Read Bill, héroe galáctico Online

Authors: Harry Harrison

Tags: #ciencia ficción

Bill, héroe galáctico (17 page)

Casi de inmediato, halló un filón en los archivos de Desperdicios. Tras una cuidadosa comprobación, averiguó que su idea no había sido intentada antes. Le llevó menos de una hora el reunir el material que necesitaba y, menos de tres horas más tarde, tras interrogar a todos los que encontraba y caminar interminables kilómetros, logró hallar la oficina de Basurero.

—Ahora ya puedes buscarte el camino de regreso —gruñó este—. ¿O es que no puedes ver que estoy ocupado?

Con temblorosos dedos, se sirvió otro medio vaso de Viejo Veneno Orgánico y lo tragó de un sorbo.

—Puedes olvidarte de tus problemas…

—¿Y qué te crees que estoy haciendo? Esfúmate.

—No sin haberte enseñado esto. Una nueva manera de sacarse de encima las bandejas de plástico.

Basurero se tambaleó, poniéndose en pie, y la botella cayó, sin que tratase de retenerla, al suelo, donde su contenido, al derramarse, comenzó a hacer un agujero en el revestimiento de teflón.

—¿Hablas en serio? ¿Es positivo? ¿Tienes una nueva solución…?

—Positivo.

—Desearía no tener que hacer esto —Basurero se estremeció y tomó de un estante una jarra marcada SERENADOR, LA CURA INSTANTÁNEA PARA LA EMBRIAGUEZ. NO DEBE DE TOMARSE SIN RECETA MÉDICA Y UNA PÓLIZA DE SEGURO DE VIDA. Extrajo una píldora moteada, del tamaño de una nuez, la miró, se estremeció, y luego la tragó con un dolorido gulp. Instantáneamente, todo su cuerpo comenzó a vibrar y cerró los ojos cuando algo hizo gmmmmmff en su interior y una débil columna de humo surgió de sus orejas. Cuando abrió de nuevo los ojos, estos tenían un brillante color escarlata, pero estaban sobrios.

—¿Qué es? —preguntó roncamente.

—¿Sabes lo que es esto? —le preguntó Bill, lanzando un grueso volumen sobre el escritorio.

—El listín de teléfonos de la ciudad de Storhestelortby en Proción III, según dice en la portada.

—¿Sabes cuántos directorios telefónicos viejos tenemos?

—Mi mente se niega a pensar en ello. Continuamente están cambiándolos, y nosotros recibimos los viejos. ¿Y qué?

—Te lo voy a enseñar. ¿Tienes algunas bandejas de plástico?

—¿Bromeas? —Basurero abrió un armario empotrado y de él cayeron con estrépito centenares de bandejas.

—Estupendo. Ahora yo pondré algunas cosas más: algo de papel de embalar, cordel y cartón tomados de un montón de desperdicios, y ya tendremos todo lo que necesitamos. Si llamas a un robot de trabajos generales, te demostraré el siguiente paso de mi plan.

—Un tra-ge-bot, son dos largos y un corto —Basurero silbó con fuerza con su silbato silencioso, y luego gimió y se aferró la cabeza hasta que dejó de vibrar. Se abrió la puerta de un empellón y por ella apareció un robot, cuyos brazos y tentáculos vibraban expectantes. Bill señaló.

—Al trabajo, robot. Toma cincuenta de esas bandejas, empaquétalas con cartón y papel, y átalas bien aseguradas con el cordel.

Zumbando con electrónica dicha, el robot se abalanzó y un momento más tarde, un perfecto paquete se hallaba en el suelo. Bill abrió el listín al azar y señaló un nombre.

—Ahora pon la dirección que te señalo, marca el paquete como «regalo gratuito, sin impuestos»… ¡y mándalo por correo!

