Canticos de la lejana Tierra (14 page)

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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción

El presidente Farradine fue también ceremoniosamente ataviado con un traje sorprendente (diseñado por la señora presidenta) que le hacía parecer un cruce entre emperador romano y astronauta pionero. No parecía estar muy a gusto en él; el capitán Sirdar Bey se alegraba de que su uniforme consistiera en pantalones cortos blancos, camisa de cuello abierto, hombreras y una gorra con galones dorados, en el que se sentía perfectamente cómodo... aunque era difícil recordar cuándo lo había llevado por última vez.

Pese a la tendencia del presidente a tropezar con su toga, la visita oficial había ido muy bien y la bonita maqueta de la planta congeladora había funcionado a la perfección. Había producido una cantidad ilimitada de obleas hexagonales de hielo, del tamaño justo para caber en un vaso de refresco. Sin embargo, no se les podía reprochar a los visitantes que no entendieran lo apropiado que era el nombre de Copo de Nieve; al fin y al cabo en Thalassa pocos habían visto nieve en su vida.

Ahora habían dejado atrás la maqueta para inspeccionar la planta de verdad, que ocupaba varias hectáreas de la costa de Tarna. Había costado algún tiempo trasladar al presidente, su séquito, el capitán Bey y sus oficiales y todos los demás invitados, del yate a la costa.

Ahora, bajo las últimas luces del día, se encontraban respetuosamente alrededor del borde de un bloque hexagonal de veinte metros de diámetro y dos metros de grosor. No sólo era la mayor masa de agua helada que había visto nadie: probablemente, era la mayor del planeta. Incluso en los polos, raras veces podía llegar a formarse hielo. Sin continentes de grandes dimensiones que bloquearan la circulación, las veloces corrientes de las regiones ecuatoriales fundían rápidamente los incipientes témpanos.

—Pero, ¿por qué de esta forma? —preguntó el presidente.

El segundo comandante Malina suspiró; estaba completamente seguro de que se lo había explicado ya varias veces.

—Es el viejo problema de cubrir una superficie con piezas idénticas —dijo pacientemente—. Sólo hay tres opciones: cuadrados, triángulos y hexágonos. En nuestro caso, el hexágono es algo más eficaz y fácil de manejar. Los bloques (más de doscientos, de seiscientas toneladas de peso cada uno) encajarán entre sí para construir el escudo. Será un especie de bocadillo de hielo de tres capas de grosor. Cuando aceleremos, todos los bloques se fusionaran y formarán un disco único y enorme. O un cono truncado, para ser exactos.

—Me ha dado usted una idea —el presidente parecía estar más animado que en toda la tarde—. Nunca hemos hecho patinaje sobre hielo en Thalassa. Era un bello deporte... y había un juego llamado «hockey sobre hielo», aunque no estoy seguro de que me gustara revivir aquello después de los vídeos que he visto. Pero sería maravilloso que pudieran construirnos una pista de hielo a tiempo para las olimpiadas. ¿Sería eso posible?

—Tendré que pensármelo —replicó débilmente el segundo comandante Malina—. Es una idea muy interesante. Quizá podría decirme cuánto hielo se necesitará.

—Encantado. Y será una forma excelente de emplear toda esta planta congeladora cuando haya terminado el trabajo.

Una súbita explosión ahorró a Malina la necesidad de contestar. Habían empezado los fuegos artificiales, y durante los siguientes veinte minutos el cielo que cubría la isla estalló con incandescencia policromática.

A los thalassanos les encantaban los fuegos artificiales, y se entregaban a ellos a la menor oportunidad. La exhibición se combinaba con imágenes creadas con rayos láser, aún más espectaculares y considerablemente menos peligrosas, pero que carecían de olor a pólvora que añadía ese toque final de magia.

Cuando se acabaron todas las festividades y las personalidades marcharon al barco, el comandante Malina dijo, pensativo:

—El presidente está lleno de sorpresas, aunque tiene una mente estrecha. Estoy cansado de oírle hablar de sus malditos Juegos Olímpicos... pero esa pista de hielo es una idea excelente y generaría muy buenos sentimientos hacia nosotros.

—Sin embargo, ha ganado mi apuesta —dijo el comandante en jefe Lorenson.

—¿Qué apuesta era ésa? —preguntó el capitán Bey.

Malina se rió.

—Jamás lo habría creído. A veces, los thalassanos no parecen tener curiosidad: lo dan todo por supuesto. Aunque supongo que debería halagarnos que tengan tanta fe en nuestra capacidad tecnológica. ¡Quizá piensan que tenemos antigravedad!

»Fue idea de Loren no incluirlo en el informe... y tenía razón. El presidente Farradine no se ha tomado la molestia de formular lo que habría sido mi primera pregunta: ¿Cómo vamos a elevar ciento cincuenta mil toneladas de hielo hasta la
Magallanes
?

