Canticos de la lejana Tierra (13 page)

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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción

Ella sospechaba (aunque era demasiado diplomática para mencionarlo a sus amigos thalassanos) que la trágica muerte prematura de Zoltan había exagerado su reputación, invistiendo su memoria con melancólicas esperanzas de lo que podría haber sido. El hecho de que hubiera desaparecido mientras nadaba cerca de la Isla Norte había inspirado legiones de teorías y mitos románticos (una decepción amorosa, rivales celosos, su incapacidad para descubrir pruebas críticas, terror al propio hiperinfinito), ninguno de los cuales tenía la más ligera base real. Pero todos habían contribuido a la imagen popular del genio más grande de Thalassa, segado en la primavera de su éxito.

¿Qué estaba diciendo el viejo profesor? Oh, cielo san... Siempre había alguien en el período de preguntas que planteaba una cuestión totalmente irrelevante, o aprovechaba la oportunidad para exponer su pequeña teoría. Debido a su larga práctica, la doctora Varley sabía muy bien cómo tratar a esos polemistas y, generalmente, podía obtener unas carcajadas a su costa. Pero tendría que ser educada con un G. A., rodeado de sus colegas y en su propio territorio.

—Profesor, eh, Winsdale —«Winsdale», se apresuró a susurrarle el presidente, pero ella decidió que cualquier corrección sólo empeoraría las cosas—, la pregunta que me ha hecho es muy buena, pero tendría que ser tratada en otra conferencia. O en una serie de conferencias; incluso en este caso, apenas profundizaríamos en el tema.

»Pero vayamos con su primera pregunta. Ya hemos oído varias veces esa crítica... Pero, sencillamente, no es verdad. No hemos intentado guardar el «secreto», como usted lo llama, de la propulsión cuántica. La teoría completa está en los archivos de la nave, y forma parte del material que será transferido a los suyos.

»Una vez dicho esto, no quiero crear falsas esperanzas. Francamente, no hay ningún miembro activo de la tripulación de la nave que entienda de verdad el sistema de propulsión. Sabemos cómo usarla, nada más.

»Hay tres científicos en hibernación que supuestamente son expertos en ese sistema de propulsión. Si tenemos que despertarles antes de llegar a Sagan Dos, estaremos en muy serios problemas.

»Los hombres se volvieron locos tratando de visualizar la estructura geometrodinámica del superespacio, y preguntándose por qué el universo tenía, originalmente, once dimensiones, en vez de un número bonito como diez o doce. Cuando realicé el curso básico de Propulsión, mi instructor me dijo: «Si pudiera entender la propulsión cuántica, no estaría aquí; estaría en Lagrange Uno, en el instituto de Estudios Avanzados.» Y me hizo una útil comparación que me ayudaba a dormirme de nuevo cuando tenía pesadillas tratando de imaginarme lo que significaba realmente diez a la menos treinta y tres centímetros.

»La tripulación de la
Magallanes
sólo tiene que saber lo que hace el sistema de propulsión —me dijo mi instructor—. Son como ingenieros a cargo de una red de distribución eléctrica. Mientras sepan cómo conectar y desconectar la corriente, no tiene que saber cómo se genera. Puede proceder de algo simple, como una dinamo alimentada con combustible, un panel solar o una turbina de agua. Sin duda entenderían los principios en que se basa, pero no los necesitan para realizar sus trabajos a la perfección.

»O la electricidad podría proceder de algo más complejo, como un reactor de fisión, un fusor termonuclear, un catalizador de muones, un Nodo Penrose o un núcleo Hawking-Schwarzschil... ¿Entiende lo que quiero decir? En algún punto tendrían que abandonar toda esperanza de entenderlo; pero seguirían siendo ingenieros absolutamente competentes, capaces de cambiar la corriente eléctrica donde y cuando fuera necesario.

»De la misma forma podemos dirigir al
Magallanes
de la Tierra a Thalassa y, confío, también a Sagan Dos, sin saber realmente lo que estamos haciendo. Pero algún día, tal vez dentro de varios siglos, seremos capaces de igualar de nuevo el genio que creó la propulsión cuántica.

»Y, ¿quién sabe?, ustedes pueden ser los primeros. En Thalassa puede nacer un nuevo Francis Zoltan. Y entonces, quizás ustedes vengan a visitarnos.

En realidad, no lo creía. Pero era una bonita forma de terminar y provocó una tremenda salva de aplausos.

22
Krakan

—Podemos hacerlo sin problemas, desde luego —dijo el capitán Bey, pensativo—. La planificación está básicamente terminada... Ese problema de vibraciones con los compresores parece resuelto... La preparación del emplazamiento está adelantada respecto a las provisiones. No hay duda de que podemos ahorrar los hombres y el equipo... pero, ¿es buena idea?

Miró a sus cinco oficiales, reunidos alrededor de la mesa oval de la sala de conferencias para el personal de Terra Nova; simultáneamente, todos miraron al doctor Kaldor, que suspiró y abrió las manos con resignación.

—Así que no es un problema puramente técnico. Díganme todo lo que tengo que saber.

