Yelmos de hierro (34 page)

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Authors: Douglas Niles

—Tendré que conseguir una túnica para ti. Algo limpio y fresco. Te gustará.

Hal gruñó sin comprometerse. De hecho, le molestaba el roce de la tela áspera contra la piel, y el sudor comenzaba a acumularse en el acolchado de sus prendas. Sin embargo, el baño había sido una experiencia bastante dura, y no estaba dispuesto a más cambios.

—Mira. Tengo comida. —Erix le alcanzó una cosa chata, y Hal vio que era una tortilla de maíz. Los isleños habían ofrecido este alimento a los legionarios, que era básico en la dieta de Maztica.

—Gracias. —Hal mordió la tortilla, y de pronto se le llenaron los ojos de lágrimas, y le pareció tener fuego en la boca. Desesperado, engulló el bocado y bebió agua en abundancia. Cuando recuperó el habla, preguntó—: ¿Con qué..., con qué está rellena?

—Oh, sólo son alubias. Y un poco de pimienta. ¿Te gusta? —La muchacha sonrió.

—Es... delicioso —susurró. Hal bebió más agua, pero el líquido parecía contribuir a desparramar el fuego por su cuerpo, como quien echa aceite a una hoguera.

No obstante, no dejaba de ser comida, y, por cierto, la única disponible. Probó con bocados más pequeños, y no tardó en apreciar el sabor del picante. No dejaba de lagrimear y el sudor le brotaba por todos los poros, pero advirtió con gran sorpresa que, en este clima tropical, la comida picante le refrescaba el cuerpo, al menos en el exterior.

—Háblame de tu tierra —dijo Hal, cuando acabaron de comer—. Aquella ciudad, Ulatos..., ¿es tu casa?

—No. Vengo de mucho más lejos, cerca del corazón del Mundo Verdadero.

—¿El Mundo Verdadero?

—Maztica. Todo el mundo conocido. La nación más grande de Maztica es Nexal. Su gente ha conquistado a muchas de las otras tribus. Kultaka es otra nación poderosa, enemiga de Nexal. Nosotros estamos en Payit, el país más alejado de Nexal. Payit es la única nación que no es enemiga de Nexal, ni tampoco ha sido conquistada. Está demasiado lejos, con lo cual no representa ningún riesgo para Nexal.

—¿Y qué me dices de los sacerdotes asesinos, como aquel que mató a Martine?

—Los seguidores de Zaltec, entre los que figuraba aquel sacerdote —respondió Erix, resignada a abordar el tema—, son mucho más numerosos entre los nexalas y los kultakas que entre los payitas. Y siempre podemos encontrar adoradores de Qotal, como el bueno de Kachin. él era el patriarca, el sumo sacerdote del templo, en Ulatos. —De pronto, la muchacha miró a Hal, curiosa, y preguntó—: Dijiste que tu gente te había atacado. ¿Por qué?

Hal le relató su arresto y la fuga, y, mientras hablaba, los hechos le parecieron una historia lejana, algo que le había ocurrido a algún otro. Había cortado todos sus vínculos con su vida anterior, y pese a ello se sentía la misma persona que había servido en la legión de Cordell.

Pero, al comprender el alcance de lo sucedido, fue consciente de que Cordell, Alvarro y Domincus no tolerarían que se les escapara. Vendrían tras él, con todos los medios a su alcance, y Hal sabía que eran considerables. Esto lo llevó a adoptar otra decisión.

—Cuando dije que podías quedarte, olvidé..., quiero decir, que no puedes —tartamudeó Hal, con gran esfuerzo—. No puedes acompañarme. ¡No puedo estar contigo!

—¿Por qué? —exclamó Erix.

—No es seguro. La legión me perseguirá, y acabarán por encontrarme —respondió. Después, mintió con descaro—: Tú..., bueno, serías un incordio si tengo que luchar.

