Yelmos de hierro (31 page)

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Authors: Douglas Niles

El Caballero Jaguar pensó que muy pocos lo conseguirían .

Erix se encontraba con los ancianos cerca del límite del delta. Durante toda la mañana, el campo de batalla había sido el escenario de una inmensa confusión, ruido y color; los espectadores no tenían manera de saber cuál sería el bando ganador.

La muchacha presintió el desastre antes que los demás. Hizo caso a su premonición, y retrocedió unos cuantos centenares de metros hasta llegar a la protección del manglar.

En aquel momento, llegaron los monstruos.

Erix gimió de terror y cayó al suelo, paralizada por el susto, al igual que muchos de los observadores. La inmovilidad significó la muerte para la mayoría, porque las bestias, con una astucia y crueldad casi humanas y un poder y velocidad sobrenaturales, corrieron entre los payitas para aplastar a guerreros y espectadores.

La vista de la carnicería la dejó aturdida y enferma. Vio cómo arrancaban a un niño de los brazos de su madre para ensartarlo en una lanza, antes de que la mujer acabara pisoteada por los cascos relucientes del monstruo. Fue testigo del valor de un anciano que se colocó delante de su esposa, y al que mataron de un solo golpe para después reírse a carcajadas mientras la mujer abrazaba el cadáver.

Contempló de rodillas cómo se acercaban los monstruos. Su líder, una figura enorme parecida a la de un hombre, con una gran barba roja, ojos de fuego y cintas negras en el casco, la descubrió entre la hierba. La luz brilló en sus ojos, y la punta de su lanza apuntó en su dirección. El monstruo se desvió, y Erix vio que la muerte cabalgaba hacia ella. Un poco más atrás, la seguía una criatura más pequeña y horrible.

Erix observó a la bestia, y deseó poder matarla con la mirada. Consciente de que no podía, se puso de pie y esperó serena el momento final. A su alrededor yacían los cuerpos destrozados y sangrantes de los payitas. Presintió que su mundo se acababa, vio la agonía y el tormento de Maztica.

Era un buen día para morir.

De la crónica de Coton:

R
ELATOS DEL
P
LUMÍFERO EN
M
AZTICA

Llegó el tiempo de la guerra; y los hermanos Zaltec y Qotal se prepararon e hicieron los sacrificios correspondientes. Multitudes de hombres se reunieron ansiosos, dispuestos a entregar sus corazones, sus cuerpos y sus almas a la voluntad de sus dioses.

Y Zaltec reclamó diez mil guerreros para su sacrificio. Felices, cantando y bailando, ascendieron a las pirámides en el tiempo en que las pirámides llegaban al cielo, y en la cumbre, con ánimo valiente, ofrecieron sus corazones a Zaltec, y el dios quedó satisfecho.

Y Qotal hizo su sacrificio de trece mariposas, cada una de un color diferente; cada una más brillante y atrevida que la anterior. Y su sacrificio no fue la muerte de las mariposas, sino su libertad. A cada una la acercó al cielo y la liberó.

Entonces llegó la guerra. Zaltec luchó para ganar predominio sobre los dioses, pero Qotal no cedió. Al final, Zaltec cayó de la pirámide y escapó a gatas. Dejó atrás la forma suprema del dios mayor, Qotal, para que reinase en el máximo de su gloria.

Pero, incluso después de esto, en la oscuridad de la noche y en la intimidad de sus pensamientos traicioneros, Zaltec denominaba a Qotal el dios Mariposa.

17
Enemigos y amigos

Alvarro se dejó llevar por el impulso de la carga, por la invencible sensación de poder que lo embargaba mientras conducía a los lanceros a través de las filas destrozadas del enemigo. Había matado a muchos de los nativos, más de los que podía contar. Los caballos galopaban imparables, seguidos por las figuras gráciles y fuertes de los sabuesos. Alvarro se deleitaba ante el efecto que producían los perros de guerra, porque los aborígenes parecían tenerles tanto miedo como a los lanceros.

