Bill, héroe galáctico (2 page)

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Authors: Harry Harrison

Tags: #ciencia ficción

—Es que no puedo —dijo Bill—. Gracias de todas formas por la oferta, pero…

El sargento sonrió, preparado hasta para esta resistencia de última hora, y apretó el botón de su cinto que ponía en funcionamiento la grabación hipnótico programada en el interior del tacón de la bota de Bill. La potente corriente neural surgió por los contactos, y la mano de Bill saltó y se agitó, y cuando la momentánea neblina se alzó de su vista vio que había firmado con su nombre.

—Pero…

—Bienvenido a las Tropas Especiales —voceó el sargento, dándole una palmada en la espalda (cómo una roca) y recuperando su pluma—. ¡A formar! —gritó con voz más fuerte, y los reclutas surgieron tambaleantes de la taberna.

—¡Qué le han hecho a mi hijo! —gimió la madre de Bill, apareciendo en la plaza del mercado, apretándose el pecho con una mano y arrastrando a su hijo pequeño Charlie con la otra. Charlie comenzó a llorar y orinarse en los pantalones.

—Su hijo es ahora un soldado para la mayor gloria del Emperador —dijo el sargento, empujando a los boquiabiertos y decaídos reclutas hacia la formación.

—¡No! ¡No puede ser…! —lloriqueó la madre de Bill, arrancándose su canoso pelo—. Soy una pobre viuda, y él es mi único apoyo… No pueden…

—Madre… —dijo Bill. Pero el sargento lo empujó de nuevo a la formación.

—Sea valiente, señora —dijo—. No puede haber mayor gloria para una madre. —Le dejó caer una gran moneda reluciente en la mano—. Aquí está la paga del alistamiento, el chelín del Emperador. Sé que él desea que lo reciba usted. ¡Atención!

Con un golpeteo de tacones, los desgarbados reclutas alzaron los hombros y las barbillas. Para sorpresa suya, también lo hizo Bill.

—¡Derecha… ar! En un único y grácil movimiento, giraron cuando el robot de mando emitió la orden al activador hipnótico de cada bota.

—¡De frente… ar! —y lo hicieron en perfecto ritmo, tan bien controlados que, por mucho que lo intentó, Bill no pudo ni girar la cabeza ni lanzar un último saludo a su madre. Esta desapareció tras él, y un último chillido angustiado se perdió entre el golpear de pisadas al paso.

—Sube el ritmo a ciento treinta —ordenó el sargento, contemplando el reloj colocado bajo la uña de su dedo meñique—. Tan solo hay veinte kilómetros hasta la estación, y esta noche estaremos en el campamento, muchachos.

El robot de mando incremento un tanto su metrónomo, y las botas golpearon con mayor velocidad y los hombres empezaron a sudar. Para cuando habían llegado a la estación de helicópteros ya era casi de noche; sus uniformes de papel rojo colgaban hechos girones, la purpurina se había corrido en sus botones de lata, y la carga superficial que repelía el polvo de sus delgadas botas de plástico había desaparecido. Se veían tan deprimidos, desmoralizados, polvorientos y miserables cómo se sentían en realidad.

DOS

No fue la grabación de una corneta tocando diana lo que despertó a Bill, sino los supersónicos que corrieron a lo largo del armazón metálico de su litera, agitándolo en tal forma que hasta los empastes se desprendieron de sus dientes. Saltó en pie, y se quedó tembloroso en la grisácea mañana. Como era verano, el suelo estaba refrigerado: no se mimaba a los hombres del campamento León Trotsky. Las pálidas y congeladas figuras de los otros reclutas se alzaron a cada lado, y cuando las vibraciones, que agitaban el alma, murieron, sacaron de debajo de las literas sus gruesos uniformes de combate hechos con tela de saco y papel de lija, se los vistieron rápidamente, introdujeron sus pies en las grandes botas púrpura de los reclutas, y trastabillaron hacia el alba.

