Canticos de la lejana Tierra (17 page)

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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción

—Es extraño —dijo Brant—, nunca he visto algas tan al oeste.

Al principio, Loren no veía nada; luego notó la mancha oscura enfrente, bajo el agua. Pocos minutos después, el barco avanzaba con precaución a través de una masa suelta de vegetación flotante; el capitán redujo la velocidad.

—De todos modos ya casi estábamos —dijo—. No tiene sentido atascar las válvulas con esas cosas. ¿Verdad, Brant?

Brant ajustó el cursor en la pantalla e hizo una lectura.

—Sí... Estamos a sólo cincuenta metros del lugar en que perdimos el rastreador. Profundidad: doscientos diez. Lancemos el pescado por la borda.

—Espera un momento —dijo uno de los científicos norteños—. Hemos empleado mucho tiempo y dinero en esa máquina, y es única en el mundo. ¿Y si se queda enredada en esas malditas algas?

Hubo un silencio pensativo; luego Kumar, que había permanecido sorprendentemente callado (quizás abrumado por el elevado talento de la gente de la Isla Norte) intervino con voz insegura.

—Tiene un aspecto mucho peor desde aquí. Diez metros más abajo casi no hay hojas; sólo los grandes tallos, con mucho espacio entre ellos. Es como un bosque.

«Sí —pensó Loren—, un bosque submarino, con peces que nadan entre los troncos delgados y sinuosos». Mientras los demás científicos observaban la pantalla de vídeo principal y los numerosos despliegues de aparatos, él se había puesto unas gafas submarinas de visión completa, excluyendo de su campo de visión todo menos la imagen que tenía enfrente  el robot que iba descendiendo poco a poco, psicológicamente, ya no estaba a bordo del
Calypso
; las voces de sus compañeros parecían venir de otro mundo que nada tenía que ver con él.

Era un explorador que entraba en un universo extraño, sin saber lo que podía encontrar. Era un universo restringido, casi monocromático; los únicos colores eran azules y verdes claros, y el límite de visión se hallaba a menos de treinta metros. En cualquier momento podía ver una docena de troncos delgados, sostenidos con intervalos regulares por las vejigas llenas de gases que les daban consistencia, surgiendo de las lóbregas profundidades y desapareciendo arriba, en el luminoso «cielo». A veces, le parecía que estaba caminando por un bosquecillo de árboles en un día gris y nublado; luego, un banco de veloces peces destruía esa ilusión.

—Doscientos cincuenta metros —oyó decir a alguien—. Deberíamos ver pronto el fondo. ¿Utilizamos las luces? La calidad de la imagen se está deteriorando.

Loren apenas había notado ningún cambio, porque los controles automáticos habían mantenido la brillantez de la imagen. Sin embargo, comprendió que, a esa profundidad, se tenía que estar casi completamente a oscuras; un ojo humano habría sido prácticamente inútil.

—No; no queremos perturbar nada hasta que tengamos que hacerlo. Mientras funcione la cámara, seguiremos con la luz disponible.

—¡Allí está el fondo! Rocoso en su mayor parte... no mucha arena.

—Por supuesto, El
Macrosystis thalassi
necesita rocas a las que adherirse; no es como el
Sargassum
que flota libremente.

Loren vio lo que quería decir el que hablaba. Los delgados troncos acababan en una red de raíces, que se agarraban a los afloramientos rocosos con tanta firmeza que ninguna tormenta ni corriente superficial podría desplazarlos. La analogía con un bosque en tierra firme era aún más aproximada de lo que él creía.

Con mucha cautela, el robot investigador se abría camino por el bosque submarino, desplegando el cable tras de sí. Parecía no haber ningún riesgo de que quedara enredado en los troncos serpenteantes que se alzaban hasta la invisible superficie, puesto que había espacio más que suficiente entre las plantas gigantes. De hecho, podrían haber estado deliberadamente...

Los científicos que miraban la pantalla del monitor comprendieron la increíble verdad apenas unos segundos después que Loren.

—¡Krakan! —murmuró uno de ellos—. Eso no es un bosque natural... ¡Es... una
plantación
!

29
Sabra

Se llamaban a sí mismos sabras, como los pioneros que, un milenio y medio atrás, habían sometido un desierto igualmente hostil en la Tierra.

Los sabras marcianos habían tenido suerte en un aspecto; no tenían enemigos humanos que se les opusieran: sólo el terrible clima, la atmósfera apenas perceptible, las tormentas de arena planetarias. Habían vencido a todas aquellas desventajas; les enorgullecía decir que no se habían limitado a sobrevivir: habían perdurado. Aquella cita era sólo una de las incontables cosas que habían cogido prestadas de la Tierra, y cuya orgullosa independencia raras veces les permitía reconocer.

