención, ya los tenía.

—¿Acaso insinuáis que vuestra legión puede abrir una ruta a través de la estepa? —preguntó el mercader de voz aguda, incrédulo. Se decía que la horda superaba al millón de guerreros.

—Desde luego que no. Eso queda para los locos; al menos, otros locos además de mí mismo. —Los miembros festejaron la broma. «Están a punto», pensó Cordell—. ¡Lo que pido, consejeros de Amn, es que financiéis una
travesía oceánica
a Kara—Tur! ¡Quiero viajar hacia el oeste para llegar al este!

Dos consejeros soltaron una exclamación burlona, otro movió la cabeza, y los otros tres permanecieron impasibles. Cordell dirigió sus próximas palabras a estos últimos.

—Los astrólogos y los sabios insisten desde hace muchos años en que el viaje es posible. Dadme una docena de buenos barcos, vituallas y mercaderías para intercambiar. Mis naves transportarán a lo mejor de la legión. Con el apoyo de vuestras casas, podría hacerme al mar dentro de seis meses, antes de las primeras nieves.

—¿Hacia dónde pondríais rumbo? —La pregunta la formuló el príncipe mercader que lo había saludado al entrar. El tono evidenciaba su curiosidad.

—Al oeste. Mejor dicho, oeste—sudoeste, a través del Mar Insondable, también conocido como Mar Impenetrable por las gentes de las islas Moonshaes. Nuestro fraile ha consultado con Helm, patrono de la legión. También hemos pedido consejo a los más grandes sabios de la costa, y consultado con todos los hechiceros desde Aguas Profundas hasta Calimport.

»Los augurios son inmejorables. Hay un símbolo que destaca sobre todos los demás, en todas las visiones. En cada una de las palabras de nuestro dios, el fraile ve la misma promesa. Domina los hechizos de los magos, y está en el fondo de todas las manifestaciones de los sabios. Es una imagen tan fuerte que no podemos sino creer que estará al final de nuestra búsqueda. Esta imagen, excelentísimos consejeros, es la del oro. —«Ya los tengo», se dijo satisfecho.

—Entonces, está arreglado. —El viejo sacerdote miró más allá de Huakal para contemplar el motivo de la larga discusión para acordar un precio. Erixitl permanecía inmóvil, aunque con un poco de miedo, e intrigada por los acontecimientos.

En los meses transcurridos desde su pelea con Callatl, no se habían producido muchos cambios en la vida de la muchacha.

El joven se había recuperado poco a poco, si bien su voz no era ahora más que un sonido áspero debido a la herida en la garganta. Pero lo peor habían sido las consecuencias del rodillazo de Erix en la entrepierna, que lo había dejado estéril. Sin embargo, durante la larga y dolorosa recuperación de su hijo, Huakal se había mantenido distante... hasta esa mañana.

él la había llamado para presentarla a este hombre, un sacerdote de Qotal, vestido de blanco. Huakal y Kachin, el sacerdote, hablaron la mayor parte del tiempo en el idioma de Payit, y ella no entendió casi nada, pero sí observó que el clérigo no dejaba de mirarla con atención. Ahora, cambiaron de idioma y pasaron al kultaka.

—Un cajón de cacao, diez mantos y dos onzas de polvo de oro. De acuerdo. La muchacha es vuestra —dijo Huakal.

A Erix se le encogió el corazón. ¡La habían vendido! Entonces pensó en el precio que habían pagado por ella. Se podían comprar diez hombres sanos y robustos por aquella cantidad. En aquel momento, Huakal se volvió.

—Este es Kachin —dijo, con voz firme—. él es tu nuevo dueño. Te llevará con él a Payit.

Ella lo miró con sus grandes y orgullosos ojos, y despertó su inquietud. «Jamás se ha comportado como una esclava! —pensó Huakal—. ¡No sabe lo que es ser esclava! Pero sus ojos...»

