Authors: Douglas Niles
Durante diez años, había crecido en Kultaka. Sólo en contadas ocasiones había visto, aunque nunca hablado, a algunos de su propio pueblo. Había sido una niña bonita, y ahora se había convertido en una mujer muy hermosa. Sin embargo, a diferencia de muchas otras esclavas, su amo no sólo no la había tocado, sino que la había protegido de su díscolo hijo.
Erix había tenido la ocasión de aprender un poco acerca del Mundo Verdadero, porque Huakal era un hombre ilustrado que conocía Nexal, Pezelac e incluso las lejanas tierras salvajes de Payit. Quizá porque la esclava era mucho más inteligente que su propio hijo, Huakal había dedicado parte de su tiempo a instruirla.
Pese a ello, había perdido tanta de su vida anterior que no deseaba olvidar lo poco que le quedaba. Kultaka era una ciudad bonita y bulliciosa, pero resultaba un pobre sustituto de la gran capital de su propio pueblo. Pasaba los días imaginando la fabulosa Nexal, ahora más lejos que nunca. Para llegar a las tierras más cercanas de su gente había que cruzar montañas y desiertos.
Además, estaba el problema del «joven amo», el hijo único de su propietario. Callatl, un mozo cargante con ínfulas de guerrero, no la dejaba pasar sin un comentario grosero, un gesto, o algo peor. El joven malgastaba sus días en la persecución inútil de su objetivo: convertirse en Caballero Jaguar. Hasta su padre había aceptado hacía mucho tiempo que no reunía las altas calificaciones para entrar en la hermandad de los Caballeros águilas. A pesar de que los progresos de Callatl como guerrero eran escasos, Erix no dejaba de tenerle miedo.
La muchacha cargaba con el agua con cuidado, y mantenía en equilibrio la pesada jarra para evitar más derrames. La jarra, de un verde esmeralda muy fuerte, llevaba dibujos en dos de sus caras. Cada uno representaba, en un relieve tosco, la imagen de Qotal, el Plumífero. Al igual que el padre de Erix, Huakal era creyente de este viejo y casi olvidado dios. Ella sostuvo la jarra por los relieves, para que no se le escapara de las manos.
El agua estaba muy caliente, y ella no se atrevía a apurar el paso. Por fin llegó a la caseta cuadrada de piedra, edificada entre rosales y canales de agua clara, donde los miembros de la familia disfrutaban del baño diario. Apartó la cortina de junquillo, y entró en la cámara llena de vapor.
—Más agua, amo Callatl —dijo ella, en voz baja.
El muchacho corpulento estirado en la profunda bañera no le prestó atención, y sólo se movió un poco, dejando espacio suficiente para que ella volcara el agua sin quemarlo.
La joven bajó la jarra, sin hacer caso del vapor que le entraba en los ojos, y la volcó con mucho cuidado. Así y todo, unas cuantas gotas salpicaron la piel cobriza del hombre.,
Erix notó un frío súbito en el cuarto, a pesar de que la temperatura era elevada. La llama de las antorchas colocadas en las paredes parecieron oscilar y perder brillo, y una penumbra extraña se extendió en el baño. La muchacha desconocía la
zarpamagia
y no podía saber que un hechizo de naturaleza siniestra acababa de posarse alrededor de ella y Callatl, un encantamiento lanzado por Hoxitl y los Muy Ancianos, desde la Gran Cueva. Sin embargo, retrocedió un paso y, en un gesto inconsciente, llevó la mano al amuleto de plumas doradas, el regalo de su padre, colgado de su cuello.
—¡Estúpida! —El joven se incorporó de un salto, sin preocuparse de su desnudez. Alzó una mano para abofetearla, y ella por puro instinto levantó la jarra con la intención de protegerse el rostro. Las antorchas recuperaron la luminosidad a medida que disminuía la
zarpamagia,
pero el daño ya estaba hecho. El cuerpo de Callatl se sacudió de furia.
Su puño se estrelló contra la jarra, que voló por los aires. Cayó sobre el borde de azulejos de la bañera, y una esquirla rozó la rodilla de Callatl, que se cubrió de sangre.
El hombre salió de la bañera, mientras Erix retrocedía poco a poco. Temblaba sobrecogida por un miedo súbito, porque jamás lo había visto dominado por una cólera tan irracional. Su rostro, poco agraciado por tener los ojos demasiado juntos y la boca cruel, se retorcía en un gesto de locura.
—¡Me has provocado durante demasiado tiempo! ¡Ha llegado la hora de que pagues por lo que has hecho!
Erix le dio la espalda y corrió hacia la puerta, pero Callatl se lanzó tras ella. La sujetó de un brazo y la hizo caer al suelo.
—¡Detente! —gritó ella, al tiempo que le propinaba un puñetazo en su chata nariz. Su resistencia sólo sirvió para divertirlo. El la cogió por las muñecas y la aplastó contra el suelo.
—¡Acepta tu esclavitud,
princesa pluma! —
Pronunció el apodo en tono burlón. El la había bautizado así desde el día en que descubrió el cariño que demostraba por el amuleto de plumas—. ¡Mi padre ha sido demasiado bondadoso contigo!
