Authors: Douglas Niles
Al menos, éste era el plan.
Erix caminó a toda prisa a través de los campos, sin dejar de observar las casas de los campesinos. No tenía la intención de llegar a Ulatos, pero tampoco quería dormir a la vera de algún canal.
Una mujer regordeta preparaba tortillas de maíz delante de una de las viviendas que encontró a su paso. Se trataba de una casa pequeña, junto a una acequia. Parecía recién pintada, y las hojas de palma del techo mostraban un verde brillante. La mujer la saludó con la mano, y Erix le devolvió el saludo con una sonrisa. Vaciló, y la matrona de cabellos grises le hizo una seña para que se acercara.
—Soy Tzilla —dijo cortésmente, después de que Erix se presentó a sí misma—. ¿Qué hace una muchacha bonita como tú caminando sola a estas horas? —El tono era jocoso, pero Erix notó que ocultaba una preocupación sincera.
—No conozco a nadie, y busco un lugar donde dormir.
—Mi casa es tu casa, hija mía —repuso Tzilla, como una buena anfitriona—. ¿Querrás compartir mi mesa?
—Me sentiré honrada, madre —contestó Erix, complacida.
Tzilla le indicó que se ocupara de remover las alubias que se cocían en la olla de barro colocada entre las brasas, mientras ella cortaba pimientos y tomates. Unos minutos más tarde, las dos mujeres se sentaron en las esteras de junco para disfrutar de una opípara comida.
Erix se sorprendió al ver que el marido de Tzilla, o cualquier otro, no compartía la cena con ellas.
—Perdona si soy impertinente, pero tienes una casa muy grande para una sola persona. ¿No tienes a nadie?
—Mi marido y mis hijos están con sus centurias en la llanura de Ulatos —respondió Tzilla, sorprendida—. ¿Es que no estás enterada?
—¿De los extranjeros? Desde luego. Los he visto.
—Pero no sabes —dijo Tzilla, con una mirada socarrona— que los guerreros de Payit se han reunido en la llanura, muy cerca de los forasteros. ¡Mañana, nuestro ejército acabará con ellos!
El rostro de Erix reveló su asombro, antes de que pudiera dar una respuesta.
—¿Tan... pronto? —tartamudeó—. ¿La batalla será mañana? —Pensar en que la matanza ocurrida en los Rostros Gemelos podría multiplicarse cien veces, le produjo escalofríos.
Tzilla asintió con aires de saberlo todo.
—¡Los extranjeros son auténticos salvajes! —comentó, con un susurro conspirador—. Atacaron a un grupo de sacerdotes en la playa. ¡Secuestran a las mujeres! Luchan como demonios, pero son hombres y se los puede matar.
La muchacha asintió incrédula ante la velocidad de los rumores.
—Todos los hombres de Ulatos, y todos los que viven a un día de marcha, se han reunido aquí. Jamás la nación payita ha reunido un ejército tan grande! —añadió Tzilla, que se embarcó en una larga descripción de las tropas, detallando su fausto y colores.
Erix casi no la escuchaba. Su mente recordaba las corazas metálicas que destrozaban las lanzas, las armas plateadas capaces de segar los escudos y los huesos como si fuesen hierbas. Vio los rostros salvajes de los legionarios, su férrea disciplina, y recordó cómo poco más de una veintena de ellos había matado a centenares de payitas. De pronto, la charla de Tzilla se hizo entrecortada mientras describía el estandarte de la cacatúa verde, símbolo de la aldea vecina.
—Lo siento —dijo Erix, al observar que la mujer miraba con aire ausente el plato que tenía delante.
Tzilla sacudió la cabeza, y una lágrima rodó por sus mejillas curtidas.
—¡Charlo como una vieja, y todavía me falta mucho para serlo! —Tzilla se forzó a reír; el sonido sonó a falso, y renunció al disimulo—. ¡Tengo muchísimo miedo!
—Yo también —reconoció Erix—. Esperaba que habría paz. ¡Quería hacer la paz!
—Es demasiado tarde —suspiró Tzilla. Miró sorprendida a Erix cuando ella se puso de pie—. ¿Adonde vas?
—¡Voy en busca del ejército! —gritó Erix. Se le había ocurrido una idea. ¡Todavía podía haber una esperanza! ¡Quizá se podía evitar que mañana fuese el comienzo de la guerra!
—¡No seas loca! —exclamó Tzilla, alarmada—. ¡Caxal está dispuesto a vengar el insulto a sus sacerdotes! Dicen que Gultec, al mando del ejército de Ulatos, anhela entrar en combate. Las tropas ya han comenzado sus danzas guerreras. Ni siquiera los dioses podrían evitar la batalla.
—He escuchado hablar de Gultec —admitió Erixitl, que de pronto se sintió como una tonta—. ¡Es un guerrero formidable! Jamás había visto...
Se interrumpió, consciente de la mentira, al recordar a Halloran y su legión. Sin embargo, no había necesidad de aterrorizar a esta mujer con relatos acerca del enemigo al que iban a enfrentarse su marido y sus hijos. Al mismo tiempo, intuyó la inutilidad de su misión. Gultec la entregaría a los sacerdotes de Zaltec, y la batalla se produciría de todas maneras.