24
Archivo

A Moses Kaldor le gustaba quedarse solo, tantas horas o días como podía permitirse, en la calma catedralicia de Primer Aterrizaje. Volvía a sentirse como un joven estudiante ante todo el arte y los conocimientos de la Humanidad. La experiencia era, al mismo tiempo, estimulante y deprimente; un universo entero estaba en la punta de sus dedos, pero la fracción que podía explorar en toda su vida era tan despreciable, que a veces se sentía casi abrumado por la desesperación. Era como un hombre hambriento al que se servía un banquete que se extendía en todo lo que su vista podía abarcar: un festín tan asombroso, que destruía por completo su apetito.

Y sin embargo, toda aquella abundancia de sabiduría y cultura era sólo una fracción diminuta de la herencia de la Humanidad. Faltaba mucho de lo que Moses Kaldor conocía y amaba... y era consciente de que no era por accidente, sino por un propósito deliberado.

Hacía mil años que hombres geniales y de buena voluntad habían reescrito la historia y habían revisado las bibliotecas de la Tierra decidiendo qué debía salvarse y qué debía ser abandonado a las llamas. El criterio de selección fue sencillo aunque, a menudo, muy difícil de aplicar. Una obra de literatura, una muestra del pasado, era almacenada en la memoria de las naves sembradoras solamente si contribuía a la supervivencia y a la estabilidad de los nuevos mundos.

La tarea era, desde luego, imposible y descorazonadora. Con lágrimas en los ojos, los paneles de selección habían descartado los Veda, la Biblia, el Tripitaka, el Qur'an y toda la inmensa colección de literatura novelesca y de ensayo, que se basaba en ellos. A pesar de lo ricas que eran estas obras en belleza y sabiduría, no podía permitirse que volvieran a infectar planetas vírgenes, con los antiguos venenos de odio religioso, la creencia era lo sobrenatural y el piadoso galimatías con el que, en otro tiempo, incontables miles de millones de hombres y mujeres se habían confortado, a costa de corromper sus mentes.

También se perdieron en la gran purga prácticamente todas las obras de los más grandes novelistas, poetas y dramaturgos, que en cualquier caso, habrían carecido de sentido sin su contexto filosófico y cultural.

Homero, Shakespeare, Milton, Tolstoy, Melvillo, Proust (el último gran escritor de novelas antes de que la revolución electrónica venciera a la página impresa)... Todo lo que quedó fue unos pocos cientos de miles de pasajes cuidadosamente seleccionados. Fue excluido todo lo referente a guerras, crímenes, violencia y pasiones destructivas. Si los sucesores recién diseñados, y se esperaba que mejorados, del Homo sapiens redescubrían todo eso, crearían, sin duda, su propia literatura como respuesta. No era necesario darles un estímulo prematuro.

La música, excepto la ópera, así como las artes visuales, habían corrido mejor suerte. De todos modos, el volumen de material era tan abrumador, que la selección fue forzosa, aunque en ocasiones también arbitraria. Las generaciones futuras de muchos mundos se preguntarían cómo eran las primeras 38 sinfonías de Mozart, la Segunda y la Cuarta de Beethoven, y de la Tercera a la Sexta de Sibelius.

Moses Kaldor era profundamente consciente de su responsabilidad, así como de su incapacidad (de la incapacidad de cualquier hombre, por mucho talento que tuviera) para llevar a cabo la tarea que tenía que afrontar. A bordo de la
Magallanes
, bien guardado en sus gigantescos bancos de memoria, se hallaba mucho de lo que la gente de Thalassa nunca había conocido y, desde luego, mucho de lo que aceptarían y disfrutarían de buena gana, aun sin entenderlo por completo. La soberbia recreación del siglo XXV de la
Odisea
, los clásicos de la guerra que miraban hacia atrás con angustia a través de medio milenio de paz, las grandes tragedias shakespearianas en la milagrosa traducción de Feinberg a la Lingua,
Guerra y Paz
de Lee... llevarían horas y aun días enumerar todas las posibilidades.

A veces, cuando se sentaba en la biblioteca del Consejo del Primer Aterrizaje, Kaldor se sentía tentado de jugar a dios con estas personas razonablemente felices y tan poco inocentes. Comparaba los listados de aquellos bancos de memoria con los de la nave, fijándose en lo que había sido borrado o resumido. Aunque en principio estaba en contra de cualquier clase de censura, a veces... incluso tenía que reconocer la sensatez de las supresiones... al menos en los días en que fue fundada la colonia. Pero ahora que se había establecido con éxito, quizás una pequeña perturbación, o una inyección de creatividad, podría estar bien.

En ocasiones, era molestado por llamadas desde la nave o por grupos de jóvenes thalassanos que realizaban viajes comentados a los comienzos de su historia. A él no le importaban las interrupciones, y había una que, decididamente, agradecía.

Muchas tardes, salvo cuando se lo impedía lo que pasaba por asuntos urgentes en Tarna, Mirissa subía por la colina cabalgando en su hermoso caballo palomino,
Bobby
. A los visitantes les había sorprendido mucho encontrar caballos en Thalassa, puesto que nunca habían visto ninguno vivo en la Tierra. Pero los thalassanos adoraban a los animales y habían creado muchos a partir de los amplios archivos de material genético que habían heredado. A veces, eran totalmente inútiles... o incluso una molestia, como los pequeños y pegajosos monos ardilla, que siempre estaban robando pequeños objetos de las casas de Tarna.