Todavía había blancos abundantes para su lanza, más víctimas para el filo de su espada. La matanza se convirtió en algo ritual, un proceso que él podía ejecutar indefinidamente.

No se dio cuenta de que habían dejado atrás a los guerreros. él continuaba sembrando la muerte a su alrededor. El escuadrón cayó como un rayo entre los ancianos, mujeres y niños que habían venido a presenciar la batalla. Ahora, los jinetes los perseguían y los cazaban. El capitán presintió que debía dar la vuelta, pero el impulso de su carga había cobrado vida propia, así que prosiguió con su orgía de muerte.

Algo captó la atención de Alvarro, y en el acto desvió a su yegua mientras los lanceros seguían adelante. Vio a una mujer joven de pie en medio del campo, que lo contemplaba. Era delgada y muy bella, si bien lo que más llamaba la atención eran sus ojos. Se fijaron en Alvarro, y lo acusaron, descubriéndole la fealdad de su alma en toda su crudeza.

La aparición lo enfureció hasta la locura, y bajó la lanza mientras arremetía contra la mujer solitaria, ansioso por derramar su sangre.

Halloran siguió la batalla con gran interés, sentado en una rama del árbol y bien oculto por las hojas. Temió por la suerte de la compañía de Daggrande cuando se adelantaron demasiado. Aplaudió el valor de los hombres de Garrant, y por fin respiró tranquilo al ver la caballería.

Observó a los lanceros con un toque de envidia, consciente de que él debería haber estado a la cabeza. Admiró de mala gana la audacia de Alvarro, mientras los jinetes atacaban el corazón del ejército rival. Los coloridos estandartes de las lanzas, la perfección en los movimientos de hombres y caballos, caracterizaban a los centauros de la legión que él había ayudado a entrenar.

Pero su admiración se convirtió en extrañeza cuando vio que los lanceros dejaban atrás a los guerreros y continuaban cabalgando. Después, sintió asco y repulsión ante la carnicería perpetrada por los jinetes, que ya no eran suyos, sino de Alvarro.

Los lanceros recorrieron el borde del delta, y algunos pasaron cerca del escondite de Halloran, que se apresuró a bajar del árbol en cuanto se alejaron. El joven se olvidó de cualquier pensamiento heroico respecto a la intervención de sus camaradas; él no podía aceptar la brutalidad de sus asesinatos.

Los lanceros mataban sin discriminación; les daba igual que fueran guerreros o espectadores. Los caballos arrollaban a los payitas que no se apartaban de su camino, y los perros ladraban y mordían, provocando más miedo por su ferocidad que un daño real.

Halloran vio que un caballo negro se separaba de los demás, y reconoció a
Tormenta.
Distinguió las cintas negras sujetas al casco del jinete; se trataba de Alvarro. ¡Su rival se había apoderado hasta de su montura! Un sabueso seguía a Alvarro y a
Tormenta,
mientras el lancero buscaba a su próxima víctima. Halloran vio que Alvarro bajaba la lanza. «Tendría que haberlo matado cuando tuve la oportunidad», pensó desconsolado. Un odio asesino ardió en su pecho.

Entonces, por primera vez, distinguió a Erix en el campo de batalla y adivinó que ella era el próximo objetivo del lancero.

—¡Erixitl, no! ¡Maldito bastardo! —gritó, mientras echaba a correr—. ¡Por Helm, no! —La posibilidad de que la joven pudiese morir en este lugar le pareció que era la peor pesadilla de su vida; un mal sueño que no podía permitir.

Alvarro prosiguió su carga, sin advertir la presencia de Hal cuando el joven salió a campo abierto. El ex legionario era consciente de lo poco adecuada que era su daga para el enfrentamiento. Aun en el caso de que el puñal hubiese estado equilibrado para lanzar, no tenía ninguna posibilidad de detener, o siquiera distraer, al atacante.