El noble kultaka pasó bruscamente al costado de la joven, y ella se preguntó si eran lágrimas lo que había visto en sus ojos.

Por un momento, tuvo el impulso sincero de abrazarlo, de darle las gracias, de consolarlo o decirle adiós. Pero pudo más la súbita sensación de pánico y premonición, y maldijo a Huakal para sus adentros, por mandarla lejos.

En realidad, muchos nobles la habrían mandado al sacrificio sin el menor remordimiento, después de una lucha como la que había protagonizado. Las lesiones de Callatl no curarían jamás. De hecho, se había preparado para morir.

No obstante, Huakal la había perdonado, y ahora la había vendido por un precio absurdo a un clérigo de las fronteras más lejanas de Maztica. Todo lo que sabía de Payit era que se trataba de una tierra de selvas, pantanos, serpientes venenosas y gente semisalvaje.

El habla extraña del sacerdote y su ropa la asustaban. Vestía un manto de algodón blanco, sin adornos. No llevaba plumas, oro o gemas. Su piel era muy oscura, y sujetaba con una cinta su cabellera, larga y gris. El rostro lleno de arrugas era redondo y de sonrisa fácil. No era muy alto, y movía su cuerpo casi rechoncho con una gracia poco habitual en un hombre tan mayor.

A diferencia de los demás clérigos que había conocido, servidores de Zaltec o de su sangriento hijo, resultaba evidente que éste no pasaba hambre. El único detalle conocido era el dije del Plumífero, distintivo de los monjes de Qotal. Quizás el dios Plumífero no exigía a sus devotos que ayunasen con tanta frecuencia como aquéllos al servicio de Zaltec y las deidades más jóvenes.

El culto a Qotal no se había extendido tanto como el del guerrero Zaltec, o los esenciales Calor y Tezca, portadores de vida, encarnados en la lluvia y el sol. Sin embargo, Erix sabía que su padre reverenciaba a Qotal, aunque él lo había mantenido casi en secreto. También Huakal tenía un santuario dedicado al Plumífero. En cambio, el hijo de Huakal, al igual que su propio hermano, había escogido el culto de Zaltec en lugar del dios pacífico de sus padres.

De todos modos, Erix había aprendido a temer a los clérigos, pues a menudo sólo tenían un uso para los esclavos. Ahora, la habían vendido a un sacerdote que la llevaría a los confines del Mundo Verdadero, y que, con un fin misterioso, había pagado una suma exorbitante por ella.

Casi dio un respingo al ver que tenía delante a Huakal. Observó que sus ojos se demoraban en su amuleto antes de mirarla a la cara. Como mujer de Maztica, tendría que haber bajado la vista, pero no lo hizo, y devolvió la mirada a su anterior amo.

—Eres un extraño tesoro, Erixitl. —La voz de Huakal llegó hasta ella como algo muy lejano. El noble había sucumbido a la emoción, y no ocultaba sus lágrimas—. Te aguarda un destino muy duro. Mi línea se acabó con Callatl, y ahora a ti te llevan lejos. Te marcharás a Payit, y aquella tierra ya no será la misma con tu presencia.

»¡Que los dioses te protejan!

De la
Crónica del Ocaso:

¡Que la sabiduría del Plumífero brille a través del Mundo Verdadero!

Ahora, como cisnes que alzan el vuelo, veo a seres extraños que extienden sus alas y se hacen a la mar. Pero estas criaturas que vuelan cada vez más cerca de Maztica no son cisnes, sino halcones.

Vienen con poderes que superan mi conocimiento, artilugios y herramientas que jamás he visto. No puedo imaginar el uso de las cosas que observo en la visión. Pero lo más terrible de todos mis augurios no son las herramientas, ni los poderes de estos extraños.

Son los propios hombres.

Presiento —incluso a través de los mundos que nos separan— que estos hombres son diferentes. Su dios es amo feroz, quizá más que los dioses jóvenes de Maztica. Son atraídos por las cosas, impulsados por fuerzas que no comprendo. Las visiones del metal y las piedras los mueven con un poder que me confunde e impresiona.

