Yelmos de hierro (33 page)

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Authors: Douglas Niles

—Desde luego, resulta desalentador que los payitas se hayan comportado tan mal. Aun así, las raíces de nuestro poder siempre han estado en Nexal. Podemos estar seguros de que los extranjeros no tendrán tanta suerte cuando se enfrenten a los guerreros de Naltecona —afirmó el Antepasado, que miró a los congregados antes de proseguir.

»La vinculación de estos extranjeros con las tierras de los Reinos Olvidados hace imperioso que trabajemos deprisa y en secreto. Si se enteran de nuestra naturaleza, los planes trazados para Maztica pueden verse afectados sin remedio. Nexal es nuestra esperanza. ¿Qué hay de la muchacha?

—El sacerdote fracasó —respondió Spirali, con la cabeza gacha—. Está muerto. Yo también intenté matarla, sin éxito. —Desde luego, no correspondía explicar las circunstancias (entre ellas, el amanecer) que habían actuado en su contra. Esperó el veredicto del Antepasado, consciente de que podía ser condenado a muerte por su fracaso. Ni el más mínimo susurro de las capas perturbó el silencio de la cámara durante un buen rato.

—Debes volver y buscar a la muchacha. Su muerte es más importante ahora que nunca. Si le permitimos que cumpla los términos de la profecía, los efectos podrían ser catastróficos. Pero es esencial que tu identidad permanezca en secreto. ¿Lo has comprendido?

—Muy bien. —Spirali hizo una reverencia y unió las palmas de las negras manos delante de su pecho para transmitir su gratitud por la segunda oportunidad—. Con el debido respeto os comunico que necesitaré ayuda para esta misión.

—¿Qué clase de ayuda necesitas? —preguntó el Antepasado.

Spirali respondió, y un suave susurro de sorpresa surgió de los reunidos. ¡Hacía siglos que no se hacía aquella petición! Pero el Antepasado consideró la solicitud con mucha seriedad, y al fin dio su conformidad.

—De acuerdo. Puedes llamar a los sabuesos satánicos.

Spirali asintió, satisfecho con la ayuda y aliviado porque no le habían impuesto ningún castigo. Sabía que no tendría más oportunidades. Después de calentarse las manos y el cuerpo junto al Fuego Oscuro, se dirigió hacia las profundidades de la caverna.

Caminó por un túnel sinuoso y estrecho hasta que llegó a una especie de cámara, donde el pasadizo se unía a un pozo de ventilación que descendía hasta el corazón del volcán. El calor que procedía del fuego líquido del fondo fue como un golpe contra su rostro.

El Muy Anciano se asomó por el borde, y lanzó un aullido. Repitió el grito dos veces más, y después esperó.

En el fondo, una burbuja de gas caliente se desprendió de la lava. De un color rojo incandescente y rebosante de energía, ascendió por el pozo, rozando las paredes que le impedían ensancharse. En unos instantes, alcanzó tal velocidad que parecía un relámpago atrapado en un tubo. Por fin, disminuyó su carrera al acercarse a la salida.

Cuando la burbuja llegó al nivel del Muy Anciano, se detuvo. Spirali vio una masa de largos y afilados dientes, ojos como rubíes y formas estilizadas que se movían en el interior. Una criatura oscura saltó de la burbuja al túnel, y de inmediato la siguieron muchas más hasta que toda la jauría se reunió alrededor de su amo.

Todos eran de color oscuro, en una gama que iba del marrón sucio al rojo óxido, como sangre seca. Sus lenguas largas y negras colgaban de las bocas, y sus afiladísimos colmillos parecían tallados en obsidiana. Sólo los ojos ponían una nota de color vivo en las criaturas; sus órbitas centelleaban, con una luz idéntica a la lava hirviente de más abajo.

Tan pronto como desembarcaron los enormes perros, la burbuja reanudó su ascenso. En cuestión de segundos surgió por el cráter, y estalló convertida en una enorme bola de fuego. En el valle, los ciudadanos de Nexal contemplaron atemorizados el globo naranja que apareció de pronto en el cielo estrellado, como un terrible presagio.

—¡Bienvenidos! —siseó Spirali, acariciando a las bestias horribles—. ¿Estáis preparados para salir de caza?

Darién buscó un rincón umbrío en el jardín delante del palacio de Caxal. Aquí podía trabajar sin exponer su blanca piel y sus sensibles ojos a la terrible claridad del sol. Se sentó en la hierba y colocó en el suelo con mucho cuidado los componentes necesarios, porque, sin el libro de hechizos, no podría realizar el sortilegio más de una vez.

En un bol pequeño, aplastó unas cuantas hojas secas. Al lado depositó el largo sable plateado —el arma de Halloran que le habían quitado en el momento del arresto— y un recipiente pequeño lleno de ascuas. Buscó una ramita seca, apoyó la punta entre las brasas, y sopló suavemente hasta que brotó la llama. Después, utilizó el fuego de la rama para encender las hojas aplastadas.

