Yelmos de hierro (35 page)

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Authors: Douglas Niles

Su vida había acabado. Gultec se puso de pie y abandonó el jardín con la primera luz del alba. No se dirigió hacia la casa, sino que caminó hacia el sur. Dejó la ciudad y cruzó los campos de cultivo. Era de día cuando llegó a la selva.

De pronto, un felino manchado saltó a las ramas de un árbol, por encima del matorral. Se adivinaba el movimiento de sus músculos poderosos debajo de la piel suave, mientras sus ojos amarillos buscaban una presa entre la hierba. El jaguar tenía hambre.

Gultec era libre.

Las huellas recorrían la playa a buen paso, marcando el camino que seguía el cazador invisible. El sable plateado de Halloran se movía en el aire, a un metro del suelo, como si lo llevase un soldado humano dispuesto a rechazar un ataque. El arma actuaba de brújula, y la punta oscilaba durante unos segundos, y después señalaba la dirección de la presa.

El cazador disponía de una paciencia y tenacidad sobrenaturales. Sólo podía ser traído al mundo físico como respuesta a la orden de un brujo muy poderoso, y se encontraba obligado por el hechizo a realizar la tarea asignada; ahora buscaba a un hombre llamado Halloran. Hasta no dar con él y completar la orden, no quedaría libre de la voluntad del hechicero.

Había buscado durante horas en el campo de batalla de Ulatos, antes de poder localizar el rastro. El hombre había montado un caballo, y el animal había confundido los esfuerzos del cazador.

Ahora podía seguir la marca de los cascos en la arena; la espada y las pisadas avanzaban deprisa. De pronto se detuvieron cuando el cazador detectó un rastro invisible para los sentidos humanos.

Después, las pisadas se apartaron de la playa y entraron en la jungla. Las hojas se agitaron como si marcaran el paso de una ráfaga de viento, y muy pronto la espada señaló hacia la entrada de una gruta. Allí dentro había un fuego casi extinguido.

Y su presa.

Cordell arrancó la pepita de oro de la barriga de una hermosa estatuilla de turquesa, y arrojó la escultura al suelo, donde se rompió en mil pedazos. Puso la pepita entre sus muelas y mordió. Sonrió complacido al notar que el metal cedía a la presión de sus dientes.

Era más de medianoche, y grandes hogueras iluminaban todo el contorno de la plaza mientras los legionarios miraban incansables cómo los aborígenes traían nuevas cantidades de oro. Al igual que Cordell, arrancaban el oro incrustado en las tallas, reducían a lingotes los collares, pulseras y pendientes, y quitaban las plumas y conchas a los tapices recamados de oro.

Hasta bien entrada la madrugada, el capitán general disfrutó con su tarea, y sólo abandonó cuando no pudo mantener más los ojos abiertos. A la mañana siguiente tenía una reunión con el contable, y, por una vez, deseaba verle la cara al representante de los príncipes de Amn.

Halloran se sentó alarmado, sin recordar ya su sueño mágico a pesar de que la luz suave todavía alumbraba la gruta.
Caporal,
a su costado, no dejaba de gruñir. El legionario escuchó el aullido lejano en el calor de la noche, y un escalofrío le recorrió la espalda.

—¡Erix! —susurró—. ¡Despierta!

Ella lo obedeció en el acto, y Hal comprendió que debía de llevar un rato despierta.

—¿Reconoces el sonido? —preguntó el joven.

—No... —Ella lo miró con una expresión de terror—. ¿Es alguno de tus monstruos?

él cabeceó, con la mirada puesta en el perro.

—Los sabuesos no aullan cuando siguen un rastro, y su ladrido no se parece en nada a este sonido. —El aullido musical y triste resonó en la noche, todavía distante pero cada vez más amenazador.

—¿Esta luz es obra tuya?

—Sí... Es uno de los hechizos de los que te hablé. No sé si podría repetirlo. Tuve un sueño y, cuando desperté, lo puse en práctica.

Erix miró a su alrededor; en su expresión se mezclaban el miedo y el asombro. La luz blanca y fría alumbraba la pequeña gruta, y se reflejaba en las paredes de piedra. Habían dormido tranquilos y cómodos en el refugio, Hal envuelto en una manta y Erix tapada con su capa de algodón. Pero ahora ninguno de los dos pensaba en descansar.

El aullido sonó otra vez, mucho más cerca. Hal recordó los numerosos hechizos que el fraile y Darién tenían a su disposición, y se preguntó si el grito no sería producto de alguno de sus encantamientos.

—Creo que lo mejor será irnos de aquí —dijo. Erix había previsto su decisión, y tenía preparadas sus cosas.

Halloran ató la mochila, la manta y demás enseres a la montura de su yegua, mientras Erix se lavaba en el estanque. La muchacha se acercó y vio que Hal estudiaba algo que había sacado de la mochila.

—¿Qué es? ¿Agua? —preguntó Erix, al ver que Hal sostenía una botella en una mano, y dos frasquitos en la otra.

—No. Son pócimas mágicas de algún tipo. Las cogí cuando escapé del barco. No sé por qué lo hice. La magia me da repeluzno.