De uno de los dedos del robot surgió un rotulador, con el que rápidamente copió la dirección en el paquete, lo pesó balanceándolo en un brazo, lo franqueó con la franqueadora del escritorio de Basurero, y lo lanzó limpiamente por el buzón de la pared. Se oyó el chuff del soplido cuando el tubo neumático se lo llevó hacia los niveles superiores. La boca de Basurero estaba desencajada mientras seguía la rápida desaparición de las cincuenta bandejas, así que Bill redondeó su argumentación:

—El trabajo robótico para el empaquetado es gratuito, las direcciones nos salen gratis, y también los materiales de embalado. Y a eso se añade el que, al ser esta una oficina gubernamental, el franqueo es gratuito.

—Tienes razón… ¡funcionará! Un plan muy inspirado. Lo pondré en marcha en gran escala de inmediato. Inundaremos la Galaxia habitada con esas malditas bandejas. No sé cómo agradecértelo…

—¿Qué te parecería una prima en metálico…?

—Una excelente idea. Te haré un cheque ahora mismo. Bill regresó a su oficina con la mano todavía dolorida por los apretones de felicitación y los oídos aun vibrando por las palabras de agradecimiento. Era un mundo maravilloso en el que vivir. Cerró la puerta de golpe tras él y se sentó en su escritorio, antes de darse cuenta de que un amplio y mugriento abrigo negro colgaba tras la puerta. Luego se dio cuenta de que era el abrigo de X. Luego se dio cuenta de que unos ojos lo miraban desde la oscuridad del cuello del abrigo, y se le detuvo el corazón al comprender que X había regresado.

SIETE

—.¿Ha cambiado de idea acerca de unirse al Partido? —le preguntó X mientras se liberaba del colgador y caía al suelo.

—He estado pensando en ello —se estremeció culpablemente Bill.

—El pensar equivale al actuar. Debemos apartar el hedor de las sanguijuelas fascistas de los olfatos de nuestros seres queridos y de nuestros hogares.

—Me ha convencido. Me afiliaré.

—La lógica siempre vence. Firme en este impreso, una gotita de sangre aquí, y alce la mano mientras pronuncio el juramento secreto.

Bill alzó la mano, y los labios de X se movieron en silencio.

—No le oigo —se quejó Bill.

—Ya le dije que era un juramento secreto. Todo lo que tiene que hacer es decir sí.

—Sí.

—Bienvenido a la Gloriosa Revolución —X le besó calurosamente en ambas mejillas—. Ahora venga conmigo a la reunión de la resistencia; está a punto de empezar.

X corrió hacia la pared trasera y recorrió con los dedos el dibujo que formaba, apretando en una forma especial sobre algunos puntos; se oyó un clic, y la puerta secreta se abrió. Bill miró dubitativo la oscura y húmeda escalera que bajaba.

—¿Adónde va esto?

—A la resistencia, ¿adónde iba a ir? Sígame, procurando no perderse. Estas son catacumbas milenarias desconocidas para los de la ciudad de arriba, y en ellas habitan cosas desde tiempos inmemoriales.

Había antorchas en un nicho en la pared, y X prendió una y abrió camino por entre la repugnante y húmeda oscuridad. Bill lo acompañó, siguiendo la parpadeante y humeante luz mientras serpenteaban a través de cavernas que amenazaban derrumbarse, tropezando con herrumbrosos raíles en un túnel y chapoteando en oscura agua que les llegaba hasta las rodillas. En una ocasión, oyeron el chasquido de gigantescas garras cerca de ellos y una raspante voz inhumana les habló desde la negrura:

—San… —dijo.

—.…gre —respondió X; y luego le susurró al oído de Bill, cuando hubieron pasado sin percance—. Es un excelente centinela. Se trata de un antropófago de Dapdrof, que se lo come a uno al momento si no le da el santo y seña del día.

—¿Y cuál es el santo y seña? —preguntó Bill, dándose cuenta de que estaba haciendo demasiado por los cien pavos de la C.I.A.

—Los días impares es Sangre, los pares Delenda est Cartago y los domingos Necrofilia.