—Estoy aquí para romperos el alma —les dijo una voz rica en amenazas; y miraron al frente, y temblaron aún más cuando contemplaron al jefe de los demonios de aquel infierno.

El suboficial Deseomortal Drang era un especialista desde las puntas de las irritadas lanzas de su cabello hasta las rugosas suelas paseantes de sus botas que brillaban como espejos. Era de amplias espaldas y delgado talle, mientras que sus largos brazos colgaban como los de algún horrible antropoide, y los nudillos de sus inmensos puños se veían agrietados por la rotura de millares de dientes. Era imposible contemplar su detestable figura e imaginar que había surgido de la tierna matriz de alguna mujer. Era imposible que hubiera nacido; debía de haber sido fabricado a la medida para el gobierno. Lo más horrible de todo era la cabeza. ¡El rostro! El cabello llegaba hasta un dedo de distancia por encima de los negros mechones de sus cejas, que estaban colocadas cómo unos matorrales que crecieran al borde de los negros pozos que ocultaban sus ojos, visibles tan solo como nefastos destellos rojos en la negrura estigia. Una nariz, partida y aplastada, se agazapaba sobre la boca, que era cómo una herida de cuchillo en el hinchado vientre de un cadáver, mientras por entre los labios surgían las grandes extremidades de los caninos, de cinco centímetros de largo como mínimo, y que descansaban en surcos del labio inferior.

—Soy el Oficial Subalterno Deseomortal Drang, y me llamaréis «Señor» o «Milord».

—Comenzó a caminar arriba y abajo, huraño, ante la fila de aterrorizados reclutas . Soy vuestro padre y vuestra madre, y todo vuestro universo, y vuestro más dedicado enemigo, y pronto haré que maldigáis el día en que nacisteis. Destruiré vuestra voluntad. Cuando diga «rana», saltaréis. Mi tarea es convertiros en soldados, y los soldados guardan disciplina. La disciplina significa simplemente una obediencia ciega, una pérdida de la propia voluntad y una absoluta subordinación. Esto es todo lo que pido…

Se detuvo ante Bill, que no estaba temblando tanto como los demás, y gruñó:

—No me gusta tu cara. Un mes de cocina los domingos.

—Señor…

—Y otro mes por contestar.

Esperó, pero Bill permaneció en silencio. Ya había aprendido su primera lección de cómo ser un buen soldado: ten la boca cerrada. Deseomortal siguió caminando.

—En este momento no sois otra cosa más que horribles, sórdidos y fofos trozos de repugnante carne civil. Yo transformaré esa carne en músculo, vuestra voluntad en gelatina, vuestras mentes en máquinas. Pronto os convertiréis en buenos soldados u os mataré. Muy pronto empezaréis a oír habladurías acerca de mí, malévolas habladurías que os dirán cómo una vez maté y me comí a un recluta que me desobedeció.

Se detuvo y se los quedó mirando, y la tapa del ataúd que era su boca se abrió lentamente en la repugnante imitación de una sonrisa, mientras una gota de saliva se formaba en la punta de cada uno de sus blancos colmillos.

—Esas habladurías son ciertas.

Se oyó un gemido entre la hilera de reclutas, y se agitaron como si un soplo de viento helado los hubiera recorrido. La sonrisa desapareció.

—Ahora iremos corriendo a por los desayunos, tan pronto cómo se hayan ofrecido algunos voluntarios para una misión fácil. ¿Alguno de vosotros sabe guiar un helicoche?

Dos reclutas alzaron esperanzadamente sus manos, y les hizo un gesto para que se adelantaran.

—De acuerdo, vosotros dos tenéis escobas y cubos detrás de esa puerta. Limpiad la letrina mientras los demás comen. Así tendréis mejor apetito al mediodía.

Esta fue la segunda lección que recibió Bill sobre cómo ser un buen soldado: no presentarse nunca voluntario.