De manera invariable, Mirissa traía alguna golosina (generalmente fruta o uno de los muchos quesos locales) que Kaldor aceptaba con gratitud. Sin embargo, agradecía todavía más su compañía: ¿quién habría pensado que él, que se había dirigido a menudo a cinco millones de personas —¡más de la mitad de la última generación! —se sentiría satisfecho de tener a un único espectador...?

—Como desciendes de un largo linaje de bibliotecarios —dijo Moses Kaldor—, sólo piensas en megabytes. Pero permíteme que te recuerde que el nombre «biblioteca» viene de una palabra que significa
libro
. ¿Tenéis libros en Thalassa?

—Por supuesto que sí —dijo Mirissa, indignada; aún no había aprendido a distinguir cuando Kaldor estaba bromeando—. Millones... bueno, miles. Hay un hombre en la Isla Norte que imprime unos diez mil al año, en ediciones de unos centenares. Son preciosos... y muy caros. Todos se utilizan como regalos para ocasiones especiales. Yo recibí uno cuando cumplí veintiún años:
Alicia en el País de las Maravillas
.

—Me gustaría verlo algún día. Siempre me han gustado los libros, y tengo casi un centenar en la nave. Tal vez por eso, siempre que oigo hablar a alguien de bytes divido mentalmente por un millón y pienso en un libro... un gigabyte equivale a mil libros, y así sucesivamente. Es la única manera de que pueda calibrar de qué va cuando la gente habla de bancos de datos y transferencia de información. Y ahora dime, ¿cómo es de grande vuestra biblioteca?

Sin apartar la vista de Kaldor, Mirissa hizo que sus dedos se pasearan por el teclado de su ordenador.

—Ésa es otra cosa que nunca he sido capaz de hacer —dijo él con admiración—. Alguien me dijo en una ocasión que después del siglo XXI, la raza humana se dividió en dos especies: los verbales y los digitales. Yo sé usar un teclado cuando tengo que hacerlo, por supuesto... pero prefiero hablar con mis colegas electrónicos.

—Según las últimas comprobaciones —dijo Mirissa— seiscientos cuarenta y cinco terabytes.

—Hum... casi mil millones de libros. Y, ¿qué tamaño tenía al principio la biblioteca?

—Esto lo puedo decir sin consultarlo. Seiscientos cuarenta.

—Así que en setecientos años...

—Sí, sí; sólo hemos logrados producir unos pocos millones de libros.

—No os estoy criticando; al fin y al cabo, la calidad es mucho más importante que la cantidad. Me gustaría que me indicaras las obras que consideras mejores de la literatura thalassana; también respecto a la música. El problema que nosotros debemos resolver es qué daros. La
Magallanes
tiene a bordo más de mil megalibros, en el banco de Acceso General. ¿Te das cuenta de lo que eso significa?

—Si dijera que sí, te impediría que me lo explicaras. No soy tan cruel.

—Gracias, cariño. En serio, es un problema terrorífico que me ha acuciado durante años. A veces creo que la Tierra fue destruida justo a tiempo; la raza humana estaba siendo aplastada por la información que generaba.

»Al final del Segundo Milenio producía sólo (¡sólo!) el equivalente a un millón de libros al año. Y me refiero únicamente a la información que se suponía de cierto valor permanente, de modo que era almacenada indefinidamente.

»Hacia el Tercer Milenio, la cifra se había multiplicado por cien, como mínimo. Desde que se inventó la escritura hasta el fin de la Tierra, se estima que se produjeron diez mil millones de libros. Y como te he dicho, tenemos un diez por ciento de ellos a bordo.

»Si os los dejáramos todos, aun suponiendo que tuvierais la suficiente capacidad de almacenaje, quedaríais totalmente desbordados. No os representaría ningún favor porque inhibiría por completo vuestro crecimiento cultural y científico. Y la mayor parte del material no significaría nada para vosotros: os llevaría varios siglos separar el grano de la paja.

Kaldor dijo para sí: «Es extraño que no haya pensado antes en esta analogía. Ése es precisamente el peligro que planteaban constantemente los oponentes de SETI. Bueno, nunca nos hemos comunicado con inteligencias extraterrestres, ni siquiera las hemos detectado. Pero los thalassanos acaban de hacer exactamente eso y los E.T. somos nosotros...»

Sin embargo, a pesar de sus modos de vida totalmente diferentes, Mirissa y él tenían mucho en común. La curiosidad e inteligencia de ella eran rasgos que había que fomentar; no había nadie, ni siquiera entre los demás miembros de la tripulación, con quien pudiera mantener unas conversaciones tan estimulantes. A veces Kaldor se encontraba en un aprieto tan grande para contestar a sus preguntas que su única defensa era un contraataque.

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