Yelmos de hierro (27 page)

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Authors: Douglas Niles

—No desembarquen los caballos hasta que sea de noche —ordenó el capitán general—. No hemos visto ninguna señal de que utilicen animales de montar. Quizá resulten una sorpresa muy desagradable para el enemigo cuando los vean mañana.

Sus capitanes permanecían formados ante él en la cubierta del
Halcón,
mientras les comunicaba las últimas instrucciones. Cordell había dispuesto que la legión desembarcaría antes del anochecer, y que acamparía en la playa, sin ocultarse de la vista del ejército nativo.

Una vez más, el capitán general volvió su mirada a la planicie junto al delta, donde miles de guerreros, reunidos alrededor de muchas docenas de banderines multicolores, estandartes y abanicos, los esperaban. Permanecían a casi un par de kilómetros de la playa, una distancia que sus legionarios podían recorrer sin dificultad.

Mas allá de la llanura, se elevaban los grandes edificios blancos de la ciudad. El más curioso era la gran pirámide, con sus jardines dispuestos en terrazas en cada uno de sus lados. En lo alto de la pirámide, el chorro de una fuente de agua reflejaba los colores del sol poniente.

—General, ¿por qué no permanecemos a bordo esta noche, y desembarcamos la legión por la mañana? ¡Nos exponemos a ser víctimas de un terrible ataque nocturno! —La pregunta la formuló Garrant, el capitán al mando de la infantería. Su objeción daba voz al pensamiento de muchos hombres de la tropa.

—¡Desembarcaremos esta noche, precisamente para demostrar que no tenemos miedo! —contestó Cordell, enérgico. Sin embargo, era obvio que le había complacido la pregunta. En un tono más suave, añadió—: Sé, capitán Garrant, que sus hombres soportarían el peso del ataque si por azar llegase a ocurrir. Apuesto a que no habrá ningún ataque, y me permito correr el riesgo porque confío en que su compañía será capaz de defender a la legión si me equivoco.

Satisfecho con el cumplido, el capitán manifestó con un cabeceo su comprensión del plan.

—Mi señor general... —llamó una voz plañidera. Cordell se volvió, rechinando los dientes, para mirar al contable con cara de comadreja, Kardann.

—¿Sí?

—¡El tesoro, mi señor! Os ruego que penséis en los tesoros que ya hemos conseguido. ¡Cargamos con la pequeña fortuna en pepitas de oro y joyas que nos dieron los isleños! —Kardann acompañó su protesta con continuos movimientos de cabeza, y frecuentes miradas hacia la playa.

»¿No sería una medida de prudencia llevar el tesoro mar adentro? —preguntó, nervioso—. ¿No creéis que sería mejor alejarnos de la playa, donde los salvajes podrían asaltarnos con sus canoas y apoderarse de nuestro oro?

Cordell miró atónito al contable.

—¡Es una insolencia pensar que puedan ser capaces de apoderarse por la fuerza de uno solo de nuestros barcos! —exclamó—. ¡No puedo tolerar que se digan estas cosas! —Al capitán general le preocupó el hecho de que las palabras del contable fuesen un motivo de distracción, en un momento en que necesitaba concentrar la atención de sus hombres en la batalla.

Cordell se giró hacia el puente de popa; después cambió de opinión. En circunstancias normales, le habría pedido al fraile la bendición de Helm para sus tropas, pero Domincus no hacía otra cosa que murmurar y pasearse de arriba abajo, con la mirada puesta en la costa. El comandante tenía miedo de que su arenga fuese poco apropiada. «¡Domínate, hombre! —pensó—. ¡Te necesito! ¡La legión te necesita!»

—¡Son los desertores en persona! —chilló Domincus, señalando una pequeña embarcación que se acercaba a la nave insignia.

Cordell y los capitanes se asomaron por la borda, y vieron una canoa que salía de uno de los canales del delta. Halloran y Daggrande eran los únicos tripulantes.

—Fray Domincus, tenemos que hablar —dijo Cordell, en voz baja.

A pesar de la suavidad del tono, su voz tenía la fuerza del acero. Los capitanes se movieron inquietos a sus espaldas, y el general comprendió que debía maniobrar con cuidado, entre el deseo de venganza del clérigo y las necesidades prácticas de sus hombres.

El fraile dirigió una mirada de sospecha al comandante, pero se cuidó de no montar un escándalo delante de los legionarios.

—¡Espero que no se os ocurra darles la bienvenida! —siseó, incrédulo—. El joven es culpable de una negligencia criminal al haber permitido el asesinato de mi hija. ¡Y ambos desertaron de nuestros soldados delante del ataque enemigo! —La ira dio a su voz un tono agudo.

«No puedo provocarlo ahora —pensó Cordell—. Mañana lo necesito.»

—La muerte de vuestra hija es una gran tragedia, amigo mío. Desde luego, ella había sido confiada a la custodia del joven Halloran. Por lo tanto, esto cuenta en su contra. No obstante, es un lancero hábil, un gran jinete y un soldado muy valiente. En cuanto a Daggrande, es mi mejor capitán. ¡No podéis pedir que os entregue a los dos en víspera de una batalla!

