Canticos de la lejana Tierra (12 page)

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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción

«¡Qué extraño —pensó Loren mientras empujaban las bicicletas a través del frágil puente—. Por primera vez desde que aterricé en Thalassa, siento que realmente estoy en otro planeta...»

Aquellos desmañados árboles y aquellos lindos helechos podrían haber sido la materia prima de los yacimientos de carbón que alimentaron la Revolución Industrial... apenas a tiempo de salvar la raza humana. Le era fácil creer que un dinosaurio podía atacarles en cualquier momento, surgiendo de la maleza; entonces recordó que los terribles lagartos estaban todavía a cien millones de años en el futuro cuando aquellas plantas habían florecido sobre la Tierra...

Apenas volvieron a montar, Loren exclamó:

—¡Krakan y condenación!

—¿Qué pasa?

Loren se desplomó, sobre lo que, providencialmente, parecía una espesa capa de nervudo musgo.

—Un calambre —murmuró entre dientes, agarrando los tensos músculos de su muslo.

—Permíteme —dijo Mirissa con voz preocupada pero confiada.

Bajo sus cuidados agradables, aunque poco profesionales, los espasmos cesaron lentamente.

—Gracias —dijo Loren pasado un rato—. Ahora estoy mucho mejor. Pero, por favor, no te detengas.

—¿Creías que iba a hacerlo? —susurró ella.

Y entonces, entre dos mundos, se convirtieron en uno solo.

IV
Krakan
21
Academia

El número de miembros de la Academia de la Ciencia de Thalassa estaba estrictamente limitado al bonito binario de 100000000; o, para aquellos que prefieran contar con los dedos, 256. La Oficial Científico de la
Magallanes
estaba de acuerdo con aquella exclusividad; mantenía los niveles. Y la academia se tomaba muy en serio sus responsabilidades; el presidente le había confesado que, en aquel momento, había sólo 241 miembros, ya que había resultado imposible cubrir todas las vacantes con personal cualificado.

De aquellos 241, no menos de 105 estaban presentes físicamente en el auditorio de la academia, y 116 estaban en contacto a través de sus comunicadores. Era un récord de asistencia, y la doctora Anne Varley se sintió halagada en extremo... aunque no pudo reprimir una fugaz curiosidad por los 20 que faltaban.

También se sintió ligeramente incómoda al ser presentada como uno de los más importantes astrónomos de la Tierra, aunque, por desgracia, había sido una gran verdad en las fechas de la partida del
Magallanes
. El Tiempo y el Azar le habían dado esta única posibilidad de supervivencia a la última directora del (último) Observatorio Lunar Shklovskiy. Sabía que era sólo competente si se la juzgaba según el baremo de gigantes tales como Ackerley, Chandrasekhar o Herschel; aunque menos si se la comparaba con Galileo, Copérnico o Ptolomeo.

—Aquí está —comenzó—. Estoy segura de que todos ustedes han visto este mapa de Sagan Dos: la mejor reconstrucción posible con sondas y radio-homologramas. Es poco detallado; desde luego (diez kilómetros en el mejor de los casos), pero suficiente para darnos los datos básicos.

»Su diámetro es de quince mil kilómetros, un poco mayor que la Tierra. Una atmósfera densa, compuesta casi por completo de nitrógeno. Y nada de oxígeno... afortunadamente.

Aquel «afortunadamente» servía siempre para llamar la atención; hacía que el público se irguiese de un brinco.

—Comprendo su sorpresa; la mayoría de los seres humanos tienen un prejuicio en favor de la respiración. Sin embargo, en las décadas anteriores al éxodo, sucedieron muchas cosas que cambiaron nuestra visión del universo.

»La ausencia de otras criaturas vivas (en el pasado o en el presente) en el Sistema Solar, y el fracaso de los programas SETI a pesar de dieciséis siglos de esfuerzo, convencieron prácticamente a todos de que la vida debe de ser muy rara en otras partes del Universo y, por tanto, muy valiosa.

»De ello se dedujo que todas las formas de vida merecían respeto y debían ser apreciadas. Algunos argumentaron que hasta los patógenos virulentos y los vectores causantes de enfermedades no tenían que ser exterminados, sino preservados bajo estricta protección. «Reverenciar la vida» fue una frase muy popular en los últimos Días... y pocos la aplicaban exclusivamente a la vida humana.

»Una vez aceptado el principio de no interferencia biológica, siguieron ciertas consecuencias prácticas. Se había acordado mucho tiempo antes que no debíamos intentar ningún asentamiento en un planeta con formas de vida inteligentes; la raza humana tenía un mal recuerdo de su mundo de origen. Por fortuna (¡o por desgracia!) esta situación nunca se dio.

»Pero la discusión fue más lejos. Supongamos que encontráramos un planeta en el que la vida animal acabara de empezar. ¿Deberíamos mantenernos al margen y dejar que la evolución siguiera su curso, en espera de que surgiera la inteligencia al cabo de megaaños?

»Yendo aún más lejos: ¿y si sólo hubiera vida vegetal? ¿O solamente microbios unicelulares?