—¿Para qué sirven? —exclamó Erix, extrañada.

El sonido quejumbroso resonó en la selva, todavía lejos. El sabueso se movió inquieto mientras Hal pensaba la respuesta.

—No sé para que sirven. Las tomas y ocurre algo mágico. Las etiquetas explican lo que son; el problema es que no consigo descifrar la escritura.

—Quizá deberías tirarlas —dijo Erix, en voz baja—. No las necesitamos. ¿Qué pasará si resultan ser peligrosas?

—Oh, no lo sé —respondió Hal, despreocupado—. Puede que nos sean útiles. —El joven guardó los dos frascos en la mochila, y descorchó la botella. Después de echar una mirada a la etiqueta, acercó la botella a sus labios, y bebió un sorbo.

—¡Halloran!

En cuanto escuchó el grito de Erix, Hal bajó la botella y escupió. Intentó tapar el envase, preguntándose por qué no podía verlo; entonces advirtió que tampoco podía verse las manos. ¡Era invisible!

—No pasa nada, tranquilízate. Estoy aquí. —Su cuerpo ya comenzaba a ser visible, y unos segundos después había vuelto a la normalidad—. ¡Es una pócima de invisibilidad! No tomé más que una cantidad pequeñísima, lo suficiente para desaparecer durante un instante. Sin embargo, en caso de necesidad, podemos tomar una dosis y desaparecer.

—¿Para siempre? —Erix no ocultó su duda.

—No..., una hora o dos, como máximo. Sé que los efectos no son permanentes, aunque reconozco que no tengo mucha experiencia en el tema. —Se dispuso a coger otro de los frasquitos.

—¡Espera! —gritó Erix—. Quizá sean muy útiles, pero dejemos las pruebas para mejor ocasión. Ahora debemos irnos.

El aullido desapareció, reemplazado por un sonido más fuerte y agudo. Lo podían escuchar, si bien ahora no parecía acercarse.

El sabueso soltó un gruñido y se levantó de un salto. Una ráfaga de viento recorrió la gruta, hizo ondular el agua del arroyo, y sacudió la hierba de las orillas. Hal miró a su alrededor, y no vio nada anormal, a pesar de que la luz mágica todavía iluminaba el campamento. Se repitió el nuevo sonido, y entonces
Caporal
ladró.

El ladrido le salvó la vida a Hal. El joven giró la cabeza justo a tiempo para ver una espada plateada que Volaba hacia su garganta. Se hizo a un lado, al tiempo que se ponía de pie. Un viento súbito avivó las ascuas, y Hal contempló atónito a su atacante.

Mejor dicho, a la falta de agresor. La espada bailaba en el aire, al parecer por propia voluntad. Su asombro fue todavía mayor cuando reconoció el arma.

—¡Es mi sable! —gritó. El arma, que había sido un regalo personal de Cordell, y de la que lo habían despojado en el momento de su arresto, parecía dispuesta a acabar con él.

Mientras el arma iniciaba otro ataque, Hal pudo ver el chapoteo en el agua del arroyo, que marcaba el paso de los pies invisibles. Empuñó el sable de Alvarro, sujeto a la silla de su montura, y detuvo el golpe de su atacante.

Sin embargo, la espada encantada paró y atacó demasiado rápido, y el joven, que apenas si vio el movimiento, se echó hacia atrás para evitar la estocada mortal. La sorpresa se convirtió en miedo al comprender que su agresor podía matarlo. Trastabilló con el agua a los tobillos y escuchó que algo caía en el arroyo.

Caporal
saltó sobre el atacante y mordió el aire. El sabueso se retorció en el líquido cuando una súbita ráfaga de viento batió el agua. De pronto, un tornado en miniatura levantó al perro y lo lanzó a la orilla.

Halloran atacó descargando mandobles a diestro y siniestro, en un intento de hacer caer el sable a tierra. El tornado cambió de dirección y levantó una cortina de agua que cegó a Hal. La fuerza del viento lo obligó a retroceder. Perdió el equilibrio y cayó de espaldas.

La gruta que les había servido de cobijo se convirtió de pronto en una jaula; las paredes de caliza le impedían maniobrar... o escapar. Las barreras de piedra formaban un ruedo mortal, donde la vida sería la recompensa para el ganador.

Halloran se levantó de un salto mientras el sable embrujado buscaba su cuerpo. Una vez más se vio obligado a zambullirse de cabeza para evitar la muerte. La espada golpeó en el suelo a unos centímetros de su espalda, y el joven rodó hacia un costado; sintió un dolor agudo cuando uno de sus hombros chocó contra un objeto punzante.

La espada se alzó por encima de su cuerpo, lista para el golpe final, cuando algo se estrelló contra la figura invisible y la hizo apartarse. Hal vio a Erix armada con un tronco de buen tamaño, de los que habían recogido para la hoguera. Pero el tornado reanudó el ataque, y el legionario comprendió que no podrían vencerlo con medios físicos.

El objeto punzante lo pinchó otra vez cuando Hal se movió para levantarse; descubrió que había caído sobre la mochila. El tapón de uno de los frasquitos asomaba en uno de los bolsillos laterales, y el pico lo había pinchado.

