—Je, je… de verdad que estabas cómo un tronco —le dijo el chinger.
El disparo de Bill abrió una cicatriz humeante en la parte superior de la rama, y luego el chinger apareció de nuevo por debajo de la rama y se limpió meticulosamente la ceniza de sus garras.
—Ojo con ese gatillo, Bill —dijo—. Je, je… si hubiera querido te podría haber liquidado en cualquier momento mientras estabas dormido.
—Te conozco —dijo hoscamente Bill—. Eres Ansioso Beager, ¿no?
—Je, je… ¿no te gusta encontrarte con viejos amigos? —un ciempiés pasaba a su lado y Ansioso Beager, el chinger, lo agarró con tres de sus brazos y comenzó a arrancarle patas con el cuarto y a comérselas—. Te reconocí, Bill, y quise hablar contigo. Me he sentido mal desde que te llamé soplón, no hice bien. Tan solo cumplías con tu deber cuando me denunciaste. Pero, ¿querrías decirme cómo fue que me descubriste…? —dijo, guiñando un ojo en complicidad.
—¿Por qué no te vas a comer mierda, desgraciado? —gruñó Bill, y buscó en su bolsillo una botella de jarabe para la tos. Ansioso Chinger suspiró.
—Bueno, supongo que no querrás hablar de nada de trascendencia militar, pero espero que quieras contestarme a unas preguntas. —Echó a un lado el cadáver desmembrado y rebuscó en su bolsa marsupial, sacando una tablilla y un diminuto instrumento de escritura—. Tienes que darte cuenta de que no escogí voluntariamente el espionaje como profesión, sino que me obligaron a hacerlo en virtud de mi especialidad, la exopología… ¿has oído hablar de esta ciencia?
—Una vez nos dieron una charla de orientación, la hizo un exopólogo, y de lo único que sabía hablar era de tipos y bichos extraterrestres.
—Sí, más o menos es eso. Es la ciencia que estudia las formas de vida distintas a la propia y, naturalmente, para nosotros el homo sapiens entra en esa clasificación: es un bicho raro… —se ocultó a medias tras la rama cuando Bill alzó el arma.
—¡Ojo con lo que dices, mamón!
—Lo siento, tan solo es una forma de expresarse. Resumiendo, como me especialicé en el estudio de tu especie, me enviaron como espía, en contra mía; pero esos son los sacrificios que uno tiene que realizar en tiempo de guerra. No obstante, al verte aquí, he recordado que hay una serie de preguntas y problemas aún sin respuesta, y me gustaría tener tu ayuda para resolverlos, por pura curiosidad científica, naturalmente.
—¿Como cuáles? —preguntó suspicaz Bill, vaciando la botella y lanzándola contra la selva.
—Bueno… je, je… para empezar por algo simple, ¿qué es lo que sientes por los chingers?
—¡Muerte a los chingers! —la pequeña pluma volaba sobre la tablilla.
—Pero te han condicionado para que digas, eso. ¿Qué es lo que sentías antes de entrar en el Ejército?
—Los chingers no me importaban un pito —con el rabillo del ojo, Bill vigilaba un movimiento sospechoso entre las hojas del árbol, arriba.
—¡Estupendo! Entonces, ¿podrías explicarme quién es el que nos odia a los chingers hasta el punto de querer luchar contra nosotros una guerra de exterminio?
—Supongo que, en realidad, nadie odia a los chingers. Es simplemente que no hay nadie más con quien hacer la guerra, así que tenemos que hacerla con vosotros las inquietas hojas se habían separado y unos ojos alargados, colocados en una gran cabeza plana, miraban hacia abajo.
—¡Lo sabía! Y esto me lleva a la pregunta verdaderamente importante: ¿Por qué os gusta a los homo sapiens hacer la guerra?
La mano de Bill se apretó sobre la culata de la pistola, mientras la monstruosa cabeza descendía silenciosamente por entre las hojas tras Ansioso Chinger Beager. Estaba unida a un cuerpo serpentina de un palmo de grosor y, aparentemente, interminable.