Los días de entrenamiento de los reclutas pasaron con una velocidad terriblemente letárgico. Con los días, las condiciones se hacían peores, y Bill se sentía cada vez más exhausto. Esto parecía imposible, pero sin embargo era verdad. Un amplio número de mentes brillantes y sádicas lo habían diseñado en esa forma. Las cabezas de los reclutas fueron afeitadas para conseguir una mayor uniformidad, y su aparato genital pintado con un antiséptico color naranja para controlar la ladilla endémica. La comida era teóricamente nutritiva pero increíblemente repugnante, y cuando, por error, se servía un plato en buen estado, se retiraba en el último momento y era echado a la basura, y al cocinero se le rebajaba de grado. Su sueño era interrumpido por supuestos ataques de gas, y su tiempo libre ocupado en el cuidado de su equipo. El séptimo día estaba destinado al descanso, pero todos ellos habían sido castigados, como Bill en la cocina, y transcurría como cualquier otro día. Por esto, al tercer domingo de su prisión, cuando estaban tambaleándose en la última hora del día antes de que las luces fueran apagadas y se les permitiera finalmente arrastrarse a su endurecidas literas, Bill empujó contra el débil campo de fuerza que cerraba la puerta, sabiamente diseñado para permitir que las moscas del desierto entrasen pero no pudiesen salir de los barracones, y se deslizó al interior. Tras catorce horas de cocina, sus piernas vibraban de cansancio, y sus brazos estaban arrugados y pálidos como los de un muerto a causa de la continuada inmersión en agua jabonosa. Dejó caer su guerrera al suelo, donde quedó rígidamente en pie, sostenida por su carga de sudor, grasa y polvo, y retiró su afeitadora de su taquilla. En la letrina, giró la cabeza buscando un espacio limpio en uno de los espejos. Todos ellos habían sido pintarrajeados con grandes letras que expresaban unos mensajes tan sugestivos como:

TEN LA BOCA CERRADA: LOS CHINGERS ESCUCHAN Y SI HABLAS ESTE HOMBRE PUEDE MORIR.

Finalmente, enchufó la afeitadora al lado de ¿TE GUSTARÍA QUE TU HERMANA SE CASASE CON UNO?, y centró su cara en el espejo. Unos ojos sanguinolentos y ojerosos le devolvieron la mirada mientras deslizaba la zumbadora máquina por los famélicos pliegues de su mandíbula. Le llevó más de un minuto el que el significado de la pregunta penetrase en su cerebro, embotado por la fatiga.

—No tengo ninguna hermana —gruñó desalentado—. Y, si la tuviera, ¿por qué iba a desear casarse con un lagarto?

Era una pregunta retórica, pero tuvo una respuesta desde el extremo más alejado de la habitación:

—No significa exactamente lo que dice; está ahí tan solo para hacernos odiar más al enemigo.

Bill se sobresaltó, pues había pensado que estaba solo en la letrina, y la afeitadora zumbó irritada y arrancó un trozo de carne de su labio.

—¿Quién está ahí? ¿Por qué se esconde? —espetó; y entonces reconoció a la agazapada figura entre las sombras y los muchos pares de botas—. Ah, eres tú, Ansioso. —Su ira desapareció, y volvió al espejo.