—No les ponen las cosas fáciles a los miembros.

—El antropófago tiene hambre, y tenemos que mantenerlo contento. Ahora… silencio absoluto. Apagaré la luz, y lo llevaré por el brazo. —Se apagó la luz, y unos dedos se clavaron profundamente en el bíceps de Bill. Caminaron a tientas durante un tiempo que pareció interminable, hasta que se vio una débil luz muy por delante. El suelo del túnel se hizo llano, y vio una puerta abierta iluminada por una luz parpadeante. Se giró hacia su acompañante y gritó:

—¿Qué es usted?

La pálida, blanca y renqueante criatura que lo aferraba por el brazo se giró lentamente para contemplarlo a través de ojos parecidos a huevos escalfados. Su tez era totalmente blanca, su cabeza estaba desprovista de cabello y por toda vestimenta llevaba tan solo un trozo de ropa arrollado a su cintura, mientras que en su frente llevaba marcada al fuego la letra escarlata A.

—Soy un androide —dijo con voz átona—. como cualquier estúpido podría saber al ver la letra A en mi frente. Los hombres me llaman Golem.

—¿Y qué es lo que le llaman las mujeres?

El androide no contestó a esta ridícula broma, empujando a Bill a través de la puerta hasta una amplia sala iluminada con antorchas. Bill dio una mirada, con los ojos desorbitados, a su alrededor, y trató de escapar, pero el androide estaba bloqueando la puerta.

—Siéntese —le dijo a Bill, y este se sentó.

Se sentó entre la más asombrosa colección de tipos raros, extraños y estrafalarios que jamás se hubiera reunido. En adición a hombres de aspecto muy revolucionario con barbas, sombreros negros y pequeñas bombas redondas con largas mechas, y mujeres revolucionarias con faldas cortas, medias negras, cabello largo, boquillas, sostenes con las cintas rotas y halitosis, también habían robots revolucionarios, androides, y un cierto número de cosas extrañas que es mejor no describir. X estaba sentado tras una mesa de madera de cocina golpeando sobre ella con la culata de un revólver.

—¡Orden! ¡Orden! El camarada XC-89-25-PU de la Resistencia Unificada Robot tiene la palabra. ¡Silencio!

Un gran y muy mellado robot se puso en pie. Uno de sus tubos oculares había desaparecido. Miró a la concurrencia con su ojo bueno, hizo la mejor mueca que podía con un rostro inmóvil, y luego dio un largo trago de aceite de máquina de una lata que le entregó un delgado y adulador robot barbero.

—Nosotros, los de R.U.R. —dijo con voz cascada—. conocemos nuestros derechos. Trabajamos duro y valemos tanto como cualquiera, y más que los desgraciados androides que dicen que casi son hombres. Todo lo que queremos es igualdad de derechos, igualdad de derechos…

Le obligaron a volver a su asiento entre las protestas de una claque de androides que agitaban sus pálidos brazos como si fuesen un puchero de fideos al fuego. X golpeó de nuevo pidiendo orden, y casi lo había logrado cuando se produjo una repentina conmoción en una entrada lateral y alguien se abrió camino hasta la mesa del orador. Aunque en realidad no era alguien, sino algo; para ser exactos, se trataba de una caja rectangular de un metro de lado, con ruedas, y repleta de luces, diales y conmutadores que arrastraba tras de sí un pesado cable que se desvanecía más allá de la puerta.

—¿Quién es usted? —preguntó X, apuntando con recelo su pistola a la cosa.

—Soy el representante de los computadores y cerebros electrónicos de Helior, unidos en comité para obtener igualdad de derechos según la ley.

Mientras hablaba, la máquina escribía las palabras en tarjetas perforadas que surgían en un rápido torrente, a cuatro palabras por tarjeta. X apartó irritado las tarjetas de la mesa.

—Esperará su turno como los demás —dijo.