—¿Hacer la guerra? No sé —dijo Bill, distraído por el silencioso aproximarse de la gigantesca serpiente—. Supongo que es porque nos gusta. No parece haber otra razón.
—¡Os gusta! —rechinó el chinger, saltando arriba y abajo excitado—. A ninguna raza civilizada le pueden gustar las guerras: la muerte, el asesinato, la mutilación, las violencias, la tortura y el dolor, para nombrar tan solo algunos de los factores concomitantes a la misma. ¡Vuestra raza no puede ser civilizada!
La serpiente atacó con la velocidad del rayo, y Ansioso Chinger Beager se desvaneció por su espinosa garganta con tan solo un apagado gemido.
—Ajá… supongo que no estamos civilizados —dijo Bill con la pistola dispuesta, pero la serpiente siguió descendiendo. Al menos pasaron reptando cincuenta metros de la misma antes de que apareciese y desapareciese la cola—. El maldito espía se lo tenía bien merecido —gruñó feliz, y comenzó a descender.
Una vez en el suelo, Bill comenzó a darse cuenta del mal lío en que se hallaba. El húmedo pantano se había tragado todas las huellas de su paso de la noche anterior, y no tenía ni la menor idea de en qué dirección se hallaba la zona de los combates. El sol tan solo era una difusa luz tras las capas de nubes y niebla, y notó un escalofrío repentino al darse cuenta de las escasas posibilidades que tenía de hallar su camino de regreso. El área de invasión, de tan solo diez kilómetros de lado, era un punto microscópico en la piel de este planeta. Y no obstante, si no la encontraba, ya podía darse por muerto. Y si se quedaba allí también moriría, así que, tomando lo que le parecía la dirección más prometedora, inició la marcha.
—Estoy chafado —dijo, y lo estaba. Unas pocas horas de arrastrarse por los pantanos no habían hecho más que debilitar sus músculos, llenarle la piel de picaduras de insectos, sacarle un litro de sangre gracias a las omnipresentes sanguijuelas y vaciar la carga de su pistola al matar a una docena o así de las formas de vida locales que lo querían como desayuno. También sentía hambre y sed. Y seguía perdido.
El resto del día siguió la pauta de la mañana, así que cuando el cielo comenzó a oscurecer estaba al borde del agotamiento y había terminado su suministro de medicina para la tos. Cuando subió a un árbol para encontrar un punto en el que descansar, estaba aún más hambriento, por lo que cogió un excelente fruto rojo.
—Se supone que es veneno. —Lo miró con suspicacia, y luego lo husmeó. Olía excelentemente. Lo tiró lejos.
Por la mañana todavía tenía más hambre.
—¿Debería meterme el cañón de la pistola en la boca y disparar? —se preguntó, sopesando la pistola atómica en la mano—. aún queda mucho tiempo para hacer eso. aún pueden pasar muchas cosas —y, sin embargo, no pudo acabar de creérselo cuando oyó voces que venían por la jungla, voces humanas. Se ocultó tras la rama y apuntó en aquella dirección.