Erix descargó un segundo garrotazo. El atacante retrocedió, para después rodear a la joven con su turbulencia y lanzarla contra el suelo. Hal sintió que lo invadía el terror, pero la espada se volvió hacia él. No le interesaba matar a Erix de Maztica.

Desesperado, Hal sacó el frasquito de la mochila. «Ojalá que esto sirva para algo más que hacerme invisible», pensó. Quitó el corcho y, acercando el frasco a sus labios, bebió todo el contenido de un solo trago. Una fracción de segundo más tarde, levantó su sable para frenar otro golpe mortal.

Una vez más, el torbellino corrió por el campamento. La espuma cegó a Hal, que se preparó a resistir la fuerza que lo había tumbado en dos ocasiones. Cerró los ojos para protegerse del agua y el polvo, y echó el torso hacia adelante, procurando no perder el equilibrio.

Pero ahora el viento no lo golpeó tan fuerte, o al menos no en todo el cuerpo. Primero notó el choque contra su vientre y las piernas, después sólo en las piernas. Abrió los ojos cuando las gotas se transformaron en niebla; el viento se había convertido en una molestia alrededor de sus pantorrillas.

Miró el fuego, a Erix, al horizonte que se extendía durante kilómetros alrededor de la gruta... ¡Alrededor de la gruta! Hasta las paredes de seis metros de altura que habían ocultado su campamento le parecían ahora una trinchera. «¡Soy un gigante!», se dijo al comprender la situación. Por un instante, sintió vértigo y pensó que se desplomaría.

Pero sus pies habían crecido en la misma proporción, y se mantuvo erguido. Se agachó para espiar en el interior de la trinchera.

Halloran vio que la espada volvía al ataque, y apartó al agresor de un puntapié. Poco a poco, entendió los efectos de la pócima. Lo había hecho crecer hasta alcanzar casi los diez metros de estatura. ¡Sus ropas y su sable habían crecido a la par!

Erix lo contemplaba boquiabierta. El cazador invisible insistió en su objetivo; esta vez Hal levantó uno de sus enormes pies, y lo pisó, aplastando con todo su peso a la forma debajo del agua.

Un millón de burbujas explotaron alrededor de su pie, pero podía sentir cómo el monstruo se retorcía. Durante varios minutos, Hal permaneció inmóvil, y poco a poco disminuyó la resistencia. Por fin surgió a la superficie una gran burbuja como si hubiese estallado una vejiga inmensa, y todo acabó.

El legionario tendió una mano y recogió su espada del fondo del arroyo. Con el arma entre sus dedos, que ahora tenía para él el tamaño de un mondadientes, buscó inútilmente alguna señal de su agresor. La noche había recuperado su tranquilidad.

Erix tartamudeó algo ininteligible, y él contempló su rostro aterrorizado.

—No te preocupes —dijo Halloran, con un vozarrón de trueno—. ¡No durará mucho!

Al menos, esto era lo que deseaba.

—Aquí arriba, en el interior de la montaña —dijo Luskag, que apenas sudaba—. Es aquí donde encontraremos la Piedra Solar.

Poshtli jadeó una respuesta inarticulada. Apenas se podía mover, y mucho menos hablar, como resultado de la combinación entre lo empinado de la ladera y la altura. Pese a ello, siguió al enano del desierto en
su
lento y continuo ascenso.

Vestidos sólo con sandalias y taparrabos, realizaban la penosa ascensión bajo el ardiente sol de la mañana. La subida no era peligrosa, pero la menor cantidad de oxígeno y lo largo del trayecto lo convertían en un calvario.

La montaña ocupaba una enorme extensión de desierto, y se levantaba de un tumulto de picos menores para dominar el horizonte en todas las direcciones. Campos de nieve sucia con el barro producido por el deshielo adornaban las alturas del pico cónico, y por fin los escaladores se aproximaron a la cumbre.

—La montaña nació con la Roca de Fuego —le explicó Luskag, en uno de los descansos.

—La has mencionado antes —dijo Poshtli, entre jadeos—. ¿Qué es la Roca de Fuego?

Luskag lo miró sorprendido.

—Pensaba que todos conocían la historia. La Roca de Fuego marca el nacimiento de los enanos del desierto, y también la muerte de todos los demás enanos.

El Caballero águila frunció el entrecejo, extrañado por la explicación.

—El año se remonta a muchas generaciones atrás; me refiero a generaciones de las nuestras (en términos humanos serían muchas más), si bien nadie lo sabe con exactitud. Los enanos estaban en guerra con sus archienemigos, los drows o elfos oscuros.

»Fue un conflicto que llegó hasta los confines del mundo, porque en aquel tiempo había túneles y cavernas subterráneas vinculados entre sí, y un enano podía pasar por debajo del gran océano, ir a los vastos reinos de nieve en el norte y el sur, sin sacar la cabeza a la superficie.

»Esta región —añadió Luskag— era el dominio de muchas gentes; enanos y elfos oscuros desde luego, pero también de los gnomos, los ladrones de mentes
y
muchos más. Sin embargo, nadie tan malvado y calculador como los drows.

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