—Esta noche, descansa —la tranquilizó Tzilla—. Sólo podemos rezar a nuestros dioses, y se hará su voluntad.
La pesada puerta se cerró como una lápida. Halloran se apoyó contra el mamparo de madera en la sentina del
Halcón,
encorvado de espaldas para evitar darse de cabezazos contra las vigas del techo. Los grilletes le cortaban la piel en las muñecas y los tobillos, y las cadenas enganchadas al tabique lo mantenían de pie.
Pero no era el dolor físico lo que le preocupaba. Mucho peor era el espiritual; la sensación de haber sido traicionado dominaba a todas las demás, y su alma se veía inundada por la más negra desesperanza. La legión era su hogar, su familia..., ¡su vida!, y ahora se había vuelto en su contra. Lo condenaba por una falsedad que Cordell no había querido reconocer como tal.
«¡Mi general! ¿Por qué me ha hecho esto?» Ya no pudo contenerse más, y se echó a llorar con desesperación. Colgado de las cadenas, lloró hasta quedarse sin lágrimas.
El suave balanceo de la carraca lo tranquilizó poco a poco. El hedor del agua de sentina se hizo más fuerte, y, por fin, el joven comenzó a interesarse por el lugar donde se encontraba.
Supuso que ya habría anochecido. La poca luz que se filtraba en la celda a través de las junturas de los tablones del techo tenía el tono amarillento de las lámparas. El espacio casi minúsculo carecía de toda comodidad; ni siquiera había un banco, y habían clavado las cadenas directamente en el mamparo.
La angustia pasada lo había dejado exhausto. ¿De qué valían sus esfuerzos si los caprichos del destino podían llevarlo a situaciones como ésta?
—¡Maldito sea Helm! —siseó. Comprendió que los dioses no eran más que una excusa para los hombres, la razón para justificar cosas terribles e injustas. Vanidosos, volubles y poco de fiar, los dioses no le servían de consuelo.
Un hombre necesitaba algo más real, pensó Halloran. Algo tangible, como la fuerza de su brazo o el filo de su espada. Hasta el poder arcano de la magia era una cosa
real,
con la que se podía contar incluso en los peores momentos. En cambio, un dios podía volverle la espalda a un devoto sin acabar de escuchar sus cuitas.
Hal pensó una vez más en sus estudios de magia con Arquiuius, hechos en una época que ahora le pareció remota. ¿Cuáles eran las palabras que se había esforzado tanto en aprender, las palabras del hechizo para lanzar un proyectil mágico? Sacudió la cabeza desconsolado. En este momento, los hechizos y las armas le eran tan inútiles como los dioses. Se encontraba librado a su propio ingenio, y su cerebro no funcionaba al máximo nivel.
Dio un tirón, y arrugó el rostro por el dolor en la muñeca herida. ¡La cadena se movió! Volvió a repetir los tirones, sin preocuparse de la sangre que le salpicaba el pecho. ¡Habían metido el clavo en una junta de los tablones! ¡Vaya descuido! Con un último esfuerzo consiguió arrancarlo.
Echó un vistazo al grillete, y vio que estaba cerrado con pasador sencillo, imposible de abrir con la mano esposada, pero que no representaba ningún obstáculo para alguien con una mano libre. En unos segundos, se libró de los grilletes.
Escuchó débilmente el crujido de los cabestrantes que arriaban las chalupas, y el golpe suave de la madera contra el casco del
Halcón.
Los relinchos de los caballos le indicaron que desembarcaban a los lanceros. La pena volvió a dominarlo al comprender que cabalgarían a la batalla sin él a la cabeza. Recordó la sonrisa maligna de Alvarro, mientras a él le ponían los grilletes. ¿Cuál sería el destino de sus queridos lanceros bajo un comandante tan brutal?
La luz que se filtraba por los tablones se extinguió de pronto. Escuchó que se cerraba una puerta, y advirtió que ya casi no había ruidos en la nave; los legionarios ya debían de estar en tierra.
¿Qué podía hacer ahora? Desde luego, estaba un poco más cómodo, y el esfuerzo hecho para librarse de las cadenas lo había distraído de su desesperación. Halloran se apoyó en el mamparo, y pensó.
¿Podía desobedecer las órdenes de su general? ¿No era ya demasiado que lo hubiesen encerrado en esta celda? Si escapaba, entonces sí que sería un desertor, digno de todos los epítetos del vocabulario del fraile.
Se olvidó de sus reflexiones cuando escuchó un sonido muy suave. Ahí estaba otra vez; un ruido metálico que provenía de la puerta del calabozo. Alguien hacía girar una llave en la cerradura, y lo hacía en secreto.
Por un momento, lo entusiasmó la idea de poder escapar. Entonces prevaleció la precaución, y se apresuró a colocarse contra el mamparo como si aún estuviese encadenado. Se abrió la puerta, y percibió el olor inconfundible de los caballistas. El hombre entró en la celda, y volvió a cerrar la puerta con llave.