Esta vez Erix sintió un miedo auténtico, un pánico que infundió una fuerza sobrenatural en su cuerpo delgado. Se retorció y pateó, y de pronto tuvo las piernas libres, con el joven casi atravesado sobre su vientre.
—¡Por todos los dioses,
detente! —
La muchacha alzó la rodilla en un golpe terrible contra la entrepierna de su agresor. Callatl soltó un alarido de dolor que se escuchó hasta en la casa principal.
»¡Bestia! —gritó Erix. Descargó sus puños en el estómago del joven, que rodó por el suelo sobre los fragmentos del jarrón que le produjeron cortes en la cara y los brazos. Con el rostro desfigurado por el odio y cubierto de sangre, Callatl se puso de pie y se lanzó sobre la esclava.
Erixitl recogió un trozo de cerámica. No advirtió que la imagen del Plumífero, el rostro de Qotal, aparecía intacto en el fragmento que sostenía en la mano. Los dedos de Callatl se tendieron como garras hacia su cara, y ella hundió el puñal improvisado en la garganta de su atacante.
El aspirante a caballero soltó un gemido ahogado; cayó de rodillas, y después se desplomó boca abajo. Erix escuchó el tintineo musical de la cortina a sus espaldas. Dio media vuelta y vio cómo palidecía el rostro de Huakal a medida que su amo captaba los detalles de la terrible escena.
Erix se arrodilló y besó el suelo mientras Huakal examinaba a su hijo. El noble quitó de sus hombros la brillante capa de plumas de guacamayo y abrigó con ella a Callatl, que se ahogaba al respirar.
Aterrorizada, la muchacha contempló el rostro del hombre que la había tratado con tanta bondad, que jamás la había tocado, y pudo ver su profundo sufrimiento. Pero, cuando Huakal habló, lo hizo con voz serena.
—Si muere —dijo—, tu corazón será entregado a Tezca en el próximo amanecer.
Halloran se abrió paso a través de la fila de espadachines y escuderos. Esta compañía, al mando del capitán Garrant, permanecía formada a la vista de todos en la ladera de la colina. Los piratas proseguían su avance, que ya no parecía tan rápido después de casi dos kilómetros cuesta arriba. El joven capitán comprendió la astucia de Cordell al haber escogido instalar la línea de defensa tan lejos de la playa.
Bajó un poco más, hacia la compañía de Daggrande, oculta detrás de un muro de piedra. Lo invadió el entusiasmo a medida que se acercaba a los ballesteros y a sus propios lanceros, que esperaban junto a los hombres de Daggrande, en un pequeño olivar.
La legión, estos guerreros, eran su familia. Se habían convertido en la familia más firme y afectuosa que había conocido jamás. Cuando Cordell y Daggrande lo habían encontrado casi diez años atrás, malviviendo en las calles de Mulsanter, el joven larguirucho jamás hubiera imaginado que podría llegar a tener un sentimiento de pertenencia tan grande. Tras la penosa experiencia sufrida, al acabar en tragedia el hechizo de su maestro, el mago Arquiuius, en un primer momento desconfió de los capitanes de corazas plateadas.
Pese a ello les sirvió bien, primero como paje del capitán general y después de escudero de Daggrande y más tarde de Broker. Había aprendido las artes de la guerra, y entrado en combate antes de tener dieciocho años. Caballista nato, Halloran había optado sin vacilar por los lanceros; para gran disgusto de Daggrande, que ya lo imaginaba de ballestero.
Ahora no podían contar con Broker, herido de gravedad por los piratas durante las escaramuzas del día anterior. Fray Domincus había salvado la vida de Broker con su magia, pero el capitán no volvería a usar las piernas. Este hecho añadía un toque amargo a las ansias de lucha de Halloran. Hoy tendría la oportunidad de vengar al herido.
Halloran encontró a Daggrande agazapado detrás del murete. Los ballesteros del enano se mantenían bien ocultos y esperaban en calma las órdenes de su capitán. La compañía formada por humanos y enanos vestía uniformes y corazas de todo tipo y condición. Había muchos con vendajes sucios de sangre en las heridas sufridas en los encuentros con los filibusteros, unas horas antes. Los ballesteros podían parecer un hatajo de malhechores, pero el joven tenía plena confianza en ellos y en su puntería.
—¿Cuánto más hemos de esperar? —preguntó el lancero. Intentó mantener la voz firme, aunque el entusiasmo por la batalla casi le estremecía el cuerpo. Su unidad esperaba inquieta en el olivar detrás de los ballesteros. Más allá del parapeto de piedra, a poco menos de un kilómetro y acortando distancia, podía ver la ola de colores, acero y llamas que formaba el ejército pirata.
El enano soltó una carcajada que parecía un ladrido agudo.
—Muy poco —respondió Daggrande, estudiando el rostro del joven—. Después de tantas campañas, ¿por qué te comportas como un novato que se enfrenta por primera vez al enemigo?
Hal miró a su viejo compañero y sonrió un tanto avergonzado.