¡Magia! Ahora era el momento en que los poderes arcanos podían ayudarlo. Sin embargo, ya no conocía las fórmulas; hacía diez años que no las repetía.

«Kreeshah...
¿Cómo era aquella frase? ¡Maldita sea!» Las palabras se removieron en el fondo de su memoria. El caballo de Alvarro pasó a todo galope mientras Hal se esforzaba por recordar.

«¡Kreeshah... barool... hottaisk!»
¡Ya la tenía!


¡Kreeshah... barool... —
repitió Halloran, en voz bien alta. Señaló con el dedo al capitán pelirrojo y a su caballo negro que se disponían a arrollar a Erix—.
¡Hottaisk!

Un diminuto dardo de fuego brotó de su dedo, y voló en línea recta hacia el objetivo, dejando en el aire una estela de chispas. Halloran contempló asombrado la trayectoria del proyectil mágico, que acertó en la espalda de Alvarro en el mismo momento en que el jinete se cernía sobre la inmóvil muchacha.

Alvarro lanzó un grito agudo que espantó a su cabalgadura. Sin dejar de maldecir el terrible dolor de la herida, se preocupó única y exclusivamente de sofrenar a su caballo, pero la necesidad de emplear las dos manos lo hizo perder la lanza.

—¡Corre! ¡Ve hacia los árboles! —Halloran corrió hacia Erix, intrigado por la apatía de la muchacha.

Ella lo observaba con una expresión pasiva y un tanto triste, y el joven se sintió atrapado por la luz de sus ojos.

—¡Desertor y
ahora
también traidor! —gritó Alvarro, con un tono de mofa.

Hal alcanzó a la muchacha en el instante en que su rival desenvainaba su sable.

—¡Pero no asesino! —respondió Halloran.

Una sonrisa cruel apareció en el rostro de Alvarro; clavó las espuelas en su cabalgadura y se lanzó al ataque, seguido por el sabueso. Hal vio que se trataba de
Caporal,
y deseó que el perro lo reconociera.

El joven recogió la pesada lanza, y levantó la punta para hacer frente al jinete. El arma era letal cuando la respaldaba el impulso del caballo y un caballista bien sujeto a la montura; en cambio, en manos de un soldado de infantería no era más que un palo largo.

El encuentro era casi inminente, cuando de pronto Hal se arrodilló y apoyó la empuñadura de la lanza en el suelo. Sosteniendo el arma con firmeza, la apuntó hacia la coraza de Alvarro.

El capitán descargó un sablazo con la intención de apartar la lanza de su camino, pero Halloran se mantuvo firme y, en el mismo segundo, la punta de la lanza se estrelló contra el pecho de Alvarro, que salió despedido de su montura. Con un gruñido amenazador, el sabueso se dispuso a atacarlo.

—¡
Caporal,
quieto! —gritó Halloran. El perro se detuvo, y miró a los hombres, sin saber qué hacer.

El lancero pelirrojo yacía de espaldas, sin hacer otra cosa que gemir. Hal corrió hacia él y recogió el sable de su rival. Por un momento, pensó en rematar a Alvarro, como justo castigo a sus crímenes, pero no pudo hacerlo, máxime cuando el epíteto de «traidor» resonaba todavía en sus oídos. En cambio, despojó al jinete de su cinturón y la vaina, y lo sujetó a su propia cintura.

Después, miró a su alrededor. Su caballo,
Tormenta,
se había detenido un centenar de metros más allá y pastaba tranquilamente. Los demás integrantes del escuadrón se habían dispersado para perseguir a sus víctimas. No obstante, permanecían al alcance de la vista, y en cuestión de segundos alguno de ellos advertiría la ausencia de su capitán.

Poco a poco, Erix se dio cuenta de que no iba a morir, si bien no comprendía la naturaleza de su salvación. Algo había enfurecido al monstruo justo antes de que pudiese matarla, y la bestia había saltado, resoplado y gritado su rabia por sus dos bocas.