—¡Pero si está la declaración de los guardias! Desaparecieron durante...

—¡Fueron arrebatados por arte de magia! ¡Vuestra ira no os puede cegar hasta el punto de no reconocerlo! —El fraile le dio la espalda, malhumorado—. Os entregaré a Halloran, encadenado. Después de la batalla, le impondréis el castigo que consideréis justo. Pero Daggrande quedará libre de todo cargo, sin ninguna sanción de vuestra parte. Tampoco tildaréis a estos hombres de cobardes, en mi presencia o delante de cualquier miembro de la legión. ¿Ha quedado claro?

«¡Obedece! —El capitán general enfocó su voluntad y su capacidad de mando en el clérigo—. Te necesitamos, fraile. Pero también necesitamos a Daggrande.»

—De acuerdo —gruñó Domincus—. Quiero ver a Halloran con grilletes y encerrado bajo cubierta. No les diré nada a los hombres. No necesito castigar al enano.

—Bien —asintió Cordell, aunque enfadado porque la venganza de su lugarteniente le costaría la pérdida de un buen oficial—. Ahora vamos a ocuparnos de su llegada.

El fraile se unió a los capitanes, y Cordell llamó a su camarero. El mozo escuchó con atención, mientras su comandante le explicaba los arreglos necesarios para improvisar una celda en la bodega.

El estandarte del águila dorada ondeaba orgulloso al tope del palo mayor del
Halcón.
Al aproximarse al navío, Halloran sintió que lo embargaba la emoción. Las lágrimas corrieron por sus mejillas, y saludó a la bandera cuando la canoa llegó al costado del
Halcón.
Hizo un esfuerzo por dominar también la vergüenza. La tragedia de la pérdida de Martine era como una losa en su pecho. No sabía qué le esperaba en cubierta.

La carraca apenas si se movía en las aguas tranquilas de la laguna, y no tuvieron ninguna dificultad para trepar por las escalas de cuerda que les arrojaron desde las amuras.

Halloran se quedó atónito en cuanto pisó la cubierta. Sin decir palabra, cuatro fornidos sargentos lo sujetaron y le colocaron grilletes en las muñecas y los tobillos.

El joven se mordió la lengua. Vio la figura airada del fraile Domincus detrás de los guardias, y sospechó la explicación. «Quizá no me merezca otro trato», pensó.

—¡Eh, qué pasa aquí! —gritó Daggrande, dispuesto a defender a su amigo. El capitán general se acercó a él, con una mano levantada para pedir calma.

El enano miró desconcertado a su comandante. Las palabras de Cordell estremecieron a Halloran con una fuerza superior al más terrible de los golpes.

—Capitán Halloran, se lo acusa de deserción delante del enemigo. Tendrá la oportunidad de hablar en su propia defensa después de que se resuelvan los asuntos de mañana. Hasta entonces, permanecerá confinado en el calabozo bajo cubierta del
Halcón.

Cordell no apartó su mirada de los ojos de Halloran, y el joven buscó en ella algún mensaje oculto, un destello que le dijese que su general no lo consideraba un cobarde, como alguien capaz de huir de una batalla. El respeto de aquel hombre significaba para Halloran más que cualquier otra cosa en el mundo. En cambio, sólo vio la dureza y el poderío de su comandante.

—¡Su espada, señor! —La orden de Cordell sonó como un ladrido.

Aturdido, el joven capitán desenganchó su sable y, sin poder dar crédito a lo que sucedía, se lo entregó al general. Cordell dejó el arma y se volvió hacia los legionarios reunidos en cubierta.

—El mando de las compañías de lanceros es transferido al capitán Alvarro. La orden entra en vigor ahora mismo.

Halloran escuchó la última ofensa —la transferencia de su unidad a las asquerosas manos de su rival sin escrúpulos— mientras bajaba por la escotilla hacia su calabozo.

15
Prisionero

El desierto se extendía en todas direcciones, desolado, seco y abrasador. Allí donde una vez Poshtli había contemplado miles de colores maravillosos, tonos dorados, rojos y ocres en un millón de variedades de luz y sombra, ahora sólo veía vacío, esterilidad y muerte.

Su cantimplora llevaba yacía varios días. Conocedor del desierto, el Caballero águila había sobrevivido gracias al cacto conocido con el nombre de «madre de las arenas». El agua dulce contenida por la planta lo había sostenido hasta que el desierto se volvió tan seco que ni siquiera los cactos podían vivir.

La capa de plumas de águila se extendió a su alrededor cuando Poshtli se desplomó, agotado. Apretó en su mano un puñado de guijarros menudos hasta transformarlos en arena, como si quisiera sacar agua de las piedras. Por primera vez, pensó si el desierto no acabaría por derrotarlo.

