Yelmos de hierro (7 page)

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Authors: Douglas Niles

Los piratas prosiguieron su avance; al parecer, no los preocupaba la desaparición de casi todos los torbellinos de fuego. Un par de columnas todavía giraban a la izquierda de Hal, y otra lo hacía por la derecha. Entonces escuchó una voz tan potente que dominó los gritos de la horda; Hal comprendió que fray Domincus había llamado al poder de Helm para que se sumara a la batalla.

Las dos columnas que avanzaban juntas se separaron un poco para rodear un pequeño estanque. En aquel momento, actuó la magia del clérigo; el agua del estanque desbordó las orillas y se extendió inundando el campo. En cuanto tocó las bases de los vórtices, se oyó un siseo muy fuerte y el fuego se apagó en medio de grandes nubes de vapor. Sin embargo, los agresores siguieron como si tal cosa; ahora se encontraban a un centenar de pasos y acortaban distancias a toda carrera.

—¡Ahora, por Helm! —gritó Daggrande, con su terrible vozarrón. Los cascos de acero de sus ballesteros asomaron al unísono por encima del parapeto de piedra, y un segundo después cien ballestas soltaron sus mortíferos dardos.

Con la atención puesta sólo en los espadachines y escuderos que tenían delante, los piratas flaquearon ante la súbita lluvia de flechas. Los hombres de Daggrande se dedicaron a tensar sus ballestas, mientras Akbet—Khrul y sus lugartenientes gritaban frenéticamente a sus tropas que reanudaran el ataque. Un alarido salvaje resonó en el aire cuando los miles de piratas obedecieron a su comandante.

—¡Disparen y carguen! —La segunda andanada produjo una auténtica carnicería. Los dardos disparados a menor distancia atravesaban los cuerpos semidesnudos de lado a lado, y penetraban con toda facilidad en las cotas de malla o los escudos que llevaban algunos piratas.

Una gran nube de llamas apareció de pronto en el centro de la línea enemiga, cuando Darién lanzó dos bolas incendiarias; el fuego mágico trabajaba ahora en favor de la legión. El infierno creado por los hechizos acabó con la vida de todos aquellos que tenía cerca.

Halloran notó el movimiento de la yegua y, por un momento, dejó las riendas flojas, pero después las sujetó con violencia. Dirigió una mirada severa a la fila de lanceros nerviosos, mientras pensaba en la audacia de Daggrande. ¿Tendría tiempo de volver a disparar?

La horda avanzaba como un rodillo dispuesto a aplastarlo todo. El joven observó los esfuerzos que debían hacer los ballesteros para cargar sus armas, convencido de que serían despedazados por las cimitarras y alfanjes enemigos antes de poder disparar. El jefe de los piratas —Halloran no dudaba de que era el mismísimo Akbet—Khrul— se encontraba a menos de veinte pasos del murete cuando el primer ballestero levantó su arma. El rostro del filibustero no parecía humano, desfigurado en una mueca absolutamente salvaje.

Los gritos y alaridos de los atacantes lo ensordecieron. «¡No puedo esperar más! ¡Debemos cargar ahora!» Pero, en aquel momento, otra ballesta y otra quedaron listas y apuntadas, con el enemigo a diez pasos. «¿Por qué no disparan?»

Un segundo después, toda la compañía tuvo sus armas preparadas. Cinco pasos...

—¡Disparen y carguen! —Desde lo alto de la colina, una trompeta de bronce hizo eco al ladrido de Daggrande, que se perdió en el tumulto.

—¡A la carga, lanceros! —El tremendo grito de Halloran casi pasó inadvertido, pero la inclinación del estandarte significó para sus hombres la orden de ataque. El centenar de caballos surgió del olivar como una tromba; algunos pasaron entre los hombres de Daggrande para saltar el parapeto mientras que otros cruzaban un prado al final del muro, para cabalgar en línea oblicua hacia el centro de la fuerza pirata.

Cuando su corcel saltó la barrera de piedra, Halloran tuvo oportunidad de ver los estragos de la última descarga; algunos dardos habían llegado incluso a atravesar dos cuerpos en su trayectoria, uno tras otro, y a lo largo de su camino encontró una ristra de cadáveres asaeteados.

La carga de los lanceros quebró definitivamente el impulso del ataque. Hal buscó a Akbet—Khrul y le pareció reconocerlo en un cadáver, con tres o cuatro dardos clavados en el cuerpo; después continuó a todo galope llevado por el entusiasmo de la carga.

La plataforma de plumas transportó a Naltecona hasta lo alto de la gran pirámide, mientras el canciller maldecía para sus adentros la lentitud de la marcha. Los sumos sacerdotes y los magos de Nexal, que constituían su consejo privado, subían las escaleras para reunirse con su príncipe en el templo instalado en la cumbre.

Una vez más los dioses habían rodeado Nexal con señales y presagios. En una ocasión anterior habían incendiado el templo de Zaltec, erigido en esta misma pirámide. Ahora, en cambio, no mostraban su disgusto con otro incendio, o con un acto de destrucción en cualquier otro punto de la inmensa urbe; los dioses habían decidido exhibir su ira fuera de la ciudad, donde podía ser contemplada por todos los habitantes de Nexal.

