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Authors: Víctor Coviello Guillermo Barrantes

Tags: #Cuento, Fantástico

Buenos Aires es leyenda 2 (5 page)

El paso siguiente, y tal vez el último, sea eliminar toda incertidumbre y darle definitivamente la autoría del gol a nuestro mítico futbolista.

Si es éste el mecanismo que se ha puesto en marcha en Saavedra, entonces prácticamente cualquier golazo de autor desconocido, tarde o temprano, terminará siendo propiedad de Franco Pelosi, como si se tratara de un pozo al que no pueden evitar caer todas las anónimas hazañas futboleras.

De esta manera, «el diez de Saavedra» bien pudo haber hecho tan sólo un par de goles geniales, o hasta pudo darse el lujo de ni siquiera haber existido. Tal vez fue creado por algún narrador carente de un crack para sus cuentos de fútbol. Luego, el mecanismo antes detallado, se habría encargado de transformar la invención en mito.

Los matices de la leyenda de Franco Pelosi guardan muchas semejanzas con los de otra leyenda del deporte: Pepe Cipriani
[7]
. La leyenda de Pepe fue analizada en el primer volumen de nuestra saga. En resumidas cuentas, este último habría hecho hazañas similares a las de Franco pero en el automovilismo. Y como ocurre con Franco, había gente que negaba la propia existencia del corredor. ¿Será ésta una regla general? ¿Tendrá cada deporte su héroe de fábula, su gladiador épico, tan misterioso que hasta se dude de su realidad física?

Otro detalle que habíamos resaltado en el caso de Cipriani era el de cómo los elementos numéricos del mito se exageraban versión a versión.

Los siguientes testimonios referentes a Franco nos muestran que esto sucede sin que importe en qué disciplina se encuadre la leyenda:

R
AMÓN
O.: «Creo que este pibe saltó a la fama después de hacer como diez goles en un partido».

A
LFREDO
C.: «Fue en las inferiores de Platense. Yo había ido a ver a un amigo que jugaba para Defensores de Belgrano. El "nene" Pelosi estaba en su tarde. Metió trece pepas, una mejor que la otra. Si ese muchacho hubiera seguido, hoy era más conocido que Maradona».

Maradona. Un mito vivo del fútbol mundial. Si hasta hay turistas que visitan el estadio Azteca, en México, para caminar, como en un vía crucis, sobre el sendero recorrido por el «Barrilete Cósmico» en la jugada de todos los tiempos que culminó con el segundo gol a los ingleses. «Todavía se siente el viento que dejó su estela», dicen los turistas.

¿Qué ocurrirá con la leyenda de Maradona en el futuro? ¿Cuánto la deformará el de boca en boca con el paso de las generaciones? ¿Se exagerarán sus logros hasta el absurdo? ¿Su identidad se confundirá con otros futbolistas de leyenda? ¿Podrán Maradona y Pelé terminar siendo la misma persona? ¿Se llegará al punto en el que algunos se pregunten acerca de la existencia real de «Pelusa»?

Si pensamos que no sería descabellado responder con un «sí» a todas estas cuestiones, sobre todo a la última, entonces tampoco sería descabellado pensar que, tal vez, quien haya sido Franco Pelosi, si es que ése era su verdadero nombre, no nació en los años cincuenta, sino mucho antes; y que además fue una estrella de los comienzos del fútbol argentino. El paso de los años terminaría confundiendo los detalles de su historia, hasta el punto de dudar de su propia existencia.

Que algo así haya sucedido parece un poco improbable dada la documentación existente acerca de los inicios de nuestro fútbol. Pero el de boca en boca, la imaginación porteña, siempre se las arregla para hacer de las suyas. ¿Acaso no se tomó siempre como un hecho el que Rattín, luego de ser expulsado, se sentase sobre la alfombra real, en aquel histórico partido con Inglaterra en el Mundial de 1966, cuando no hay pruebas de ninguna clase de que así haya sido?
[8]

«Pelosi es el Carlovich porteño. Es que ustedes, los de Buenos Aires, no pueden ser menos que la gente del interior», sentenció un vecino de Saavedra que hacía diez años había llegado de Rosario, provincia de Santa Fe. Y su observación es más que acertada.

La leyenda de Tomás Felipe Carlovich también tiene muchos puntos de contacto con la del diez de Saavedra.

«El Trinche», tal su sobrenombre, nació un 20 de abril de 1949. Su padre, Mario Carlovich, era extranjero, pero provenía de tierras más lejanas que las uruguayas. Mario era yugoslavo. Ganándose la vida como plomero, armó su familia en el barrio Belgrano de Rosario. Su séptimo hijo fue «Tomasito», quien no se convirtió en lobizón, pero si en otra clase de leyenda, la del «futbolista más maravilloso», como lo habría definido en cierta ocasión el actual entrenador de nuestra selección, José Néstor Pekerman.