»Puede parecerles sorprendente que, cuando estaba en juego la existencia misma de la raza humana, los hombres se preocupasen por debatir cuestiones morales y filosóficas tan abstractas. Pero la Muerte concentra la mente en las cosas que realmente importan: ¿por qué estamos aquí? ¿Qué deberíamos hacer?

»El concepto de «Metaley» (estoy segura de que todos han oído este término) se hizo muy popular. ¿Era posible desarrollar códigos legales y morales aplicables a
todas
las criaturas inteligentes, y no meramente a los mamíferos bípedos que respiran aire y que habían dominado por breve tiempo el Planeta Tierra?

»El doctor Kaldor, por cierto, fue uno de los líderes del debate. Fue muy impopular entre aquellos que sostenían que, ya que el
Homo Sapiens
era la única especie inteligente conocida, su supervivencia tenía prioridad sobre todas las demás consideraciones. Alguien acuñó el eficaz lema: «Entre las Babosas y el Hombre, ¡yo voto por el Hombre!»

»Afortunadamente, nunca hubo una confrontación directa... por lo que sabemos. Pueden pasar siglos antes de que recibamos informes de todas las naves sembradoras que partieron. Y si algunas permanecen en silencio... bueno, tal vez vencieron las Babosas...

»En 3505, durante la sesión final del Parlamento Mundial se establecieron ciertas directrices (el famoso Mandato de Ginebra) para la colonización planetaria futura.

»Muchos pensaron que eran demasiado idealistas y que no había ningún modo de que pudiera controlarse su aplicación. Pero fueron un intento, un gesto final de buena voluntad hacia un universo que quizá nunca pudiera apreciarlo.

»Aquí nos concierne sólo uno de los puntos del Mandato, pero fue el más célebre y suscitó una intensa controversia, ya que excluía algunos de los objetivos más prometedores.

»La presencia de una cantidad apreciable de oxígeno en la atmósfera de un planeta es una prueba definitiva de que ahí hay vida. El elemento es demasiado reactivo para darse en estado libre, a menos que sea continuamente renovado por plantas o su equivalente. Naturalmente, el oxígeno no significa necesariamente que haya vida animal, pero establece las condiciones para que la haya. E incluso si la vida animal sólo raras veces conduce a la inteligencia, no existen teorías acerca de otra vía plausible para ello.

»De modo que, según los principios de la Metaley, quedó vedada nuestra entrada a planetas con oxígeno. Francamente, dudo que se hubiera tomado una medida tan drástica si la propulsión cuántica no nos hubiera dado un alcance, y una potencia básicamente ilimitados.

»Permítanme ahora que les explique nuestro plan operativo una vez hayamos llegado a Sagan Dos. Como pueden ver en el mapa, más del cincuenta por ciento de la superficie está cubierta de hielo de una profundidad media estimada en tres kilómetros. ¡Todo el oxígeno que necesitaremos!

»Cuando sea establecida su órbita final, la
Magallanes
usará la propulsión cuántica a una pequeña fracción de su plena potencia para que actúe como antorcha. Deshará el hielo y, al mismo tiempo, lo dividirá en oxígeno e hidrógeno. El hidrógeno se escapará rápidamente hacia el espacio; si fuera necesario, podríamos ayudarle con láseres graduados para ello.

»En sólo veinte años, Sagan Dos tendrá una atmósfera con un diez por ciento de O
2
, aunque contendrá demasiados óxidos de nitrógeno y otras sustancias venenosas para ser respirable. Entonces, empezaremos a distribuir bacterias especialmente desarrolladas, e incluso plantas, para acelerar el proceso. Sin embargo, el planeta seguirá estando demasiado frío; aun contando con el calor que proyectamos, la temperatura estará por debajo del punto de congelación en todas partes salvo en el Ecuador durante unas pocas horas alrededor del mediodía.

»De modo que es entonces cuando usaremos la propulsión cuántica probablemente por última vez; la
Magallanes
, que ha pasado toda su existencia en el espacio, aterrizará por fin en la superficie de un planeta.

»Y entonces, durante unos quince minutos diarios, en el momento apropiado, se conectará la propulsión a la máxima potencia que la estructura de la nave, y el lecho de roca en el que descanse, puedan resistir. No sabremos cuánto tiempo precisará la operación hasta que hayamos hecho las primeras pruebas. Quizá sea necesario volver a mover la nave, si el emplazamiento inicial es geológicamente inestable.

»En una primera aproximación, parece que tendremos que usar la propulsión durante treinta años, para frenar el planeta hasta que descienda hacia su sol lo bastante para darle un clima templado. Y tendremos que usar la propulsión durante otros veinticinco años para hacer que la órbita sea circular. Pero durante buena parte de ese período de tiempo, Sagan Dos será totalmente habitable... aunque los inviernos serán crudos hasta que se consiga la órbita final.

»Entonces tendremos un planeta virgen, mayor que la Tierra, con un cuarenta por ciento de superficie marina y una temperatura media de veinticinco grados. La atmósfera tendrá un contenido de oxígeno de 70% menor que el de la Tierra, pero en aumento. Será el momento de despertar a los novecientos mil durmientes que todavía están hibernados y presentarles un mundo nuevo.