—Ésta es la situación —dijo el segundo comandante Malina. Las luces se oscurecieron y las Tres Islas cubrieron la mesa, flotando a una fracción de centímetros por encima, como una maqueta bellamente detallada. Pero no era ninguna maqueta, pues, si la escala se ampliaba lo suficiente, podía verse a los thalassanos ocupados en sus tareas.

—Creo que los thalassanos todavía temen al monte Krakan, aunque en realidad es un volcán que se porta muy bien: ¡al fin y al cabo, nunca ha matado a nadie! Y es la clave del sistema de comunicaciones interinsulares. La cima está a seis kilómetros por encima del nivel del mar: el lugar más alto del planeta, por supuesto. De modo que es el lugar ideal para un parque de antenas; todos los servicios de larga distancia pasan por aquí y son re-emitidos a las otras dos islas.

—Siempre me ha parecido un poco extraño —dijo suavemente Kaldor— que después de mil años no hayamos encontrado nada mejor que las ondas de radio.

—El universo nació equipado con un único espectro electromagnético, doctor Kaldor; tenemos que aprovecharlo lo mejor que podamos. Y los thalassanos tienen suerte, porque los extremos de las Islas Norte y Sur están separados por sólo trescientos kilómetros, y el Monte Krakan puede cubrirlas a las dos. Pueden pasar muy bien sin los comunicadores.

»El único problema es la accesibilidad... y el clima. El chiste local dice que Krakan es el único lugar del planeta que lo tiene. Cada pocos años, alguien tiene que escalar la montaña, reparar algunas antenas, reemplazar algunas células y baterías solares... y apartar la nieve. No es un gran problema, pero exige mucho trabajo duro.

—Trabajo que los thalassanos evitan siempre que les es posible —intervino la comandante Médico Newton—. Y no es que les culpe por guardar sus energías para cosas más importantes... como los deportes y el atletismo.

Podía haber añadido «hacer el amor», pero éste era un tema delicado para muchos de sus colegas y su mención tal vez no habría sido bien recibida.

—¿Por qué tienen que escalar la montaña? —preguntó Kaldor—. ¿Por qué no se limitan a volar sobre la cima? Tienen aviones de despegue vertical.

—Sí, pero el aire es muy ligero allá arriba... y el que hay tiende a ser borrascoso. Tras varios accidentes graves, los thalassanos decidieron hacerlo del modo más difícil.

—Entiendo —dijo Kaldor, pensativo. Es el viejo problema de la no-interferencia. ¿Disminuiremos su confianza en sí mismos? Yo diría que de forma insignificante. Y si no accedemos a una petición tan modesta, provocaremos resentimientos. Justificados también, si tenemos en cuenta la ayuda que nos están dando en la planta congeladora.

—Yo opino igual. ¿Alguna objeción? Muy bien. Señor Lorenson, por favor, encárguese de los preparativos. Use la nave que crea conveniente, en tanto no sea necesaria para la operación Copo de Nieve.

A Moses Kaldor siempre le habían gustado las montañas; le hacían sentirse más cerca del Dios cuya existencia a veces deploraba.

Desde el borde del gran cráter, podía ver un mar de lava en el fondo, congelado ya hacía tiempo, pero que emitía aún pequeñas bocanadas de humo por una docena de grietas. Más allá, al oeste, eran visibles las dos islas mayores como nubes oscuras en el horizonte.

El punzante frío y la necesidad de contar cada inhalación hacían más fascinante cada momento. Hacía mucho tiempo había leído en algún libro de viajes o de aventuras la expresión «aire como vino». En aquel momento le hubiera gustado preguntarle al autor cuánto vino había respirado últimamente; pero ahora la expresión ya no le parecía tan ridícula.

—Todo está descargado, Moses. Estamos listos para marchar.

—Gracias, Loren. Me habría gustado esperar aquí hasta que recogieras a todos por la noche, pero podría ser arriesgado permanecer demasiado tiempo a esta altitud.

—Los ingenieros han traído botellas de oxígeno, por supuesto.

—No pensaba sólo en ello. Mi tocayo una vez tuvo muchos problemas en una montaña
[1]

—Perdona... no lo entiendo.

—No importa; ocurrió hace muchísimo tiempo.

El grupo de trabajo les despidió cariñosamente cuando la nave despegaba del borde del cráter. Ahora que todas las herramientas y el equipo habían sido desembarcados, se enfrascaron en los preliminares esenciales de cualquier proyecto thalassano. Alguien hacía té.

Mientras ascendía lentamente hacia el cielo, Loren procuró evitar la compleja masa de antenas, que tenían prácticamente todos los diseños conocidos. Todas estaban orientadas hacia las dos islas apenas visibles al oeste; si interrumpía sus múltiples haces, se perderían irremisiblemente incontables gigabits de información, y los thalassanos lamentarían haberles pedido ayuda.

—¿No te diriges hacia Tarna?

—En un minuto. Primero quiero mirar la montaña. Ah... ¡ahí está!

—¿Qué? Oh, ya veo. ¡Krakan!