Alvarro destapó un poco el farol que llevaba, si bien fue suficiente para dejar en penumbra el calabozo. La cabellera roja del capitán parecía negra en las sombras; en cambio, la daga de su mano resplandecía como acero auténtico.
—¡Prepárate a morir, traidor! —siseó, descargando su daga contra el pecho de Hal, convencido de que su víctima permanecía encadenada al mamparo.
Halloran esquivó la puñalada y lanzó un puñetazo que dio de lleno en la nariz de Alvarro. Un segundo golpe, esta vez con la izquierda, le arrancó uno de los pocos dientes, y fue suficiente para que el agresor cayera al suelo, inconsciente.
La mano enguantada de Alvarro se abrió, y Hal alcanzó a ver una llave pequeña. Intentó cogerla, pero falló en la penumbra; la llave cayó al suelo y se deslizó entre dos tablones, para acabar sumergida en el agua de la sentina sin que él pudiese evitarlo.
El joven soltó un gemido ahogado, y se sentó con la espalda apoyada en el mamparo. La alegría provocada por su victoria sobre el asesino se esfumó de inmediato por culpa de la llave perdida. «Pero, de haber tenido la llave —pensó—, ¿habría sido capaz de abandonar a la legión? ¿Adonde habría ido a buscar refugio?»
No obstante, si se quedaba, se convertiría en el prisionero de Domincus, el regalo de Cordell al clérigo en compensación por la pérdida de su hija. Ahora ya sabía el fin que lo aguardaba, y, si bien había conseguido evitar un intento de asesinato, ¿hasta cuándo duraría su suerte?
La respuesta era obvia. Quizá, si escapaba, podría encontrar la manera de demostrar su valía a Cordell. Permanecer en la celda significaba una muerte segura. Recogió el puñal de Alvarro y lo sujetó a su cinturón. También había una bolsa llena de monedas de oro; se apoderó de ellas como justo castigo.
A continuación, pensó en la manera de salir del calabozo. Alvarro había cerrado la puerta con llave, y él no tenía las herramientas necesarias para forzar la cerradura.
Sin darse cuenta se golpeó la cabeza, y entonces recordó las grietas entre las tablas del techo. Quizás allí tenía la solución a su problema. Pasó por encima del cuerpo de Alvarro y revisó los tablones, palmo a palmo. «¡Aquí! ¿Qué es esto?» Con la punta de los dedos recorrió el objeto: era una falleba. Después, pudo recorrer todo el contorno de una trampilla.
En cuestión de segundos desenganchó el pestillo y comenzó a empujar hacia arriba con todas sus fuerzas, pero la trampilla no se abrió. Descansó un momento, mientras intentaba dominar su frustración ante el obstáculo que le impedía alcanzar la libertad.
Decidió hacer otro intento. Apoyó los pies contra el casco y la espalda en el mamparo, y se levantó hasta quedar lo más cerca posible de la trampilla. Entonces volvió a empujar. Tampoco esta vez logró su propósito. Furioso, descargó un puñetazo contra la madera, que le lastimó los nudillos. Sorprendido, sintió que algo se movía. Hizo presión, y la trampilla se abrió poco a poco. Había estado atascada por la humedad, y el golpe la había aflojado. Se asió del borde, y se alzó hasta el camarote superior.
Había algo que le oprimía el cuerpo a medida que subía, y descubrió que era una alfombra. Se arrastró unos pasos, y por fin notó el aire fresco en el rostro. Apartando la alfombra, se puso de pie y miró a su alrededor.
Encontró un ojo de buey; lo abrió, y en el acto la luz de la luna iluminó el interior del camarote. Había salido en la cabina de la hechicera elfa.
Vio una mesa cubierta de pergaminos y libros, numerosos candelabros y palmatorias, y un pequeño baúl con la tapa abierta. En su interior había una docena o más de frasquitos de vidrio.
Para él, lo más interesante era el ojo de buey, pues representaba su vía de escape. Podía deslizarse por la abertura, y dejarse caer al agua de la laguna, un par de metros más abajo. Ya tenía el plan perfecto; iría a nado hasta la orilla, buscaría a la legión, y se ocultaría hasta la hora de la batalla. Entonces buscaría el momento adecuado para intervenir y redimirse en el combate.
Desde luego, la oportunidad podría tardar en llegar. De pronto, comprendió que quizá tendría que esperar demasiado, antes de poder aparecer ante Cordell en las circunstancias más apropiadas. Debía estar preparado para esta situación.
Le llamó la atención un rollo de cuero, y lo recogió. Se trataba de una mochila con el fondo reforzado. Le remordió la conciencia cuando cogió unos cuantos frasquitos del baúl, pero necesitaba llevárselos. Tenía conocimientos de magia suficientes para saber que algunas de estas pócimas podían salvarle la vida, y confiaba en poder descifrar el texto de las etiquetas con la luz del día.
No encontró nada de comer para llevarse. No podía salir del camarote para ir hasta la despensa de la nave, y decidió apañárselas con lo que pudiese encontrar en tierra. Recogió una manta de la cama y un rollo de cuerda colgado del mamparo, y los metió en la mochila.