Durante más de mil años, habían vivido bajo la sombra de una ilusión... casi una religión. Y, como cualquier religión, había jugado un papel esencial en su sociedad; les había dado unos objetivos más allá de ellos mismos, y un propósito para sus vidas.

Hasta que los cálculos probaron lo contrario, creían, o al menos esperaban, que Marte podría escapar al destino fatal de la Tierra. Sería por muy poco, desde luego; la distancia de más reduciría simplemente la radiación a un cincuenta por ciento. Pero podía ser suficiente. Protegidos por los kilómetros del viejo hielo de los Polos, tal vez los marcianos pudieran sobrevivir allí donde los hombres no podían. Existía incluso una fantasía, aunque sólo unos pocos románticos creían realmente en ella, de que al derretirse los casquetes polares se recuperarían los perdidos océanos del planeta. Y entonces, tal vez, la atmósfera se haría lo bastante densa para que los hombres pudieran moverse libremente al aire libre, con un sencillo equipo para respirar y proporcionar aislamiento térmico.

Estas esperanzas tardaron en morir, y fueron liquidadas finalmente por implacables ecuaciones. Fuera cual fuese la habilidad o el esfuerzo, no permitiría la salvación de los Sabras. Ellos también perecerían con el planeta madre, cuya suavidad frecuentemente aparentaban desdeñar.

Ahora, debajo de la
Magallanes
, se extendía un planeta que era el epítome de todas las esperanzas y los sueños de las últimas generaciones de colonizadores marcianos. Mientras Owen Fletcher observaba los inacabables océanos de Thalassa, un pensamiento seguía martilleando su cerebro.

Según las sondas estelares, Sagan Dos era muy parecido a Marte... y ésa era la verdadera razón de que él y sus compatriotas hubieran sido elegidos para este viaje. Pero, ¿por qué reemprender una batalla dentro de trescientos años y a setenta y cinco años luz de distancia, cuando la Victoria estaba ya aquí y ahora?

Fletcher ya no pensaba simplemente en desertar; eso significaría dejar demasiadas cosas detrás. Sería bastante fácil esconderse en Thalassa; pero, ¿cómo se sentiría cuando se marchase la
Magallanes
con los últimos amigos y colegas de su juventud?

Doce sabras seguían en hibernación. De los cinco despiertos, ya había sondeado con precaución a dos y había recibido una respuesta favorable. Y si los otros dos estaban también de acuerdo con él, sabía que podían hablar en nombre de los doce que aún dormían. La
Magallanes
debía terminar su viaje aquí en Thalassa.

30
Hijo de Krakan

Se conversaba poco a bordo del
Calypso
mientras el barco volvía a Tarna a unos modestos veinte klicks; sus pasajeros permanecían sumidos en sus pensamientos, calibrando las implicaciones de aquellas imágenes del lecho marino. Y Loren estaba apartado del mundo exterior; había conservado puestas las gafas submarinas y estaba repasando la exploración del bosque submarino hecha por el trineo sumergible.

Prolongando su cable como una araña mecánica, el robot se había movido lentamente por entre los grandes troncos que parecían delgados a causa de su enorme longitud, pero que en realidad eran más gruesos que el cuerpo de un hombre. Ahora era obvio que estaban dispuestos en filas y columnas regulares, de forma que nadie se sorprendió cuando llegaron a un límite claramente definido. Y allí, atareados en su campamento situado en plena selva, estaban los escorpios.

Fue acertado no encender los focos; las criaturas no notaron para nada la presencia del silencioso observador que flotaba en la cercana oscuridad a solo unos pocos metros por encima de ellos. Loren había visto vídeos de hormigas, abejas y termitas, y la forma de comportarse que tenían los escorpios le recordó a éstas. A primera vista era imposible creer que una organización tan intrincada pudiera existir sin una inteligencia que lo controlase todo, y, sin embargo, su conducta podía ser totalmente automática, como en el caso de los insectos sociales de la Tierra.

Algunos escorpios cuidaban los grandes troncos que se elevaban hacia la superficie para recoger los rayos del invisible sol; otros corrían por el lecho marino acarreando rocas, hojas... y sí, también primitivas, pero inconfundibles redes y cestas. Así que los escorpios sabían fabricar herramientas; pero aun eso no probaba su inteligencia. Algunos nidos de pájaros estaban hechos de manera mucho más cuidadosa que esos artefactos de aspecto más bien burdo, construido aparentemente con tallos y frondas de las omnipresentes algas.

«Me siento como un visitante del espacio, situado sobre una aldea de la Edad de Piedra en la Tierra, en el momento en que el hombre descubría la agricultura», pensó Loren. ¿Ese ser (o esa cosa) podría haber deducido la existencia de inteligencia humana después de un examen semejante? ¿O el veredicto habría sido: conducta puramente instintiva?

La sonda se había adentrado tanto en el claro, que el bosque circundante ya no era visible, aunque los troncos más próximos no podían estar a más de cincuenta metros. Fue entonces cuando un norteño ingenioso pronunció el nombre que sería inevitable en lo sucesivo, incluso en los informes científicos: «La Zona Céntrica de Escorpia».

