—¡Uggggg! —se esforzó Bill contra la presión de la cosa verde que le ahogaba.
—Nunca te acuestes sin un cuchillo en la mano —le dijo un delgado y amarillento sargento, mientras pasaba a su lado con su propio cuchillo y segaba el zarcillo por donde surgía de las planchas del suelo.
—Gracias, sargento —dijo Bill, desenredando los anillos y tirando el vegetal por la ventana.
De repente, el sargento comenzó a vibrar cómo un alambre en tensión al que se le da un pellizco y se desplomó al pie de la litera de Bill.
—Bo… bolsillo… camisa… pipipíldoras… —tartamudeó por entre castañeteantes dientes. Bill sacó una caja de píldoras del bolsillo del sargento y le introdujo algunas en la boca. La vibración se detuvo y el hombre se desplomó contra la pared, más chupado y amarillo que antes e inundado en sudor.
—Ictericia y fiebre de los pantanos y filariosis galopante, nunca sé cuándo me dará un ataque, es por eso por lo que no pueden devolverme al combate, pues no puedo aguantar un arma. Yo, el Sargento Primero Ferkel, el mejor de los malditos lanzallameros de los Kortacuellos de Kirjassoff, y aquí me tienen haciendo de niñera en un campo de trabajos forzados. ¿Y crees que me molesta? Pues no, me hace feliz, y la única otra cosa que me haría más feliz sería que me sacasen de este maldito pozo de letrina del tamaño de un planeta.
—¿Cree que el alcohol le haría daño en sus condiciones? —le preguntó Bill, pasándole una botella de jarabe para la tos—. ¿Van mal las cosas por aquí?
—No solo no me hará daño sino que… —se oyó un profundo gorgoteo,. y cuando el sargento habló de nuevo su voz era más ronca pero más fuerte—. Mal no es la palabra adecuada. El luchar con los chingers ya es malo de por sí, pero en este planeta tienen a los nativos, los venianos, de su parte. Esos venianos son como lagartijas acuáticas mohosas y tienen apenas la bastante inteligencia como para aguantar un arma y oprimir el gatillo, pero este es su planeta, y ahí en los pantanos son la misma muerte personificada. Se esconden bajo el barro, y nadan bajo el agua, y saltan desde los árboles, y todo el planeta está repleto de ellos. No tienen fuentes de aprovisionamiento, ni divisiones organizadas, ni mandos, tan solo luchan. Si uno se muere, los demás se lo comen. Si uno es herido en la pierna, los demás se la comen y le crece otra nueva. Si uno de ellos se queda sin munición o dardos venenosos o lo que sea, simplemente nada un centenar de kilómetros hasta su base, carga y regresa al combate. Llevamos aquí luchando tres años, y ahora controlamos un centenar de kilómetros cuadrados de territorio.
—Un centenar, eso suena a mucho.
—Pero solo a un estúpido como tú. Eso son diez por diez kilómetros, y tal vez sean dos kilómetros cuadrados más de lo que capturamos en los primitivos aterrizajes.
Se oyó un chapoteo de cansados pies, y unos agotados y embarcados hombres comenzaron a arrastrarse al interior de las chozas. El Sargento Ferkel se alzó trabajosamente y le dio un largo soplido a su silbato.
—De acuerdo, los nuevos, oíd esto. Habéis sido asignados a la escuadra B que ahora está formándose, escuadra que irá al pantano y acabará la tarea que estos insolentes cebollones de la escuadra A han comenzado esta mañana. Trabajaréis como los buenos allá afuera. No voy a apelar a vuestra lealtad, vuestro honor y vuestro sentido del deber… —sacó su pistola atómica de la funda y abrió de un tiro un boquete en el techo, por el que de inmediato comenzó a gotear la lluvia—. Tan solo voy a apelar a vuestro instinto de supervivencia, porque a todo aquel que se escabulla, se haga el remolón o no dé todo de sí, le volaré la tapa de los sesos. Ahora, afuera.
Con los dientes desnudos y las manos temblando, parecía lo bastante enfermo y de mala uva como para hacerlo. Bill y el resto de la escuadra B se apresuraron a salir bajo la lluvia y a formar filas.
—Coged las hachas, coged los picos, sacad el uranio —rugió el cabo de la guardia armada mientras se peleaban con el barro camino de la puerta de la empalizada. La escuadra de forzados, llevando sus herramientas, iba en el centro, mientras que la guardia armada iba en la parte exterior. La guardia no estaba allí para impedir que algún prisionero escapase, sino para darles una relativa protección contra el enemigo. Se arrastraron lentamente a lo largo del sendero de árboles abatidos que serpenteaba por el pantano. De pronto, se oyó un silbido en lo alto y pasaron relampagueantes transportes pesados.
—Hoy tenemos suerte —dijo uno de los prisioneros más veteranos—. envían la infantería pesada otra vez. No sabía que les quedase alguna.
—¿Quieres decir que capturarán más territorio? —preguntó Bill.
—Ni hablar, todo lo que consiguen es que los maten. Pero, mientras los aniquilan, nos presionarán menos y tal vez podamos trabajar sin perder demasiados hombres.