—¿Y qué es lo que pretendes hacer? —gritó Erix, levantándose de un salto—. ¿Crees que con tus monstruos peludos y tu camisa de metal podrás ir a donde se te antoje en Maztica? ¿Hacer tu voluntad?

»No, capitán Halloran. Te matarán, y tu corazón servirá de alimento a Zaltec, o Tezca. Sólo si sigues conmigo, tendrás una oportunidad para seguir con vida. Y no te preocupes: si alguien te ataca, no me pondré en medio.

Halloran parpadeó sorprendido ante la ira de la muchacha. No había sido su intención ofenderla. ¿No podía entender que lo hacía por su propio bien? ¿Que no había nada más peligroso para ella que permanecer a su lado?

—No lo entiendes —balbuceó el joven. él quería explicarle su terrible sentimiento de culpa por la muerte de Martine. Erix debía comprender que él no podía ser responsable de otro asesinato. Sin embargo, mientras pensaba en nuevos argumentos, en más explicaciones, sintió que tal vez él no comprendía del todo la situación.

—No soy tu esclava —declaró Erix, enfadada—. ¡No estoy dispuesta a que me dejen de lado como a una niña molesta!

Se alejó unos pasos, y después se volvió para mirarlo. La expresión en sus ojos se suavizó, y su cuerpo se relajó.

—Eres un hombre valiente, capitán. Estás dispuesto a dejar que me vaya, a pesar de que esto signifique quedar indefenso en un país desconocido. —Erix se acercó a la pequeña hoguera y volvió a sentarse—. No obstante, me necesitas. Me salvaste la vida cuando yo ya había renunciado a ella. Es una deuda que no puedo olvidar.

Halloran le dirigió una mirada de gratitud; hasta ahora no se había dado cuenta del miedo que le producía separarse de la muchacha.

—Tienes razón —dijo—. Necesito tu ayuda para sobrevivir. Te agradezco el ofrecimiento. —Hal sacudió la cabeza, enfadado consigo mismo—. Me disculpo por lo que he dicho. En ningún momento he creído que pudieras llegar a ser un estorbo. Pero debes prestar atención a mis palabras. Podemos vernos enfrentados a grandes peligros, a fuerzas de una naturaleza que no podrías ni imaginar. Si ocurre algo extraño, quiero que te alejes de mí en el acto. ¿Me has entendido?

Ella asintió, enfadada. Hal estaba seguro de que le había comprendido, pero desconfiaba de su posible obediencia.

El joven suspiró, resignado, acomodó la mochila a guisa de almohada, y apoyó la cabeza.

—¿Qué es esto? —exclamó, al notar que había algo duro en la bolsa.

Examinó la mochila, especialmente el fondo, convencido de que tenía un refuerzo. En cambio, descubrió que se trataba de una cosa sólida y plana metida en un bolsillo secreto.

Sólo tardó unos segundos en encontrar el cierre y abrirlo. En el bolsillo había un tomo encuadernado en cuero y atado con una cinta negra. Sacó el libro y no pudo evitar una exclamación de asombro.

—¿Qué es? ¿Es bueno? —preguntó Erix, intrigada por la expresión de sorpresa y miedo en el rostro de Hal.

—No..., no es bueno. Tampoco sé si es muy malo. —Miró a Erix a los ojos—. Al parecer, sin darme cuenta he robado el libro de hechizos de la maga, Darién. —Le explicó la importancia del hallazgo, consciente de su valor porque contenía una copia de cada uno de los encantamientos del arsenal de la hechicera.

»Desde luego, no tienen ninguna utilidad excepto para alguien experto en las prácticas mágicas. Puedes enloquecer si pretendes leer un hechizo que esté más allá de tus conocimientos, aunque lo habitual es que no saques nada en limpio.

Mientras hablaba, Hal sintió como si el libro apoyado en sus rodillas lo incitara a abrirlo. Su mirada se posó en la tapa de cuero suave, como atraída por una fuerza invisible. Mantuvo el libro cerrado durante un buen rato, sin darse cuenta de que Erix ya dormía.