—Cordell me ha confiado el estandarte de los lanceros —dijo—. Tengo el mando de las cuatro compañías.
—Te lo merecías —afirmó el enano, con una amplia sonrisa—. ¿Qué ha pasado con Alvarro? —El carácter impetuoso y los celos del capitán pelirrojo eran bien conocidos por los demás oficiales.
—Segundo en el mando. Me seguirá con las otras dos compañías. —Para sí mismo, añadió: «Así lo espero».
—No pierdas la cabeza —le recomendó el enano—. ¡Espera a que el toque de corneta te ordene avanzar! Recuerda todo lo que Cordell y yo te hemos enseñado, y no tendrás problemas.
—Ocupamos la altura. ¡No pienso desperdiciar la ventaja! —replicó Hal, muy serio—. Cordell tiene razón. ¡Si lo hacemos bien, Akbet—Khrul dejará de ser una amenaza de una vez para siempre!
—¡Y nosotros nos quedaremos sin trabajo! —exclamó Daggrande. Soltó la risa y Halloran rió con él.
—Espero que el capitán general encuentre nuevos rivales —dijo el joven, más tranquilo.
—Buena suerte. Es hora de que te reúnas con tus hombres.
—Lo mismo digo. Ah, y esta vez a ver si mejoras la puntería —respondió Hal, burlón.
Daggrande protestó indignado, pero el mozo ya había desaparecido en el olivar. En unos segundos llegó a donde estaba
Tormenta,
su yegua roana, que se movía inquieta por entrar en combate.
—El estandarte, sargento mayor —dijo el escudero, que portaba la lanza con el orgulloso pendón de los Lanceros Azules. El Pegaso dorado sobre fondo azul ultramar ondeó con la brisa.
—Desde ahora, capitán —le informó Halloran, feliz, mientras montaba de un salto y recogía la lanza. El escudero sonrió con entusiasmo.
El olivar ocultaba su posición al enemigo, pero entre las hileras de árboles se podía ver a derecha e izquierda. En el flanco derecho, a unos centenares de metros, flameaban los estandartes negro, amarillo y verde de las otras compañías. En el extremo de la línea, Alvarro lo miraba furioso, montado en su nervioso semental, con la boca retorcida en una mueca que dejaba al descubierto sus desiguales dientes.
Un centenar de corceles escarbaron el suelo cuando un número igual de lanzas con punta de acero fueron enganchadas en los estribos. La mayoría eran zainos oscuros; los demás, alazanes, roanos y grises. Todos caracoleaban, enardecidos por la proximidad del combate. «Tened paciencia —pensó Halloran—, no falta mucho.»
El joven intentó contener su propio entusiasmo. El
Diente de Helm,
el sable largo que le había regalado Cordell en persona, colgaba de su cinturón, ¡Por Helm, qué gran soldado era el capitán general! A Halloran le pareció que su corazón iba a estallar de orgullo por el honor que le habían conferido.
Pero Cordell era la piedra fundamental de la legión. Su capacidad de mando, su elocuencia y su valor demostrado en mil batallas eran el aglutinante de la tropa y su impulso hacia nuevas victorias.
Al través de los olivos, Halloran podía ver el avance de los piratas, tal como había dicho Cordell, todavía precedidos por los torbellinos de fuego. Los lanceros disfrutaban de una espléndida vista del campo de batalla.
El matorral bajo se ennegrecía debajo de las columnas ígneas, y muchos arbustos se incendiaban a su paso. Hal contó diez torbellinos mágicos que se movían en una larga línea zigzagueante, abrasando todo aquello que se oponía al avance de la horda pirata.
De pronto vio un resplandor de luz blanca, como un rayo de luna con la intensidad suficiente para ser visto a la luz del sol. La blancura en forma de cono estalló en un punto por delante y a la izquierda de la línea defensiva. En un instante, tres de los torbellinos de fuego se transformaron en nubes de vapor y desaparecieron arrastrados por el viento.
Se repitió el resplandor, esta vez por el lado derecho, y se apagaron otras cuatro columnas de fuego.
—
¡Lenguahelada! —
murmuró, con un alivio mezclado con cierto horror. Toda la legión conocía a Darién, la maga elfa. Ajena y distante a todos excepto Cordell, el afecto que demostraba por el comandante la convertía a los ojos de la tropa en un ser pasional. Además, era misteriosa, siempre tapada hasta los ojos durante el día, porque, como a todos los albinos, el sol le resultaba un martirio.
¡Y qué decir de su poder! Desde luego poseía una varita mágica y el mortal estallido helado. Pero también podía crear una cortina de fuego, hacer que el rayo descargara en medio de una formación enemiga o que una lluvia de meteoritos arrasara el campo de batalla. En más de una ocasión, estos poderes habían asegurado la victoria de los mercenarios en los combates más sangrientos.
Halloran divisó la figura encapuchada de la hechicera, sola delante de la tropa, que desapareció un segundo después. Supuso que Darién, una vez hecho su trabajo, se había teleportado hasta una posición segura detrás de las líneas de defensa.