Sin que se lo ordenasen, se detuvieron todos para mirar como la infantería pesada caía como lluvia en los pantanos de enfrente… y se desvanecía con la facilidad de las gotas de agua. De tanto en tanto se oía un «buum» y se veía un resplandor cuando una bomba atómica mediana estallaba, atomizando posiblemente algunos venianos, pero habían billones de enemigos esperando su turno. A lo lejos chasquearon las armas cortas y restallaron las granadas. Luego vieron como por sobre los árboles se aproximaba una rebosante e insegura figura. Era un infante pesado con su escafandra acorazada y casco hermético, con bombas atómicas y granadas sujetas por todas partes, un verdadero polvorín andante, o mejor dicho saltante, ya que con toda la chatarra que llevaba encima no habría podido caminar ni por una carretera asfaltada, por lo que se movía a saltos, usando dos cohetes atornillados a sus caderas. Sus saltos se hacían más y más bajos a medida que se acercaba. Cayó a unos cincuenta metros o así de distancia y se hundió lentamente hasta la cintura en el pantano, mientras sus cohetes siseaban al tocar el agua. Luego saltó de nuevo, mucho menos esta vez, con sus cohetes disparando en falso y apagándose, y lanzó el casco por el aire.
—Hey, chicos —dijo—. Los malditos chingers me dieron en el tanque de combustible. Casi se me han apagado los cohetes, no puedo saltar mucho más. ¿Verdad que le echaréis una mano a un compañero…? —golpeó el agua con un gran salpicón.
—Sal de ese traje de lata y te sacaremos —le gritó el cabo de la guardia.
—¿Estás mochales? —gritó el soldado—. Lleva una hora el meterse o salir de esta cosa.
Disparó sus cohetes, pero estos tan solo hicieron puffff y se levantó un palmo en el agua, para caer de nuevo.
—¡Se acabó el combustible! ¡Ayudadme, bastardos! ¿Es que estamos en la semana-de-joder-al-compañero…? —aulló, y luego se hundió, hasta que su cabeza estuvo bajo el agua y se vieron unas pocas burbujas y luego nada más.
—Siempre estamos en la semana-de-joder-al-compañero —dijo el cabo—. ¡Poned en marcha la columna! —ordenó, y se arrastraron hacia adelante—. Esos trajes pesan una tonelada y media, se hunden como el plomo.
Si este era un día tranquilo, Bill no deseaba ver uno ajetreado. Como todo el planeta Veniola era un pantano, no se podían realizar avances hasta que no se construía una ruta. Los soldados en solitario podían penetrar algo más allá del camino, pero para los suministros o el equipo y hasta para los hombres muy armados se necesitaba un camino. Por tanto, los forzados estaban construyendo un camino de árboles abatidos. En primera línea.
Los disparos de los átomorifles hacían hervir el agua a su alrededor, y los dardos venenosos caían tan densamente como las hojas de los árboles. Los ataques y contraataques de los dos lados eran constantes mientras los prisioneros cortaban árboles, los descortezaban y los ataban, para hacer avanzar la ruta unos centímetros más. Bill descortezó y taló y trató de ignorar los alaridos de los cuerpos que caían, hasta que comenzó a hacerse de noche. La escuadra, ahora mucho más reducida, marchó de regreso en el atardecer.
—Al menos avanzamos 30 metros esta tarde —le dijo Bill al prisionero veterano que marchaba a su lado.
—Eso no significa nada. Los venianos vienen nadando por la noche y se llevan los troncos.
Instantáneamente, Bill tomó la decisión de largarse de allí.
—¿Tienes algo más de ese zumo de la alegría? —le preguntó el Sargento Ferkel cuando Bill se desplomó en su litera y comenzó a desprenderse parte del barro de las botas con la hoja de su cuchillo. Antes de responderle, le dio un rápido tajo a una planta que salía por entre las planchas del suelo.
—¿Cree que podría perder un momento en darme unos consejos, sargento?
—Soy una fluida fuente de consejos una vez tengo lubrificada la garganta.
Bill se sacó una botella del bolsillo.
—¿Cómo sale uno de este equipo? —le preguntó.
—Uno hace que lo maten —le contestó el sargento mientras se llevaba la botella a los labios.
Bill se la arrebató.
—Eso lo sabía sin su ayuda —resopló.
—Bueno, pues eso es todo lo que vas a saber sin mi ayuda —resopló en respuesta el sargento.
Sus narices se tocaban y se gruñían desde lo más hondo de sus gargantas. Habiendo probado lo valientes que eran los dos y como sabían demostrarlo, se relajaron, y el Sargento Ferkel se echó hacia atrás mientras Bill suspiraba y le pasaba la botella.
—¿Qué tal si me diera un trabajo en la furrielería? —preguntó Bill.
—No tenemos furrielería. No tenemos oficina. Todo el mundo muere más pronto o más tarde aquí, así que, ¿para qué preocuparse en llevar archivos?
—¿Y si le hieren a uno?
—Lo envían al hospital, lo ponen bueno, lo devuelven aquí.