En Rosario dicen que cuando «el Trinche» nació estaba enroscado en el cordón umbilical, pero que con un firulete de sus piernas se desenroscó solo y hasta se la dejó fácil a la partera: con un toquecito de su diminuto empeine le acomodó en el pecho el lugar del cordón donde debía hacer el corte.

Tomás Carlovich ya mostraba su magia en los potreros de barrio Belgrano, donde fue visto por gente de Rosario Central quienes no dudaron en llevarlo al club. Allí, en la institución de la que era hincha, hizo las inferiores y hasta llegó a jugar un partido en primera, que habría sido contra Los Andes.
[9]

Sin embargo, «el Trinche» presintió que no había lugar para él en aquel equipo, y se fue a otro tradicional club de Rosario, Central Córdoba.

Su trayectoria lo llevó a otros clubes como Independiente Rivadavia de Mendoza, Deportivo Maipú, también de Mendoza, y Colón de Santa Fe; pero sería en el ya nombrado Central Córdoba, en la década del 70, donde Carlovich, a fuerza de caños y gambetas, armaría su leyenda.

Como sucede con Pelosi, los que vieron jugar a Carlovich recuerdan este o aquel cotejo en el que el crack hizo maravillas. O locuras.

Se cuenta, por ejemplo, que en cierto partido se hizo expulsar en el primer tiempo para poder regresar a su amado Rosario. Si jugaba los dos tiempos enteros perdía el micro.

Pero el partido que citan todos se jugó el 17 de abril de 1974.

La Selección Argentina buscaba su puesta a punto para el inminente Mundial de Alemania. Decidió, entonces, jugar un partido amistoso con un combinado rosarino. Dicen que aquel combinado se armó a los apurones, y terminó conformado por cinco jugadores de Rosario Central, cinco de Newell's, y uno de Central Córdoba… sí, Carlovich.

La Selección Mayor llegó con Brindisi, Houseman y muchas otras figuras a lo que, supusieron, sería casi un entrenamiento. Pero no contaban con Carlovich. «El Trinche» se cansó de meter tacos, caños, sombreros y rabonas. Fue tal el despliegue de este desconocido jugador de un equipo de la «C» (Central Córdoba competía en esa divisional), desaliñado, de pelo largo, mostachos y barba, que hubo una persona que se acercó, en el entretiempo, al vestuario de los rosarinos (algunos dicen que fue el mismo Vladislao Cap, entrenador de la Selección) y les suplicó que el segundo tiempo lo jugaran a media máquina.

Pero no hubo caso. Ante el asombro de todos, ganaron los rosarinos 3 a 1.

Aquél fue el Partido de Carlovich.

Carlos Timoteo Griguol, quien fue el técnico de aquel combinado, disparó la leyenda de «el Trinche» a las nubes con las siguientes palabras:

«Carlovich tenía condiciones técnicas únicas, maravillosas. Era dueño de una habilidad muy difícil de explicar con palabras. Es como si al enfrentarlo, al marcarlo, el tipo desapareciera por cualquier lado llevándose la pelota con él. Es imposible, por eso, compararlo con cualquier jugador de este tiempo».

Y por si lo de Griguol no alcanzara, el mismo Maradona, al poco tiempo de llegar a Rosario para jugar en Newell's, le habría dicho a un periodista lo siguiente:

«Yo creía que era el mejor del mundo, hasta que llegué a Rosario. Aquí, muchos grandes ex jugadores a los que respeto, me aseguraron que un tal Carlovich era mejor que yo».

Sin embargo, tal cual sucede con Franco Pelosi, a pesar de la historia, de los testimonios, todavía queda gente que no cree en Carlovich, gente que asegura que ni siquiera existió, que es un invento.

Viendo las coincidencias que guardan ambas leyendas, no podemos descartar la posibilidad de que algún rosarino haya llegado al barrio porteño de Saavedra con sus valijas y sus historias; y que entre ellas estuviera la de Carlovich. El recién llegado en algún momento contaría las increíbles hazañas de aquel que fue mejor que Maradona, para que, poco a poco, la gente de Saavedra termine adueñándose de ellas. Alguien le cambiaría el nombre al crack por el de Franco Pelosi y lo haría jugar en Platense. Otro dato que pudo haber modificado el de boca en boca sería la causa de su falta de fama: Carlovich no fue nunca tapa de
El Gráfico
gracias a su bohemia. «El Trinche» nunca quiso llegar a un club grande que lo mantuviera lejos de su hogar y que encima lo obligara a entrenar. En cambio, lo de Pelosi fue más trágico (tal vez la gente de Saavedra, los narradores, gusten de la tragedia en sus relatos populares). La muerte de la madre de Franco habría ocasionado el alejamiento de su estrellato.

Las siguientes palabras, que pertenecerían al mismísimo «Trinche», reflejan cómo el implacable mecanismo que se oculta tras el de boca en boca, no es sólo cosa de Buenos Aires:

«En Rosario han inventado un montón de cosas acerca de mí. A la gente de aquí le gusta contar historias. Algún caño de ida y vuelta habré hecho, pero no es para tanto».