Entonces había reconocido al extranjero, Halloran, y le pareció que él era su salvador. Pero ¿por qué? ¿Acaso no era un sirviente de los monstruos, igual que sus compañeros? Lo miró anhelante, aunque aturdida por la brutalidad de su gente.

Había sentido admiración por el hombre cuando levantó la lanza, en un intento desesperado por detener al monstruo. Le dio pena tener que presenciar su muerte. No había nadie capaz de enfrentarse a la bestia de dos cabezas.

¡Pero él partió el cuerpo del monstruo! Erix gritó de asombro cuando el golpe de Hal arrancó la parte superior de la criatura, que cayó a tierra. Si ver cómo se retorcía en el suelo el torso de la bestia le resultaba espantoso, mucho peor fue comprobar que la parte inferior se movía por sí sola. Desprovisto de su parte humana, el monstruo se parecía bastante a un enorme ciervo.

Su aspecto perdió así algo de fiereza. Vio cómo se detenía para mordisquear la hierba aplastada entre los cuerpos sangrientos de aquellos que, unos minutos antes, había matado.

Su asombro se multiplicó cuando Halloran gritó una orden al monstruo pequeño, que lo obedeció. Igual que la otra criatura, ésta no parecía tan terrible después de responder a la voz de mando.

Halloran no dejaba de ir de un lado a otro, presa de una gran agitación. Ahora vio que él recogía el cuchillo largo y se encaminaba hacia la parte inferior del monstruo mayor. Por fin lo entendía: había que matar a cada parte por separado.

Sin embargo, el hombre no remató a la bestia. En cambio, se dedicó a hablarle. Ni tampoco la criatura lo atacó o escapó, sino que permaneció dócil mientras el joven la acariciaba.

¡Entonces Halloran se unió a la bestia! Ella vio cómo él reemplazaba el torso arrancado. El monstruo recreado se volvió hacia Erix y avanzó en su dirección. El espectáculo fue demasiado para su mente aterrorizada.

Cuando Halloran llegó junto a la muchacha, la encontró desmayada en el suelo.

Veo a un coyote, que me habla muy lentamente. No puedo entender sus palabras, pero está sobre el cuerpo de un hombre. Un buitre, cubierto de sangre seca, aterriza delante de mí y me saluda con mucha cortesía. Me llama «muy excelentísimo e iluminado señor Poshtli», y me siento complacido.

El cuerpo entre el coyote y el buitre se agita, en un esfuerzo por hablar. El hombre está muerto desde hace mucho tiempo, y, sin embargo, se sienta y me habla. Veo que es mi tío, el reverendo canciller Naltecona.

El coyote, hambriento, muerde un brazo del cadáver. Siempre tiene hambre. El buitre picotea una mejilla. Mi tío los ayuda; arranca trozos de su cuerpo y alimenta a los carroñeros, un brazo para el coyote, una oreja y un ojo para el buitre.

Entonces el cuerpo de mi tío se transforma.

Poshtli guiñó los ojos ante la figura baja y calva que permanecía en cuclillas a su lado. Sin prisa, el Caballero águila miró a su alrededor, desde la cama de piedra donde yacía, y vio que se encontraba en una cueva. Las paredes de arenisca amarilla mostraban un reflejo dorado a la luz de una pequeña hoguera.

—Has hablado con los dioses, hombre plumífero —dijo la figura—. ¿Ahora querrás hablar conmigo?

Poshtli estudió a su extraño interlocutor, porque jamás había visto a nadie como él. Bajo de estatura y robusto, de piernas patizambas y hombros anchos, resultaba ser un hombre deforme. Era calvo, pero su rostro aparecía cubierto de una barba espesa y tan larga que le llegaba a la barriga. La piel del hombre era curtida y arrugada como un cuervo viejo, aunque no tan oscura como la de Poshtli. El desconocido se puso de pie, y el Caballero águila vio que no medía más de un metro veinte de altura.

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