«¿Cuánto recordaré de todo esto?», se repitió una y otra vez, hasta que por fin abrió el libro por la primera página.

El destello de un relámpago le hirió los ojos, y cerró la tapa de un golpe. Parpadeó para normalizar su visión. Con la fracción de segundo que había durado el destello, había tenido suficiente para reconocer los símbolos, las palabras de un poder arcano. Volvió a abrir el libro, y esta vez el resplandor no fue tan brillante. Se forzó a mantener la mirada en el texto, y no pudo evitar el entusiasmo cuando reconoció la fórmula del hechizo.

¡Un encantamiento para inducir sueño! Este ya lo conocía.

¿Sería capaz de aprenderlo otra vez? Estudió los símbolos con mucha atención. Algunos le resultaban muy claros, pero había otros que parecían flotar en el pergamino, y se escapaban de su comprensión. Insistió en el estudio, a pesar de que le dolía la cabeza.

Al cabo, fue la fatiga y no la magia la que le hizo cerrar los ojos y quedarse dormido.

Halloran soñó con Arquiuius. El viejo hechicero le enseñaba el encantamiento del proyectil mágico, y le pegaba en las orejas cada vez que pronunciaba mal una sílaba, o se distraía. En el sueño, él estudiaba el hechizo y lo intentaba una docena de veces; siempre fallaba en un punto u otro.

Entonces de pronto lo decía bien, y disparaba el proyectil de fuego. Se levantaba de un salto, entusiasmado con el éxito, pero su tutor no le daba importancia. «Pasable», era su único comentario. De inmediato, Arquiuius le asignaba otra tarea; aprender el hechizo de luz. Una y otra vez repetía el proceso con el nuevo encantamiento, sin conseguir coger el ritmo correcto.

Arquiuius lo dejaba y se iba a dormir, pero el joven Halloran insistía en practicar. Lloraba de rabia ante cada nuevo fracaso, aunque sus lágrimas no le daban consuelo. Proseguía con el estudio, forzando la vista para poder leer los caracteres que parecían bailar a la débil luz de la vela.

Una y otra vez intentaba el hechizo, y en cada ocasión le resultaba más difícil. Pese a ello, no se daba por vencido, y llegaba el momento en que le parecía haberlo conseguido. ¡Ya lo tenía!

Halloran gritó una palabra, algo surgido de su pasado, y se despertó, asustado. Al instante, la gruta se iluminó con una luz fría y blanca, que parecía más intensa en contraste con la oscuridad total de la selva.

«¿Lo he hecho yo?», fue la primera pregunta que apareció en la mente de Hal. Entonces escuchó el aullido.

—¡Si los hombres blancos quieren el oro de esta casa, que vengan y se lo lleven ellos mismos! ¡Ahora, vete! —gruñó Gultec al noble rechoncho y retaco, uno de los sobrinos de Caxal. El hombre chilló aterrorizado y corrió calle abajo, mientras el Caballero Jaguar daba un portazo.

Gultec permaneció malhumorado en el jardín, delante de la Casa de los Jaguares. Varios guerreros jóvenes se encontraban en sus habitaciones, y otros cuantos paseaban absortos entre los canteros multicolores y estanques. La mayoría de los cuartos estaban vacíos; sus ocupantes yacían en el campo de batalla.

«¿Por qué he sido exceptuado? ¿Por qué, cuando tantos caballeros jóvenes, tantos padres y hermanos, con tantas razones para vivir, han muerto? ¿Por qué yo, que no tengo nada, no estoy muerto?»

Gultec empuñó la daga de pedernal que llevaba en el cinto, y se infligió grandes tajos en los antebrazos. Contempló cómo caía la sangre, pero el acto de penitencia no consoló su espíritu.

Se puso de pie y se desperezó como un felino; miró con añoranza la Casa de los Jaguares. La elegante mansión, hogar de los miembros de su orden que no tenían esposa ni familia, había sido su única casa desde la adolescencia. Para él, siempre había sido un símbolo del poder invencible, del orgullo de su cofradía.