Quizá Pelosi y Carlovich no existan, pero de ser así, el caño lo hicieron igualmente, un caño de ida y vuelta a la realidad.

Floresta

El poder de un Dios

Suele decirse que utilizamos sólo un 10% de nuestra capacidad cerebral. Aunque esta afirmación sea más un símbolo que una verdad científica
[10]
, ese 90% de materia gris a la que supuestamente no tenemos acceso, esa tierra de nadie (o de unos pocos elegidos), ha sido sembrada con poderes sobrenaturales, teorías pseudo científicas y demás especulaciones, creándose así un escenario harto favorable para el anidamiento de mitos y leyendas.

—Lo que les voy a mostrar, no lo van a poder creer —nos decía Eber, el dueño de un quiosquito sobre la calle Aranguren, mientras caminábamos hacia su casa. Eber nos había hecho esperar hasta que llegara su suegro y se hiciera cargo del negocio.

Era éste, el quiosquero, nuestra última parada en la investigación que llevábamos a cabo en Floresta, investigación que habíamos empezado días atrás cuando decidimos rastrear cierto rumor acerca de un muchacho que
movía las cosas con la mente
.

Los primeros testimonios de los vecinos no habían resultado nada alentadores:

M
ANUEL
P.: «Yo nací en este barrio y jamás se habló de un loco semejante».

J
OSEFINA
R.: «Nunca escuché nada parecido, y menos en Floresta que es un barrio tranquilísimo».

M
ARTÍN
B.: «Yo conozco, fuera de este barrio, algunos "pesaditos" que, si bien no hacen volar cosas con la cabeza, pueden volarte la cabeza de un tiro».

Pero afortunadamente, para iluminar las tinieblas de semejante panorama, nos encontramos con la primera pista.

—El tipo que nos puso el cable —nos dijo un joven que no quiso identificarse—, el tipo ése se lo contó a mi vieja. Era algo así, algo acerca de un pibe con poderes.

El joven no sabía nada con respecto al «tipo del cable», salvo eso, que se dedicaba a «enganchar» televisión por cable; pero estaba seguro de que su «vieja» guardaba algún teléfono de aquel hombre. Le prestamos, entonces, un celular para que llamara a su casa. Una vez más, la fortuna estuvo de nuestro lado: la madre del muchacho no había salido. Le pasó el dato a su hijo, y él a nosotros. Le dimos las gracias y, sin decir una palabra, el joven se fue corriendo y desapareció al doblar la esquina, como si hubiera existido sólo para brindarnos aquella primera pista.

Don Pablo (así había agendado la mujer al «tipo del cable») también estaba en casa (¿la fortuna una vez más?), y no tuvo ningún inconveniente en recibirnos en persona para conversar acerca del «pibe con poderes».

Ya sentados frente a don Pablo, el hombre acusó tener sesenta y seis años. Así parecían demostrarlo las arrugas de su cara y las canas que dominaban su cabeza, sus cejas y su bigote. Según sus palabras, durante cuarenta de esos sesenta y seis años, pudo ganarse la vida como electricista; pero ahora, antes la escasez de trabajo, se había visto obligado a «salvarse» con la «changa» del cable clandestino.

—Pasó hace mucho tiempo, pero de ese guacho no me olvido más —nos dijo luego de traer un plato con bizcochitos para acompañar el mate—. Siempre que iba a aquella casa a arreglar algo, me volvía loco. Me apagaba y me prendía las luces, todo el tiempo. Al principio pensé que eran problemas con la tensión, pero cuando me sucedió por tercera vez sospeché que algo raro estaba pasando.

Don Pablo hablaba gesticulando con sus manos grandes y bien cuidadas, manos que no parecían las de un electricista. Estaba terminando de tomar un mate, y como si el sonido que hizo la bombilla se hubiera tratado de una de las trompetas del Apocalipsis, el rostro del hombre se ensombreció, hasta sus canas parecieron apagarse un poco; y con una nueva voz, una voz rasposa, nos dijo:

—La siguiente vez que fui, la cuarta, lo vi. Yo estaba agachado, rompiendo una pared, buscando un cortocircuito. La puerta de la habitación se abrió y entró una silla de ruedas. Encima de ella estaba aquel demonio: la cabeza rapada, una cicatriz en la frente, muy flaco, los ojos idos como si estuviera drogado. No tendría más de veinte años —don Pablo seguía cebándonos mate. La yerba parecía más amarga que al principio—. La bombita que colgaba del techo se empezó a apagar y a prender, a apagar y a prender, y de repente brotaron chispas de la pared donde yo estaba laburando. Me alejé del chisporroteo. El lisiado atravesó la habitación hasta la otra puerta. El brazo le temblaba como si tuviera voluntad propia. Aun así pudo tomar el picaporte y hacerlo girar. Cuando se fue, la puerta se cerró con un golpe. El chisporroteo paró, y la lamparita del techo estalló.

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