La capital del imperio, el corazón del Mundo Verdadero, se levantaba entre el esplendor cristalino de cuatro grandes lagos. Una pasarela atravesaba cada uno de los lagos, para permitir el acceso a la ciudad desde todas las direcciones. En las zonas costeras de los lagos se cosechaba arroz y sus aguas proveían una pesca abundante, mientras que enormes jardines flotantes ampliaban cada día los dominios de Nexal.

Los lagos recibían los nombres de los cuatro dioses dominantes. Los tres de mayor superficie, al norte, este y sur, suministraban el agua más pura y soportaban todo el tráfico comercial. Se llamaban Zaltec, Calor y Tezca, respectivamente. El más pequeño, al oeste, era de agua salada, y llevaba el nombre del Canciller del Silencio, Qotal.

Ahora, grandes columnas de vapor se elevaban con un siseo de la superficie de tres de los lagos, para formar en las alturas nubarrones enormes que amenazaban con tapar el sol. Unas olas muy altas lanzaban el agua caliente contra los numerosos canales de la ciudad; las canoas naufragaban y los bajos de muchas casas se habían inundado. Sólo el lago salado permanecía en calma, con el oleaje natural producido por el roce de una brisa suave.

Naltecona evitó mirar hacia los lagos, pero las caras de sus sacerdotes y magos no le dieron mucho consuelo. En la plaza, al pie de la pirámide, se amontonaban los nobles y cortesanos, que le parecieron aún menos útiles que los miembros del consejo, a su lado.

En los últimos tiempos, sólo había una persona cuya presencia y consejo infundían confianza en Naltecona; su sobrino Poshtli. Pero en esos momentos el orgulloso Caballero águila se encontraba al mando de una expedición de castigo contra el estado vasallo de Pezelac, muy lejos de Nexal. Naltecona se sentía muy solo, y el maravilloso ascensor que lo transportaba sin tocar la cara de la pirámide parecía contribuir aún más a su soledad.

Casi desesperado, el reverendo canciller miró hacia arriba. Un gran abanico verde esmeralda se movía majestuosamente por encima de su cabeza. A su alrededor se extendía el cielo azul del verano, una gigantesca cúpula sin nubes. Contra aquel fondo impoluto se recortaban las siluetas de los tres colosos volcánicos que rodeaban Nexal. A pesar del calor estival, había casquetes de nieve en dos de los volcanes. El tercero, Zetal, era el más alto, y la intensidad de sus fuegos interiores impedía la acumulación de nieve en la cima.

El ascensor llegó a lo alto de la pirámide, y depositó a Naltecona en la plataforma con la suavidad característica de la
pluma.
El príncipe se apresuró a recorrer el perímetro para contemplar los augurios de los dioses.

—¡Más señales! ¿Por qué me asediáis con misterios y portentos espantosos? —Sacudió un puño en dirección a los lagos como si quisiera desafiar a los dioses que le daban nombre. Sin hacer caso de las miradas inquietas de los sacerdotes y magos, agotados tras la larga y dura ascensión, gritó—: ¡Por una vez quiero que me deis una respuesta en lugar de más preguntas!

Naltecona estaba rabioso, su furia dividida entre los consejeros que tenía delante y las formas invisibles de los dioses. ¿Qué significaba todo esto? El gobernante se forzó a sí mismo a recuperar el control, por difícil que fuera, ante esa nueva demostración del disgusto divino.

El reverendo canciller se paseó arriba y abajo de la plataforma de la gran pirámide, la estructura más elevada de todo Nexal. Una docena de sacerdotes se apartaban para dejarle paso y después corrían para mantenerse cerca, y lo mismo hacían los magos. Estos carecían de casi toda autoridad, pero practicaban algunos hechizos que les permitían predecir el futuro. Sólo por esta razón, Naltecona los mantenía a su servicio.

En la plataforma se erigía el gran templo de Zaltec, reconstruido después del misterioso incendio ocurrido diez años atrás. En su interior, la efigie del dios aparecía cubierta de la sangre seca de miles de sacrificios. La boca hambrienta del dios permanecía abierta para recibir los corazones palpitantes de las víctimas.

—¡Apartaos de mí, todos vosotros! —rugió el canciller—. Tú no, Coton, quiero que te quedes.

Los otros sumos sacerdotes miraron furiosos a su colega, mientras iniciaban el descenso de la larguísima escalera. En una mitología plagada de deidades celosas y vengativas, los servidores de cada dios vigilaban a sus rivales. El hecho de que Coton, patriarca de un dios olvidado hacía mucho tiempo, uno que ni siquiera reclamaba el sacrificio de vidas humanas, recibiese un trato preferente por parte del reverendo canciller les parecía a todos una amenaza terrible.

Hoxitl, sumo sacerdote de Zaltec, se demoró un poco como si quisiera demostrar su desafío a la voluntad de su gobernante. Pero de pronto pareció recapacitar y encaró el descenso, no sin antes mirar airado a Coton. El patriarca de Qotal no pareció advertir la actitud de su colega.