Ansioso Beager formaba de tal manera parte de la letrina que uno se olvidaba de que estaba allí. Era un jovencito de rostro redondo, que siempre sonreía, cuyas mejillas nunca perdían su rojizo brillo, y cuya sonrisa se veía tan fuera de lugar allí en Campo León Trotsky que todo el mundo deseaba matarlo hasta que se acordaba de que estaba loco. Debía de estarlo, porque siempre estaba ansioso por ayudar a sus compañeros, y se había prestado voluntario para una limpieza permanente de la letrina. Y no sólo era eso, sino que además le gustaba limpiar las botas, y se había ofrecido a hacerlo a uno tras otro de sus camaradas, hasta que al final limpiaba las botas de todos los componentes del pelotón, cada noche. En cualquier momento que estuvieran en los barracones siempre se podía hallar a Ansioso Beager acurrucado al extremo de los tronos que era su dominio personal, rodeado por montones de zapatos, sacándoles brillo con diligencia, mientras su rostro estaba iluminado por una sonrisa. Permanecía allí aún después de que apagaran las luces, trabajando a la luz de una vela colocada sobre un pote de crema para el calzado, y habitualmente se levantaba antes que los demás por la mañana, acabando su trabajo voluntario y aun sonriendo. A veces, cuando las botas estaban muy sucias, trabajaba durante toda la noche. El chico estaba obviamente loco, pero nadie lo denunciaba porque limpiaba muy bien las botas, y todos rezaban para que no muriese exhausto antes de que terminasen su entrenamiento como reclutas.

—Bueno, si eso es lo que quieren decir, ¿por qué no ponen simplemente «Odiad más al enemigo»? —se quejó Bill. Apuntó con el pulgar a la pared más lejana, donde había un cartelón con el título CONOCED AL ENEMIGO. Representaba una ilustración a tamaño natural de un chinger, un saurio de dos metros diez de altura que se parecía mucho a un canguro verde cubierto de escamas y con cuatro brazos, pero con cabeza de cocodrilo—. ¿Quién iba a ser la hermana que se quisiese casar con una cosa así? ¿Y qué iba a hacer una cosa así con una hermana, excepto quizá comérsela?

Ansioso colocó una última pizca de púrpura en una bota y tomó otra. Arrugó el ceño por un breve instante para demostrar lo seriamente que pensaba.

—Bueno, verás, esto… No se refiere a una verdadera hermana. Es tan solo parte de la guerra psicológica. Tenemos que ganar la guerra. Para ganarla, tenemos que luchar duro. Para luchar duro, tenemos que ser buenos soldados. Los buenos soldados deben de odiar al enemigo. Así es como van las cosas. Los chingers son la única raza no humana descubierta en la galaxia que haya sobrepasado el estadio del salvajismo, así que naturalmente tenemos que aniquilarlos.

—¿Qué diablos quieres decir con eso de naturalmente? Yo no quiero aniquilar a nadie. Tan solo quiero volver a casa y ser un Operador Técnico en Fertilizantes.

—Bueno, no me refería a ti personalmente, por supuesto. ¡Je, je! —Ansioso abrió un nuevo bote de crema con manos tiznadas de púrpura, e introdujo sus dedos en el interior —Me refiero a la raza humana. Así es como hacemos las cosas. Si no los aniquilamos, serán ellos quienes lo hagan con nosotros. Naturalmente, ellos dicen que la guerra va contra su religión, y que tan solo luchan para defenderse, y que jamás han realizado ningún ataque. Pero no podemos creerlos aunque sea cierto. Podrían cambiar su religión o cambiar de idea algún día, y entonces ¿qué pasaría? La mejor respuesta es aniquilarlos ahora.

Bill desenchufó la afeitadora y se lavó la cara con la tibia y herrumbroso agua.

—No obstante, me sigue pareciendo insensato. De acuerdo, la hermana que yo tengo no debe de casarse con ninguno de ellos, pero ¿qué hay de eso? —señaló a lo pintado en las paredes:

MANTENGA LIMPIA LA DUCHA —EL ENEMIGO LE ESCUCHA.

—O eso —el rótulo sobre el urinario que decía:

ABRÓCHESE LA BRAGUETA —EL ENEMIGO NADA RESPETA.

—Si es que olvidamos por un momento el hecho de que no tenemos aquí ningún secreto por el que valga la pena recorrer ni un kilómetro, y mucho menos veinticinco años-luz, ¿cómo podría ser espía un chinger? ¿Qué clase de disfraz podría hacer pasar a un lagarto de dos metros diez por un recluta? Ni siquiera se podría enmascarar a uno para que se pareciese a Deseomortal Drang, aunque ya se parezcan bastante…

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