De inmediato, el polvo de las hojas se incendió, y un olor dulce se extendió por el jardín. La maga sacó un trozo de cuerno del bolsillo de su túnica. Lo acarició con sus dedos largos y delgados, concentrada en el hechizo, musitando palabras de un poder arcano, a la búsqueda de un plano determinado entre los muchos que la rodeaban.

Su mente recorrió el plano ígneo, donde ardían eternamente fuegos de todo tipo. Las rocas convertidas en líquido fluían en una enorme marea, y hasta el aire chisporroteaba. Sólo la protegía la magia del hechizo, y Darién sintió alivio cuando dejó atrás aquel lugar tan espantoso. A continuación, penetró en el plano acuífero, mucho menos peligroso pero que no era su objetivo. Por fin llegó al plano aéreo, donde se encontraba la ayuda que buscaba. Descansó en un espacio intangible de nubes y viento, mientras la magia hacía su trabajo. El hechizo buscó su meta, y muy pronto Darién sintió una resistencia.

¡Ven a mí! ¡Te exijo obediencia!
Poco a poco, pero sin poder resistirse, la criatura respondió a su llamada. En el acto, Darién volvió la atención a su propio cuerpo, que no se había movido del jardín.

Durante un minuto eterno, permaneció sentada sola entre la fronda. Entonces percibió otra presencia. Respiró tranquila, porque el hechizo había tenido éxito. Darién reprimió con esfuerzo un grito de alegría al ver que se apartaban las ramas, y la hierba se hundía bajo el peso de algo no visible.

Había llegado el cazador invisible.

—Debes buscar a un hombre llamado Halloran —dijo Darién, con voz suave y los ojos cerrados. El cazador no respondió, porque no podía hablar.

»Esta es la espada que utilizaba. Te dará su rastro. No sabemos qué dirección ha tomado.

»Cuando lo encuentres debes matarlo en el acto. No demores su muerte, porque es un hombre de muchos recursos. —El cazador invisible no se movió de su lado. Ella percibía el resentimiento de la criatura ante sus órdenes, pero debía acatarlas al estar sometido al poder de su hechizo.

»¡Ahora, vete! —ordenó. Darién abrió los ojos y observó el movimiento de las hojas al paso de la criatura.

De las crónicas de Coton:

Escribo con la certeza de que el ocaso de Maztica se cierne sobre nosotros.

Un águila solitaria llega a Nexal. Trae un relato de tragedia y desastre demasiado extraordinario para ser creído. Los extranjeros, dice, son servidores de unos monstruos enormes. Estas bestias cabalgan sobre nubes de polvo, y los golpes de sus pies crean el trueno.

Son rápidos y poderosos, más fuertes que muchos guerreros juntos. Pero también son astutos, porque tienen la mente de hombres. Luchan con sus armas, y también con su carne invencible.

El Caballero águila nos cuenta todo lo que ha visto con lágrimas en los ojos. Su corazón se parte bajo el peso del relato, y muere en el suelo delante de Naltecona, al pronunciar la última palabra de su historia.

A Naltecona se le salen los ojos de las órbitas. Su piel palidece hasta ser casi igual a la tez blanca y sin sangre de los extranjeros. Su boca se mueve, intentando pronunciar palabras que se niegan a salir.

«¡Más sacrificios! —grita—. ¡Debemos consultar a los dioses!»

Y los sacerdotes y sus cautivos forman una procesión. El propio Naltecona blande el cuchillo. Busca la sabiduría que le permita decidir; pide a los dioses que le den el conocimiento y la voluntad que le faltan.

Desde luego, no le contestan.

18
Conquista

Al anochecer, los sobrevivientes de Ulatos se reunieron en filas sombrías a lo largo de las avenidas de su hermosa ciudad, para presenciar la entrada de los conquistadores. Si bien la batalla no había tocado la capital, todos sus habitantes conocían su resultado. Casi todas las familias habían perdido un padre o un hermano, incluso alguna hermana menor, o un abuelo, atrapados en la carnicería.

En primer lugar desfilaron los infantes de Garrant y los ballesteros de Daggrande, en columnas impecables de seis en fondo. Los estandartes encabezaban las compañías, mientras pífanos y tambores marcaban el paso. Avanzaron marcialmente, a un ritmo más rápido que el paso normal. Los legionarios desfilaban orgullosos, sin dejar de espiar el esplendor que los rodeaba. Vieron jardines y flores que superaban lo imaginable, y pulcras casas blancas. El agua abundaba por doquier, siempre limpia y clara.

Los siguieron veintiún jinetes, en filas de tres. Los banderines azules y amarillos ondeaban en las puntas de sus lanzas, y los caballistas disfrutaban haciendo caracolear a sus caballos, con gran espanto de los espectadores. Alvarro montaba un corcel negro que había sido de uno de sus hombres. Tiraba de las riendas con mucha fuerza para que su montura se encabritara, y, mientras el animal se levantaba sobre las patas traseras, él agitaba el sable por encima de su cabeza.

Cordell entró en Ulatos en el centro de la Legión Dorada, montado y escoltado por los caballos de Darién y Domincus. Los otros veinte caballos restantes, y las compañías de infantería, completaban la parada militar.