—¡Solo queda el amotinarse! —chilló Bill.
—No nos valió las últimas cuatro veces que lo intentamos. Simplemente se llevaron las naves de suministro y no nos dieron víveres hasta que aceptamos volver a combatir. La química de este lugar está mal, y toda la comida del planeta es puro veneno para nuestros metabolismos. Un par de chicos lo comprobaron por las malas. Cualquier motín que quiera tener posibilidades de éxito ha de conseguir capturar las bastantes naves como para escapar del planeta. Si tienes alguna idea de cómo hacerlo, te pondré en contacto con el Comité Permanente de Motines.
—¿No hay forma alguna en que salir de aquí?
—Ya te humm a esto humm… —le dijo Ferkel, y se desplomó borracho cómo una cuba.
—Ya lo veré por mí mismo —dijo Bill, mientras le sacaba la pistola de su funda al sargento y luego se deslizaba por la puerta trasera.
Reflectores blindados iluminaban las posiciones avanzadas, enfrentadas al enemigo, y Bill se dirigió en el sentido opuesto, hacia el distante resplandor de los cohetes aterrizando. El terreno pantanoso estaba moteado por barracones y almacenes, pero Bill se mantuvo alejado de ellos porque estaban todos guardados, y los guardianes tenían el disparo fácil. Disparaban contra todo lo que veían, contra todo lo que oían, y si no veían u oían nada disparaban de vez en cuando, de todas formas, para mantenerse alta la moral. Las luces brillaban fuertes al frente, y Bill reptó sobre su estómago para atisbar por encima de una mata a una alta verja iluminada por reflectores y protegida por alambres de espino que se extendía en ambas direcciones hasta perderse de vista.
Un disparo de un átomorifle quemó un boquete en el barro a un metro tras él, y un reflector giró, enmarcándolo en su destello.
—Saludos de su oficial de mando —atronó una voz amplificada desde los altavoces de la verja—. Esta es una grabación. Está usted tratando de salir de la zona de combate para entrar en la zona restringida al mando. Esto está prohibido. Su presencia ha sido detectada por maquinaria automática y estos mismos dispositivos tienen ahora apuntado un cierto número de armas contra usted. Dispararán en sesenta segundos si no se marcha. ¡Sea patriota! Cumpla con su deber. ¡Muerte a los chingers! Cincuenta y cinco segundos. ¿Le gustaría que su madre supiese que su hijo es un cobarde? Cincuenta segundos. Su Emperador ha gastado un capital en su entrenamiento, ¿es esa la forma de pagárselo? Cuarenta y cinco segundos…
Bill maldijo y disparó contra el altavoz más próximo, pero los restantes a lo largo de la valla continuaron sonando con la voz. Se dio la vuelta y volvió por donde había venido.
Cuando se acercaba a su choza, evitando la parte delantera para no arriesgarse al fuego de los nerviosos guardianes del complejo, se apagaron todas las luces. Al mismo tiempo sonaron disparos y explosiones por todas partes.
Algo se deslizó cerca por el barro, y el dedo de Bill se contrajo espontáneamente sobre el gatillo, disparando. Al breve resplandor atómico vio los humeantes restos de un veniano muerto, así cómo un gran número de venianos vivos chapoteando al ataque. Bill se zambulló a un lado al momento, de forma que los disparos que le hicieron en contestación no le alcanzaron, y huyó en la dirección opuesta. Tan solo pensaba en salvar el pellejo, y lo hizo escapando de los disparos y de los enemigos que le atacaban tan lejos como pudo. El que lo hiciera en la dirección en que no había sendero, metiéndose en el pantano, fue algo que no se detuvo a considerar en aquel momento. Sobrevive, le gritaba su arrugado y empequeñecido ego, y él corría.
El correr se hizo más difícil cuando el suelo se transformó en barro, y aún más cuando el barro dejó paso al agua abierta. Tras chapotear desesperadamente por un tiempo interminable, Bill llegó a más barro. Ya le había pasado el primer momento de histeria, el combate era tan solo un lejano murmullo en la distancia, y estaba exhausto. Se dejó caer sobre una masa de barro, e instantáneamente unos agudos dientes se le clavaron profundamente en las nalgas. Chillando roncamente, corrió hasta chocar con un árbol. No iba lo bastante aprisa como para hacerse mucho daño, y el tacto de la rugosa corteza bajo sus dedos despertó todos sus instintos eoantrópicos de supervivencia: se subió a él. En lo alto había dos ramas que salían en ángulo del tronco, y se apoyó en ellas, apretado contra la sólida madera y con su arma preparada y apuntada hacia adelante. Nada le molestaba ahora, y los sonidos nocturnos se hicieron más débiles y lejanos, la oscuridad era completa, y al cabo de unos segundos comenzó a cabecear. Se sobresaltó algunas veces, parpadeó, y finalmente se quedó dormido.
Ya brillaban las primeras grisáceas luces del alba cuando abrió sus pesados ojos y parpadeó. En una rama cercana estaba colgado un pequeño lagarto que lo contemplaba con sus ojos como joyas.