Las plumas de águila, blancas y negras... y ahora cubiertas de polvo, podían convertirse en alas y sacarlo de ese lugar de muerte y desesperación. Sacudió la cabeza, casi sin fuerzas.

«¡No! —se dijo a sí mismo—. He comenzado a pie y acabaré este viaje de la misma manera.» El dios, el dios Plumífero en persona, le había hablado a Poshtli en un sueño para encomendarle esta misión. él debía encontrar la rueda de plata, el objeto que podría explicar el significado de la llegada de los extranjeros. Quizá no eran el anuncio del regreso de Qotal, pero no por ello dejaban de ser algo de muchísima importancia para el Mundo Verdadero.

La misión de Poshtli era descubrir la verdad, la naturaleza de su significado. Cómo lo conseguiría, o incluso cómo sobreviviría al desierto, eran por ahora dos puntos a resolver.

Entonces las rocas comenzaron a hablar.

La chalupa se deslizó a través de la oscuridad para refugiarse en la banda de barlovento del
Halcón.
Una figura oscura cogió un cabo y trepó deprisa hasta la cubierta. Saludó con una inclinación de cabeza a los legionarios de guardia, y se dirigió a la cabina de proa.

El fraile Domincus abrió la puerta, y la luz de las velas iluminó al visitante, que se apresuró a entrar.

—Ha sido muy amable al venir, capitán —dijo el fraile, mientras servía dos copas de brandy.

—Recibí su mensaje. ¿Qué quiere? —gruñó Alvarro.

Domincus frunció el entrecejo, y su rostro adquirió una expresión desagradable. Entrecerró los ojos y observó a su invitado al tiempo que le alcanzaba la copa.

—Creo que no se hará justicia en un caso de traición ocurrido en nuestras filas —respondió.

Una sonrisa ladina apareció en la cara de Alvarro, que comprendió de inmediato las intenciones del clérigo.

—Adelante —dijo.

—Está en posición de sacar beneficio de una justicia rápida en el caso en cuestión, y yo deseo que dicha justicia se cumpla. Créame si le digo que debe el mando de los lanceros a mi intervención y al peso de mis recomendaciones.

La barba roja de Alvarro se torció en un gesto de disgusto. Al capitán no le agradaba el giro que tomaba la conversación, y el fraile cambió de táctica en el acto.

—Si Halloran encontrase su fin a bordo antes del juicio, mientras yo estoy en tierra con Cordell, puedo prometer que la investigación de... la ejecución será mínima.

Alvarro le dio la espalda y se apartó un par de pasos. Después, volvió a mirar al sacerdote.

—Quiero algo más que la revancha —dijo—. Quiero oro.

—Estoy seguro de que podemos acordar un precio aceptable —replicó Domincus.

Los estandartes de plumas ondeaban en el aire, sostenidos por la magia de la
pluma
como una nube de colores por encima del ejército de Payit. Toda la llanura de Ulatos se había convertido en un mar con millares de tonos diferentes. Grandes abanicos se movían por encima de los líderes más importantes, los jefes de diez centurias. Guerreros de todas las tierras de Payit, de las profundidades de la selva y de toda la sabana, se encontraban ahora reunidos en el llano junto a la laguna de Ulatos.

Gultec se encontraba en el centro de la multitud, en compañía de otros Caballeros Jaguares, instalado en la azotea de una casona que se había convertido en su punto de reunión. Los pitos y los cuernos de concha de las diferentes compañías sonaban sin cesar, mientras de las selvas vecinas llegaban más tropas marchando a la luz de las antorchas, como serpientes de fuego.

Al caballero lo inquietaba ver a todo el ejército reunido a campo abierto, a menos de dos kilómetros del campamento de los extranjeros. Tenían a un lado la selva y al otro los manglares, sitios ideales para ocultar a diez mil hombres o más muy cerca de la ruta que seguiría el enemigo en su avance. No obstante, Caxal, el reverendo canciller, llevado por su orgullo, había dispuesto lo contrario.

Las fuerzas enemigas habían desembarcado a plena luz del día, desplegado sus compañías, y avanzado unos cien metros desde la playa. Por un momento, dio la impresión de que se disponían a atacar con el anochecer, una táctica impensable para Gultec y los demás jefes. Sin embargo, todo indicaba que los extranjeros, como habría hecho cualquier otro, esperarían hasta el amanecer para iniciar el combate.

Las hogueras marcaban el perímetro del vivac de su ejército, y Gultec no pudo menos que sentir orgullo al ver a sus guerreros desplegados en la llanura. Veinticinco mil hombres, organizados en regimientos de diez centurias, habían respondido a la alarma de invasión. Se trataba de divisiones independientes, al mando de Jaguares y águilas de alta graduación. Cada centuria incluía una fuerza auxiliar de media docena de águilas o Jaguares que habían demostrado su gran valor en muchas campañas.

Las compañías de arqueros y las armadas con hondas se encargarían de bombardear al enemigo, mientras que las equipadas con jabalinas y
macas
tenían la misión de cercarlos y completar la captura.

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