Naltecona hizo caso omiso del malestar de sus clérigos, y esperó a que hubiesen descendido lo suficiente para no oírlo. La pareja permaneció solitaria, en la cumbre de la pirámide truncada, con toda la ciudad desplegada a sus pies. El canciller dirigió una mirada de hierro al anciano Coton, como si quisiera conseguir con su voluntad que rompiera su silencio.

Después le dio la espalda, consciente de que Coton estaba ligado por su juramento.

—¿Por qué —preguntó— el único sacerdote que podría darme consejo y consuelo prefiere no hablar? —Volvió a mirar al viejo—. ¡Todos los demás no hacen más que aleccionarme durante todo el día! ¡Me avisan que sus dioses tienen hambre, necesitan más corazones y más cuerpos para alimentarlos! ¡Les damos lo que piden, y ellos continúan enviando nuevos presagios!

La angustia de Naltecona se reflejó en su voz, mientras miraba en cualquier dirección que no fuese la de los lagos.

—¿Qué significa todo esto? —chilló el canciller, sin poder contener más su nerviosismo—. Tú lo sabes, Coton.
¡Tú ves y comprendes!
¡Debes decírmelo!

El sacerdote respondió a la mirada imperiosa del príncipe con otra compasiva y severa.

—¡El lago de Qotal permanece en calma mientras todos los demás hierven y desaparecen ante nuestros ojos! —manifestó Naltecona—. ¡Quiero saber por qué! ¡Necesito saberlo!

Coton no desvió la mirada y continuó en silencio. Frustrado, el canciller volvió a contemplar el espectáculo sobrenatural que rodeaba a su gloriosa ciudad.

—¿Es la señal del retorno de Qotal? —preguntó Naltecona, con una voz donde se mezclaban el miedo y la esperanza. De pronto, pareció aliviado al tener un oyente que no le contestaría—. Recuerdo tus enseñanzas, patriarca, antes de que asumieras tu alto cargo y juraras un voto tan molesto. Hablabas del dios—rey Qotal, el Plumífero, gobernante por legítimo derecho del Mundo Verdadero; de cómo había navegado hacia el este, y prometido volver cuando las gentes de Maztica hubiesen demostrado ser dignas de su reinado.

Por primera vez, el sacerdote apartó su mirada de Naltecona y miró hacia el este como si esperara ver en cualquier momento la aparición de la imagen del Plumífero. Después, Coton volvió a mirar al canciller, que, embargado por una angustia patética, buscaba en los ojos del anciano una respuesta inexistente.

—Creo que ésa es la señal —dijo Naltecona, aceptando la evidencia—. Qotal regresa a Maztica.

3
El Consejo de Amn

Cordell acarició los finos mechones de su barba, en un esfuerzo por contener su deleite. Sabía que ofrecía un aspecto magnífico vestido con su túnica verde y el collar de esmeraldas y diamantes. Las botas negras de caña alta hasta los muslos, el peto ceremonial de acero y el yelmo le conferían un aire marcial impresionante.

A su lado se encontraba Darién, con la capucha echada sobre los hombros, para mostrar su cabellera blanca, que resplandecía con su propia iridiscencia. Su túnica de seda rojo sangre contrastaba con el blanco alabastro de su piel. Un broche de rubíes ponía una nota de color en los cabellos blancos.

—¡Te lo repito, un solo hechizo sería suficiente para dominarlos a todos! —susurró la maga. Su voz apenas resultaba audible, pero la importancia que concedía al tema se reflejó con toda claridad en su tono.

—¡No, es muy arriesgado! ¡Sin duda el Consejo debe de tener defensas contra un intento de este tipo! —respondió Cordell, con otro murmullo.

—¿Acaso crees que podrás persuadirlos?

—Estoy seguro.

—El Consejo, capitán general. —Un guardia de librea abrió la puerta de bronce y, con una reverencia, invitó a Cordell y a su dama a que entraran en la sala.

Cordell atravesó la puerta con aire desenvuelto, tomado del brazo de Darién. Caminaron por la alfombra blanca como la nieve; los zapatos de cristal de la hechicera se deslizaron sobre la lana casi sin tocarla, mientras que las botas del general dejaban un rastro de fango apenas visible.

—Capitán general Cordell, el Consejo de los Seis os saluda. Habéis conseguido una gran victoria para Amn, y para las fuerzas del orden de los Reinos —dijo una voz profunda. El orador era miembro del Consejo, uno de los príncipes mercaderes que gobernaban Amn, y permanecía de pie oculto en la penumbra de la sala.

El general pudo ver más figuras, por encima de él y ubicadas detrás de una reja que parecía ser la parte delantera de un banco.

Varios veladores pequeños con pantallas de vidrios de colores proyectaban una luz tenue que dejaba en sombras la mayor parte de la habitación. El Consejo ocupaba el banco, en tanto los visitantes recorrían la alfombra hasta llegar a un espacio circular delante de los seis gobernantes de Amn.

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