Aquella palabrota prestada era doblemente apropiada. Debajo de ellos, el suelo se hundía en una profunda garganta de unos cien metros de ancho. Y en el fondo de aquella garganta estaba el infierno.

El fuego del corazón de aquel mundo joven todavía ardía allí, justo debajo de la superficie. Un brillante río amarillo, tachonado de carmesí, se movía perezosamente hacia el mar. Kaldor se preguntó cómo podían estar seguros de que el volcán se había calmado realmente, y no se limitaba a esperar el momento propicio.

Pero el río de lava no era su objetivo. Más allá había un pequeño cráter de un kilómetro de diámetro aproximadamente, en cuyo borde se alzaban los últimos restos de una torre en ruinas. Cuando se acercaron, pudieron ver que allí había habido tres torres similares, a igual distancia alrededor del borde del cráter, pero de las otras dos sólo quedaban los cimientos.

El suelo del cráter estaba cubierto por una masa de cables enredados y hojas de metal, que eran obviamente restos del gran reflector de radio que había estado suspendido allí. En su centro se hallaban los escombros de los equipos de recepción y transmisión parcialmente sumergidos en un pequeño lago formado por las frecuentes tormentas que caían sobre la montaña.

Volaron en círculo sobre las ruinas de su último vínculo con la Tierra, sin entrometerse ninguno de ellos en los pensamientos del otro. Por fin, Loren rompió el silencio.

—Es un lío... pero no sería difícil de reparar. Sagan Dos está a sólo doce grados norte, más cerca del Ecuador de lo que estaba la Tierra. Incluso sería más fácil dirigir el haz con una antena repetidora.

—Una idea excelente. Cuando acabemos de construir nuestro escudo, podríamos ayudarles a empezar. No es que necesiten mucha ayuda, porque no hay ninguna prisa. Después de todo, pasarán casi cuatro siglos antes de que vuelvan a saber nada de nosotros... aunque empecemos a transmitir apenas lleguemos.

Loren terminó de grabar la escena y se preparó para volar por la ladera de la montaña antes de virar hacia la Isla Sur. Apenas había descendido mil metros cuando Kaldor dijo, confuso:

—¿Qué es ese humo, allá al Noroeste? Parece una señal.

En mitad del horizonte se alzaba una columna fina y blanca sobre el azul del cielo thalassano. Aquello no estaba allí unos minutos antes.

—Echemos un vistazo. Tal vez sea un barco con problemas.

—¿Sabes qué me recuerda? —dijo Kaldor.

Loren contestó encogiéndose silenciosamente de hombros.

—El chorro de una ballena. Cuando salían a respirar, los grandes cetáceos solían exhalar una columna de vapor de agua. Se parecía mucho a eso.

—En tu interesante teoría hay dos errores —dijo Loren—. Esa columna tiene, al menos, un kilómetro de altura. ¡Menuda ballena!

—De acuerdo. Y los chorros de las ballenas duraban solamente unos segundos... Éste es continuo. ¿Cuál es tu segunda objeción?

—Según el mapa, eso no es mar abierto. Esto en lo que respecta a la teoría del barco.

—Pero eso es ridículo: Thalassa es todo océano... Oh, ya entiendo. La Gran Pradera Oriental. Sí... allí está su límite. Casi puede uno imaginarse que es tierra firme.

Hacia ellos se acercaba a gran velocidad el continente flotante de vegetación marina que cubría buena parte de los océanos thalassanos y que generaban virtualmente todo el oxígeno de la atmósfera del planeta. Era una lámina continua de verde vívido, casi virulento, y parecía lo bastante sólida para poder caminar sobre ella. Sólo la total ausencia de colinas o de cualquier otro cambio de altitud revelaba su verdadera naturaleza.

Pero una región de un kilómetro aproximadamente de diámetro, la pradera flotante no era plana ni ininterrumpida. Algo bullía bajo la superficie, lanzando grandes nubes de vapor y ocasionales masas de maleza.

—Debí recordarlo —dijo Kaldor—. El Hijo de Krakan.

—Naturalmente —respondió Loren—. Es la primera vez que está activo desde que llegamos. De modo que así es cómo nacieron las otras islas.

—Sí, el penacho volcánico se mueve regularmente hacia el Este. Quizá dentro de pocos miles de años los thalassanos tengan todo un archipiélago.

Describieron círculos durante unos minutos y luego viraron hacia la Isla Este. Para la mayoría de espectadores, este volcán submarino que todavía pugnaba por nacer habría sido una visión.

Pero no para hombres que habían visto la destrucción de un Sistema Solar.

23
El día del hielo

El yate presidencial, alias Transbordador Interinsular Número Uno, nunca había parecido tan hermoso en sus tres siglos de existencia. No sólo estaba engalanado con banderas, sino que se le había dado una nueva capa de pintura blanca. Desgraciadamente, tanto la pintura como la mano de obra se habían agotado antes de acabar el trabajo, así que el capitán tuvo que procurar echar el ancla de forma que solamente el lado de estribor fuera visible desde tierra.

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