Las voces se acercaron, y también un sonido de cadenas. Un veniano armado pasó bajo el árbol, pero Bill retuvo el fuego cuando otras figuras surgieron de entre la niebla. Era una larga hilera de prisioneros humanos que llevaban al cuello las argollas usadas para traer a Bill y a los otros al campo de trabajos forzados, unidas por una larga cadena. Cada uno de los hombres llevaba una enorme caja sobre la cabeza. Bill los dejó pasar por debajo y contó cuidadosamente los guardianes venianos. Eran cinco más un sexto vigilando la retaguardia, y cuando este estuvo bajo el árbol Bill se dejó caer sobre él, abriéndole el cráneo con sus pesadas botas. El veniano estaba armado con una copia, hecha por los chingers, del átomorifle estándar, y Bill sonrió malévolamente cuando sostuvo su familiar peso. Tras guardarse la pistola en el cinto, se deslizó tras la columna, con el rifle a punto. Logró matar al quinto guardián poniéndose tras él y reventándole la cabeza con la culata del rifle. Los dos últimos humanos de la hilera lo vieron, pero tuvieron la suficiente cordura como para callarse cuando se acercó sigilosamente al cuarto. Pero un estremecimiento de los prisioneros o algún sonido casual puso en guardia al veniano, que se dio la vuelta, alzando el rifle. Ya no había posibilidad de matarlo en silencio, así que Bill le asó la cabeza y corrió tan de prisa como pudo hacia delante. Se produjo un incrédulo silencio cuando resonó el disparo entre la neblina y Bill lo llenó con un grito:
—¡Cuerpo a tierra… rápido!
Los soldados se zambulleron en el barro, y Bill aguantó su átomorifle a la altura de la cadera mientras corría, abanicando de un lado a otro, frente a él, como si manejase una manguera, y manteniendo el gatillo en tiro automático. Una línea continua de fuego cruzó el aire a la altura de un metro del suelo y formando un arco. Se oyeron chillidos y gemidos entre la niebla, y al fin se agotó la carga del rifle. Bill lo echó a un lado y sacó la pistola. Dos de los guardias que quedaban estaban por el suelo, y el último estaba herido y solo pudo lanzar un mal dirigido disparo antes de que también lo asase.
—No está mal —dijo, deteniéndose y jadeando—. Seis de un total de seis.
De la línea de prisioneros le llegaban débiles gemidos, y Bill ahuecó disgustado los labios cuando vio los tres hombres que no se habían tirado al suelo al oír su grito de aviso.
—¿Qué pasa? —le dijo a uno, moviéndolo con la bota.—. ¿Nunca habías entrado en combate? —pero no le contestó porque estaba tostadamente muerto.
—Nunca… —le contestó el de al lado, boqueando de dolor—. Llame al enfermero. Estoy herido, hay uno al principio de la hilera. ¡Oh, oh, ¿por qué salí nunca de la Fanny Hill?! Enfermero…
Bill frunció el entrecejo al ver los tres balones dorados de un Cuarto Teniente en el cuello del hombre, y luego se inclinó y le raspó algo del barro de la cara.
—¡Tú! ¡El oficial de lavandería! —gritó con ultrajada ira, alzando la pistola para completar el trabajo.
—¡No soy yo! —gimió el teniente, reconociendo por fin a Bill—. ¡El oficial de lavandería se fue, tragado por un desagüe! Yo soy tu amado pastor local que te trae las bendiciones de Ahura Mazdah, hijo mío… ¿Has ido leyendo el Avesta cada día antes de irte a dormir…?
—¡Bah! —rugió Bill; ahora ya no podía matarlo, así que caminó hasta el tercer herido.
—Hola Bill… —le saludó una débil voz—. Supongo que ya he perdido mis antiguos reflejos… No puedo culparte por haberme dado, tendría que haberme incrustado en el barro como los otros…
—Maldita sea, eso es lo que tendrías que haber hecho —dijo Bill, contemplando al familiar y odiado rostro colmilludo—. Te estás muriendo, Deseomortal. Esta vez te ha tocado.
—Lo sé —dijo Deseomortal, y tosió. Tenía cerrados los ojos.
—Haced un círculo con la cadena —gritó Bill—. Quiero aquí al enfermero.
La hilera de prisioneros se curvó y miraron como el enfermero examinaba a los heridos.
—El teniente solo necesita una venda —dijo—. Tan solo tiene quemaduras superficiales. Pero a este tío de los colmillos le ha llegado la hora.
—¿Puedes conservarlo con vida? —le preguntó Bill.
—Por un tiempo, aunque no puedo asegurar cuánto.
—Mantenlo en vida. —Miró alrededor del círculo de prisioneros—. ¿Hay alguna manera en que sacaros esas argollas? —preguntó.