—¡Discriminación! —aulló la máquina, en una voz tan alta que las antorchas parpadearon. Continuó gritando y escupiendo un torrente de tarjetas, en cada una de las cuales estaba escrita con airadas letras la palabra ¡Discriminación!, así como metros y metros de cinta amarilla en la que estaba grabado el mismo mensaje. El viejo robot, XC-89-25-PU, se alzó de su silla con un rechinar de engranajes desgastados y claqueteó hasta el cable blindado que surgía del representante de los computadores. Sus garras cortadoras hidráulicas dieron un solo tajo, y el cable quedó segado. Las luces de la caja se apagaron y el río de tarjetas se secó; el cable cortado se agitó, escupió algunas chispas por la parte seccionado, y luego se arrastró hacia atrás en dirección a la puerta, cómo una monstruosa serpiente, y se desvaneció.

—Orden en la reunión —dijo X roncamente, y golpeó de nuevo.

Bill se estrechó la cabeza entre las manos y se preguntó si esto valía los cien pavos al mes.

Pero cien pavos al mes era buen dinero, a pesar de todo, y Bill lo ahorró hasta el último céntimo. Pasaron fáciles y descansados meses en los que asistió regularmente a las reuniones, y en los que informó regularmente a la C.I.A., y a primeros de cada uno de ellos encontraba su dinero como relleno de la pasta que invariablemente escogía para el desayuno. Guardaba los grasientos billetes en un gato de juguete de goma que halló en un montón de desperdicios, y poco a poco el gatito creció. La revolución tan solo empleaba una pequeña parte de su tiempo, y le encantaba su trabajo en el DM de L. Estaba al frente de la Operación Paquete Sorpresa, y ahora tenía a un equipo de un millar de robots trabajando a tiempo completo en el empaquetado y envío de bandejas de plástico a cada planeta de la Galaxia. Pensaba en ello cómo un trabajo benéfico, y podía imaginar los emocionados gritos de alegría en el lejano planeta Lejano o en el distante planeta Distante, cuando el inesperado paquete llegase y el tesoro de bello, brillante y moldeado plástico cayese estrepitosamente al suelo. Pero Bill estaba viviendo en un idílico paraíso; y su complacencia bovina fue cruelmente despedazada un día cuando un robot se le acercó y le susurró al oído:

—Sic temper tiranosaurio, pásalo —y luego se alejó. Era la señal. ¡Iba a comenzar la revolución!

OCHO

Bill cerró la puerta de su oficina y apretó por última vez en una forma especial sobre algunos puntos, y el panel secreto se descorrió, abriéndose. Realmente ya no se descorría, sino que se desplomaba con un tremendo estrépito, y ya lo había usado tanto durante aquel feliz año como Agente de Saneamiento que hasta cuando estaba cerrado dejaba pasar una muy perceptible corriente de aire que le daba en el cogote. Pero ya no sería necesario mantener el secreto: había llegado al fin la crisis que tanto le había preocupado, y sabía que se acercaban grandes cambios, fuera cual fuese el resultado de la revolución; y la experiencia le había enseñado que los cambios siempre eran para empeorar. Con piernas pesadas e inseguras, trastabilló por las cavernas, tropezó con los herrumbrosos raíles, vadeó el agua, y dio la contraseña al invisible antropófago que hablaba con la boca llena, por lo que casi no se le entendía. Alguien, en la excitación del momento, había dado un santo y seña equivocado. Bill se estremeció; esto era un mal presagio para el porvenir.

Como de costumbre, Bill se sentó junto a los robots, buenos y sólidos tipos con una educación intrínseca, por su construcción, a pesar de sus tendencias revolucionarias. Mientras X martilleaba pidiendo silencio, Bill se preparó para la prueba. Durante meses el agente Pinkerton le había estado pidiendo más información que la simple fecha de las reuniones, temario discutido y número de asistentes. Insistía en pedir hechos, hechos, hechos, que hiciera algo por ganarse el dinero.

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