Ahora el poder había sido destrozado en el campo de batalla. Los restos del orgullo yacían dispersos en los tesoros que se apilaban en la plaza de Ulatos, donde los nobles de la ciudad se apresuraban a obedecer las órdenes de sus nuevos amos.

Una vez más, llamaron a la puerta; Gultec reconoció la voz del reverendo canciller.

—¡Abre, Gultec! —rogó Caxal—. ¡Necesito hablar contigo!

Furioso, el guerrero abrió la puerta y miró con desprecio a su cacique cuando Caxal atravesó la entrada, tambaleante. Parecía estar a punto de echarse a llorar, y caminaba encogido.

—¡Gultec, tienes que darme el oro que hay en la casa! ¡Lo reclaman los extranjeros! ¡Tienes muchísimo oro; los harás muy felices! ¡Se alimentan con el metal amarillo y lo necesitan para vivir!

—Pues entonces que vengan y se lo lleven. ¡Deja que muera como un guerrero, enfrentándome a ellos!

Caxal miró al Caballero Jaguar con compasión.

—Se lo diré, pero no se contentarán con venir a buscarte. ¡Arrasarán la ciudad si no les entregamos nuestro oro!

Gultec quería gritarle, incluso atacarlo. Una parte de su orgullo de Jaguar necesitaba culpar al canciller. Si él hubiese podido desplegar el ejército en el bosque, tal como pensaba...

Pero, en el fondo de su corazón, Gultec sabía que su propia táctica, si bien hubiese servido para salvar la vida de muchos guerreros, no habría bastado para evitar la caída de la ciudad en manos de los extranjeros. Ulatos había estado predestinada, y el destino de Caxal era el de gobernar la primera ciudad de Maztica rendida a los invasores. Por primera vez, sintió piedad por su patético cacique.

—¡Mañana vendrán a revisar todas las casas! —exclamó Caxal—. ¡Piensa en los niños, Gultec!

El Caballero Jaguar intentó pensar en los niños. Intentó pensar en cualquier cosa, pero lo único que vio fue un vacío oscuro. Ya todo era pasado. Había fracasado en su destino. Ahora no había nada.

—Mi casa es tu casa —dijo suavemente y, apartándose de Caxal, buscó el rincón más oscuro del jardín. Se puso en cuclillas y permaneció de cara a la pared, mientras llevaban a la plaza el oro de la Casa de los Jaguares.

Aun así, no pudo evitar espiar a los jóvenes caballeros que abandonaban abatidos la casa. Uno tras otro, marchaban cargados con los ornamentos de oro hasta la casa del capitán general, que era el nuevo nombre del palacio de Caxal. Respondían a la orden de su nuevo comandante.

Ninguno de ellos habló. Gultec jamás había presenciado una escena tan trágica, de tanta humillación. Los Jaguares habían sido preparados para morir en el combate, o ser sacrificados en el altar del enemigo después de una captura honorable.

Ahora, en cambio, los guerreros entraban en el palacio y no salían. Se quedaban allí, prisioneros del invasor, Cordell. El capitán general había proclamado la prohibición de los sacrificios, y nadie sabía por qué retenía a los soldados.

Gultec no tenía la voluntad de levantarse. Continuó sentado en el jardín hasta que se hizo de noche, y después esperó en la oscuridad a que los soldados viniesen a buscarlo. Se resistiría, y ellos lo matarían.

En el interior del guerrero, un felino enorme se paseaba arriba y abajo, sin dejar de gruñir furioso contra los barrotes que lo encerraban. Pero Gultec no cambió de expresión, no movió ni un solo músculo durante su vigilia. El paseo se convirtió en obsesión, aunque por fuera él seguía impertérrito.

Y, con el paso de las horas, comprendió que incluso sus enemigos lo habían olvidado. Su destino había sido destruido en el campo de batalla, aplastado por el poder de su rival. Ahora, el invasor ni siquiera le concedía la dignidad de morir como un guerrero.

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