—No sin las llaves —le dijo un tosco sargento de infantería—. y los lagartos no las traían. Tendremos que llevarlas hasta que estemos de regreso. ¿Cómo es que arriesgaste el cuello para salvarnos? —preguntó con sospecha.
—¿Y quién quería salvaros? —resopló Bill—. Tenía hambre, y me imaginé que eso que llevabais sería comida.
—Sí, lo es —contestó el sargento, pareciendo ya más tranquilo—. Así se entiende el por qué corriste el riesgo.
Bill abrió una lata de raciones y hundió el rostro en ella.
El muerto fue cortado de su sitio en la cadena, y los dos hombres de delante y atrás del herido Deseomortal querían hacer lo mismo con él. Bill razonó con ellos, les explicó que lo más humanitario era cargar con su compañero, y estuvieron de acuerdo con él cuando los amenazó con asarles las piernas si no lo hacían. Mientras los encadenados comían, Bill cortó dos ramas flexibles y construyó una camilla con tres guerreras que le dieron. Entregó los rifles capturados al tosco sargento y a los soldados que parecían con más experiencia de combate, guardándose uno para sí mismo.
—¿Hay alguna posibilidad de que podamos regresar? le preguntó el sargento, que estaba limpiando cuidadosamente el agua del arma.
—Tal vez. Podemos regresar por donde hemos venido, es fácil seguir las señales que hemos dejado todos nosotros arrastrándonos hasta aquí. Tendremos que estar atentos por si hay venianos, y cazarlos antes de que puedan correr la voz acerca de nosotros. Cuando lleguemos donde podamos oír los combates, trataremos de hallar un área tranquila… y de abrimos paso. Un cincuenta por ciento de posibilidades.
—Eso es más de lo que teníamos hace una hora.
—Ya lo sé. Pero disminuirán si nos quedamos mucho tiempo aquí.
—Entonces pongámonos en marcha.
El seguir la pista fue aún más fácil de lo que Bill se había imaginado, y a primera hora de la tarde oyeron los primeros sonidos de la lucha, un retumbar apagado en la distancia. Habían matado instantáneamente al único veniano al que habían visto. Bill detuvo la marcha.
—Comed todo lo que queráis, luego tirad la comida —dijo—. Pasad la orden. Pronto tendremos que marchar a toda prisa —fue a ver qué tal estaba Deseomortal.
—Mal —jadeó este, con la cara tan blanca como el papel—. Esto es el fin, Bill… lo sé… ya he aterrorizado a mi último recluta… he cobrado mi última paga… he hecho mi última guardia… hasta la vista, Bill… eres un buen compañero… cuidándote de mí así…
—Me alegra que pienses eso, Deseomortal, y tal vez quieras hacerme un favor. Rebuscó por los bolsillos del moribundo hasta que encontró su libro de notas de suboficial, abriéndolo y garabateando en una de las páginas en blanco—. ¿Qué tal si me firmaras esto, en recuerdo de los viejos tiempos…? ¿Deseomortal?
La gran mandíbula colgaba abierta, los malévolos ojos rojos estaban desorbitados y perdidos en el infinito.
—El sucio mamón se me ha muerto antes —dijo disgustado Bill. Tras meditar por un momento, mojó con tinta de la pluma la yema del pulgar de Deseomortal y la apretó contra el papel para dejar la huella.
—¡Enfermero! —gritó, y la hilera de hombres se arqueó para que el enfermero pudiera llegar—. ¿Cómo está?
—Tieso cómo un arenque —dijo el enfermero, tras un examen profesional.
—Antes de morir me dejó en herencia sus colmillos, lo tengo aquí escrito, ¿ves? Son colmillos verdaderos, hechos crecer en una probeta, y cuestan un fortunón. ¿Pueden ser trasplantados?
—Seguro, siempre que se los arranquen y los congelen antes de que pasen doce horas.