»Éste es el proyecto a menos que sucesos o descubrimientos inesperados nos obliguen a apartarnos de él. Y si ocurriera lo peor...

La doctora Varley vaciló; luego, sonrió con el ceño fruncido.

—No. ¡Pase lo que pase, nunca nos volverán a ver! Si es imposible vivir en Sagan Dos, tenemos otro objetivo, a treinta años luz de distancia. Puede que incluso sea mejor.

»Quizás acabemos colonizando los dos. Pero eso lo decidirá el futuro.

Pasó algún tiempo antes de que se iniciara el coloquio; la mayoría de los académicos parecían aturdidos, aunque sus aplausos fueron sinceros. El presidente, que, gracias a su larga experiencia, siempre tenía preparadas algunas preguntas por adelantado, inició las preguntas.

—Es una cuestión trivial, doctora Varley, pero, ¿quién o qué ha dado su nombre a Sagan Dos?

—Un escritor de novelas científicas de principios del tercer milenio.

Eso rompió el hielo, como pretendía el presidente.

—Doctora, usted ha mencionado que Sagan Dos tiene como mínimo, un satélite. ¿Qué pasará con él cuando cambien la órbita del planeta?

—Nada, salvo algunas perturbaciones muy leves. Seguirá a su planeta.

—Si el Mandato de... ¿Cuando fue? ¿3.500...?

—3.505.

—Hubiera sido ratificado anteriormente, ¿estaríamos aquí ahora? Quiero decir: ¡Thalassa habría quedado vedada!

—Es una buena pregunta, y nosotros la hemos discutido a menudo. Desde luego, la misión inseminadora de 2751 (su nave madre de la Isla Sur) habría ido en contra del Mandato. Afortunadamente, el problema no se ha dado. Ya que aquí no hay animales terrestres, el principio de no interferencia no ha sido violado.

—Eso es especular mucho —dijo uno de los académicos más jóvenes, entre el evidente regocijo de muchos de los más veteranos—. Si damos por supuesto que el oxígeno significa vida, ¿cómo puede estar seguro de que la proposición contraria es cierta? Es posible imaginarse todo tipo de criaturas, incluso inteligentes, en planetas sin oxígeno, incluso sin atmósfera. Si nuestros descendientes en la evolución serán máquinas inteligentes, como han sugerido muchos filósofos, preferirían una atmósfera donde no pudieran oxidarse. ¿Tienen idea de la edad que puede tener Sagan Dos? Podría haber pasado ya la era óxido-biológica; podría estar esperándoles allí una civilización de máquinas.

Hubo algunos murmullos de desacuerdo entre el público, y alguien susurró: «¡ciencia-ficción!» con tono de disgusto. La doctora Varley esperó a que el rumor se acallara y contestó con brevedad:

—Eso no nos ha quitado mucho el sueño. Y si nos encontráramos una civilización de máquinas, el principio de no interferencia apenas tendría importancia. ¡Me preocuparía mucho más lo que ella nos pudiera hacer a nosotros que lo contrario!

Un hombre muy mayor, la persona más anciana que la doctora Varley había visto en Thalassa, al fondo de la sala, se puso lentamente en pie. El presidente garabateó una nota y se la pasó a la doctora: «Profesor Derek Winslade; 115; G. A. de la ciencia de T.; historiador.» A la doctora Varley le confundieron las siglas G. A. durante unos segundos, hasta que un misterioso destello de intuición le dijo que querían decir «Gran Anciano».

Pensó que era típico que el decano de la ciencia thalassana fuera un historiador. En sus setecientos años de historia, las Tres Islas habían producido solamente unos pocos pensadores originales.

Sin embargo, esto no era necesariamente merecedor de crítica. Los thalassanos se habían visto obligados a construir la infraestructura de la civilización a partir de cero; había habido pocas oportunidades, o incentivos, de realizar investigaciones que no tuvieran una aplicación directa. Y existía un problema más serio y sutil; el de la población. En ningún momento, en ninguna disciplina científica, habría jamás suficientes trabajadores en Thalassa para alcanzar la «masa crítica»: el número mínimo de mentes reactivas necesarias para iniciar investigaciones fundamentales en alguna esfera nueva de conocimiento.

Sólo en matemáticas (y en música) había raras excepciones a esta regla. Un genio solitario (un Ramanujan o un Mozart) podía surgir de la nada y navegar solo por aguas desconocidas del pensamiento. El ejemplo más famoso de la ciencia thalassana era Francis Zoltan (214—242); cinco siglos después su nombre todavía era reverenciado, pero la doctora Varley tenía ciertas reservas sobre su indudable capacidad. A ella le parecía que nadie había entendido realmente sus descubrimientos en el campo de los números hipertransfinitos; y menos aún los había ampliado (la verdadera prueba para todos los innovadores auténticos). Aun ahora, su famosa «Hipótesis Final» desafiaba tanto a su demostración como a su refutación.

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