¡Sólo sé que me aterrorizan!

4
El viaje

Toda la ciudad de Murann, el principal puerto marítimo de Amn, olía a pescado. Desde las residencias estucadas y los elegantes jardines, hasta las chabolas atestadas y los bulliciosos barrios comerciales, el olor penetrante y aceitoso lo invadía todo; se pegaba a paredes, suelos y ropas.

Pero en ninguna otra parte el olor era tan fuerte como en la costa de la propia bahía, donde Halloran trabajaba bajo el despiadado sol de la tarde. El muelle era un hervidero. Los gritos de los animales, el chirrido de las grúas, el crujido de las maderas, las voces de los hombres, se unían al estrépito ensordecedor que surgía a sus espaldas, donde uno de los más grandes astilleros de la Costa de la Espada producía un barco tras otro: pesadas galeras de guerra y de carga, rechonchas carabelas y grandes carracas con sus típicos castillos de popa muy altos.

Era uno de estos últimos, un navío de proa roma, tres palos, y la plataforma elevada a popa, el que se encontraba amarrado al muelle junto al joven jinete. Como todas las demás carracas y carabelas, el
Cormorán
no tenía remos, y dependía del velamen para su navegación. La carga de las provisiones de carne salada, tocino y demás vituallas ya había concluido, y ahora Hal observaba a un grupo de estibadores que subían las barricas de agua por la pasarela de popa.

De pronto, un relincho le hizo volver su atención hacia proa.

—¡Cuidado! ¡Que no se golpee! —les gritó a los peones de piel oscura que intentaban llevar a bordo a su yegua, asustada por la estrechez de la plancha.

Los hombres pusieron más paciencia en su tarea, y, en unos minutos, consiguieron tranquilizar al animal y llevar a
Tormenta
a la cubierta del
Cormorán,
donde ya había otros dos caballos a la sombra de una lona.

—¿Cuál será la próxima costa que volverá a pisar? —preguntó una voz áspera.

Halloran escuchó la pregunta y el ruido de unas pisadas familiares. Se volvió para saludar al capitán Daggrande.

—Espero que sean los campos de especias de Kara—Tur —respondió.

—¡No será en estos reinos! —protestó Daggrande—. Navegar hacia el oeste para llegar al este... ¡es ridículo!

El propio Halloran aún no había salido del asombro provocado por la audacia de la misión de Cordell. Sin embargo, su absoluta confianza en el capitán general disipaba cualquier duda que pudiese tener acerca del éxito de la travesía.

Desde que se había hecho el anuncio del viaje, seis meses antes, la actividad había sido frenética mientras la legión se preparaba para su aventura más atrevida. La pequeña flota de seis carracas y nueve carabelas fondeadas en Murann serían su medio de transporte. Los legionarios habían sido informados del plan y de que la participación era voluntaria. No llegaban al centenar los hombres que no habían aceptado ir, y sus plazas fueron ocupadas casi de inmediato por otros, ansiosos de gloria y riqueza.

Cordell había entrenado a sus quinientos legionarios en todo lo referente a travesías marítimas, y les había hecho practicar la carga y descarga de los caballos, en previsión de que no hubiese puertos o muelles allí donde iban. Se habían reclutado doscientos marineros para tripular los bajeles. A pesar de la incertidumbre de su destino, un aire festivo había acompañado todos los preparativos.

Ahora los caballos relinchaban inquietos y los perros ladraban, con ansias de verse libres de las traillas. Llevaban varias docenas de grandes lebreles adiestrados para servir de guardianes en los campamentos, o actuar en los combates.

Grandes cantidades de alimentos y agua, armas y corazas de recambio, y todo aquello que pudiese hacer falta en las marchas y en las batallas había sido trasladado desde los depósitos en los muelles hasta las bodegas de la flotilla.

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