La legión avanzó a paso redoblado por las anchas avenidas, y muy pronto llegó a la gran plaza, en el corazón de la ciudad. Los árboles y las flores abundaban alrededor de la plaza. Varios canales angostos llegaban hasta sus bordes, y las avenidas sorteaban las vías de agua con amplios puentes de madera.

La plaza quedaba dominada por la enorme masa verde de la pirámide, mucho más alta que la existente cerca de los Rostros Gemelos, con bellísimos jardines en cada una de sus terrazas. En lo alto del templo se elevaba el surtidor de una fuente cristalina, y el líquido se derramaba sobre las terrazas, transformado en un suave goteo, que parecía burlarse de la solemnidad de los humanos reunidos en el llano.

Los soldados ampliaron las distancias entre las filas hasta cubrir la superficie de la plaza, mientras Cordell y Darién desmontaban. Ambos caminaron sin prisa hacia las figuras que los aguardaban junto a la base de la pirámide.

Un hombre, distinguido por su manto resplandeciente y su collar de plumas verdes, se adelantó e hizo una profunda reverencia. Comenzó su parlamento, pero Cordell lo interrumpió.

—¿Es el jefe de la ciudad? —preguntó el capitán general, y la maga se encargó de la traducción.

El hombre, sorprendido y asustado por la rudeza de Cordell, tartamudeó su respuesta.

—Es Caxal, el «reverendo canciller» de Ulatos —tradujo Darién.

—Dile que quiero todo el oro de la ciudad, ahora. Que también exigimos comida y alojamiento. Pero primero el oro. Tienen que traerlo aquí. —Cordell señaló una tarima en el centro de la plaza, que se elevaba un palmo del suelo.

Darién tradujo, y Caxal le dio la espalda para dirigirse nervioso a los señores y jefes de su corte.

—Dile que si intentan ocultar algo de sus tesoros, destruiremos la ciudad.

La expresión de Caxal era desesperada mientras respondía a la hechicera.

—Traeremos todo nuestro oro. Por favor, sabed que no somos ricos. ¡Esto no es Nexal! Somos payitas, y nuestro oro es vuestro.

Interesado, Cordell hizo un gesto a Darién.

—Ya averiguaremos algo más de ese sitio, «Nexal». ¡Ahora dediquémonos a contar el oro que tenemos delante!

Una vez más, volvió su atención al canciller de Ulatos.

—Caxal, te encargarás de llevar a tus hombres a cada una de las casas de la ciudad. Reclamarás todo el oro en mi nombre, y lo traerás aquí. Cuando hayas acabado, mis hombres se encargarán de la requisa. ¡Si descubrimos que nos has engañado, arrasaremos la ciudad!

—Mi general, el estandarte —exclamó Domincus, en cuanto llegó junto a la pareja, acompañado por el sargento portador de la enseña y varios soldados de escolta.

—¡A la cima! —ordenó Cordell, con un gesto airoso.

El pequeño grupo escaló la pirámide. En lo alto, había un jardín exuberante, con piscinas de agua clara, senderos cubiertos de hierba y canteros de flores diversas. En el centro del jardín había una estatua.

—¡Un demonio! —gritó Domincus, escupiendo la imagen de la Serpiente Emplumada, Qotal—. ¡Sacadla de aquí!

Al instante, los escoltas tumbaron la escultura, que quedó decapitada al golpear contra el suelo. Después, cargaron los dos trozos hasta el borde y los arrojaron escalera abajo. Cuando se estrellaron junto a la base, quedaron hechos añicos.

Mientras tanto, Cordell ya podía ver a los nativos que corrían para apilar objetos en el centro de la plaza. Estatuillas, cadenas y brazaletes relucían con los últimos rayos de sol. Había cosas envueltas, y el general imaginó que debían de ser lingotes y pepitas del precioso metal amarillo.

—¡El estandarte! ¡Por la gloria de Helm! —gritó el fraile y, arrebatando la bandera de manos del sargento, se encaramó de un salto en el pedestal. Sus guanteletes, adornados con el ojo brillante de su dios, apretaron el mástil mientras lo alzaba por encima de su cabeza. Con un solo golpe, lo clavó en una grieta entre dos piedras. El estandarte flameó al viento, y el ojo de Helm bordado en el pecho del águila dorada contempló imperioso la ciudad.

Detrás del estandarte, el surtidor perdió altura poco a poco hasta confundirse con el agua de la fuente; después, desapareció del todo.

El fuego sin humo proyectaba un cálido resplandor contra las paredes relucientes de la gruta. Halloran salió del estanque, con la piel enrojecida de tanto frotarse.
Caporal
nadaba feliz en el arroyo, y
Tormenta
pastaba entre la hierba tierna y fragante.

Hal tiró la raíz que le había dado Erix, una hierba que hacía espuma con el agua y que ella había llamado «jabón». Era tan efectivo que se sentía un poco molesto por tanta limpieza.

Se puso los pantalones de cuero y las polainas de lana, sin hacer caso de la nariz fruncida de Erix. Ahora, ambos se sentían más relajados; por el momento, no corrían ningún riesgo. Hal había encontrado la gruta, a unos centenares de metros de la playa, bien oculta por la espesura.

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