Parecía ser, a falta de términos mejores, un área residencial y comercial. Una zona rocosa, de unos cinco metros de altura, serpenteaba a través del claro, y su fachada estaba horadada por numerosos agujeros oscuros apenas lo bastante anchos para admitir un escorpio. Aunque estas pequeñas cuevas estaban distribuidas de forma irregular, eran de un tamaño tan uniforme que difícilmente podían ser naturales, y el efecto total era el de un edificio de apartamentos diseñado por un arquitecto excéntrico.

Los escorpios iban y venían por las entradas; «como oficinistas de una de las antiguas ciudades, antes de la era de las telecomunicaciones», pensó Loren. Sus actividades le resultaban tan absurdas como, probablemente, lo habrían sido para ellos el comercio de los humanos.

—¡Vaya! —Exclamó uno de los otros observadores del
Calypso
—. ¿Qué es eso? En el extremo de la derecha... ¿Pueden aproximarse?

La interrupción procedente del exterior de su esfera de consciencia se sobresaltó, y arrastró momentáneamente a Loren del lecho marino al mundo de la superficie otra vez.

Su visión panorámica se inclinó abruptamente con el cambio de actitud de la sonda. Ahora volvía a estar nivelada y se dirigía lentamente hacia una pirámide rocosa aislada, que tenía unos diez metros de altura —a juzgar por el tamaño de los dos escorpios que estaban en su base— y estaba horadada con una única entrada a una cueva.

Loren no notó nada inusual en ello; poco a poco se fue dando cuenta de ciertas anomalías: elementos discordantes que no terminaban de encajar en el ahora familiar escenario de Escorpia.

Todos los demás escorpios habían estado muy ocupados correteando, pero estos dos se encontraban inmóviles, excepto por el continuo balanceo de sus cabezas, adelante y atrás. Y había algo más.

Estos escorpios eran grandes
. Era difícil juzgar así las escalas y, hasta que varios de los animales se cruzaron velozmente, Loren no estuvo seguro de que este par era casi un cincuenta por ciento más voluminoso que la media.

—¿Qué están haciendo? —susurró alguien.

—Ya te lo diré —respondió otra voz—. Son guardias... Centinelas.

Una vez dicho esto, la conclusión era tan obvia que nadie lo dudó.

—Pero, ¿qué están custodiando?

—¿La reina, si es que tienen? ¿El Primer Banco de Escorpia?

—¿Cómo podemos descubrirlo? El trineo es demasiado grande para entrar... aunque nos dejaran intentarlo.

Fue en este punto cuando la discusión se volvió académica. El robot sonda había girado para situarse a menos de diez metros de la cima de la pirámide, y el operador mandó una breve ráfaga con uno de los propulsores de control para detener su descenso.

El sonido, o la vibración, debió de alertar a los centinelas. Ambos se volvieron al mismo tiempo y Loren tuvo una súbita visión terrorífica de ojos agrupados, papilas ondulantes y pinzas gigantescas. «Me alegro de no estar realmente allí, aunque lo parezca —se dijo—. Y es una suerte que no sepan nadar».

Pero si bien no sabían nadar, sí sabían trepar. Con velocidad asombrosa, los escorpios escalaron la pared de la pirámide y en pocos segundos llegaron a su cumbre, a sólo unos pocos metros debajo del trineo.

—Larguémonos de aquí antes de que salten —dijo el operador—. Esas pinzas podrían cortar nuestro cable como si fuera un pedazo de algodón.

Era demasiado tarde. Un escorpio saltó desde la roca, y segundos después su garra atrapaba uno de los patines del tren del trineo.

Los reflejos humanos del operador fueron igualmente veloces y controlaban una tecnología superior. En el mismo instante conectó la marcha atrás completa e hizo girar el brazo del robot hacia abajo para atacar. Y, lo que fue quizá más decisivo, encendió los focos.

El escorpio debió de quedar completamente cegado. Sus pinzas se abrieron en un gesto casi humano de estupefacción y cayó al lecho marino antes de que la mano mecánica del robot pudiera entregarse al combate.

Durante una fracción de segundo, Loren también quedó ciego ya que sus gafas submarinas ennegrecieron. Luego, los círculos automáticos de la cámara se ajustaron al aumento del nivel de luz, y tuvo un primer plano asombrosamente claro del confundido escorpio justo antes de que desapareciera de su campo de visión.

De algún modo, no le sorprendió en lo más mínimo ver que llevaba dos bandas de metal debajo de su garra derecha.

Mientras el Calypso volvía a Tarna, Loren repasó esta escena final, y sus sentidos estaban aún tan concentrados en el mundo submarino, que no llegó a sentir la suave onda de choque mientras ésta pasaba junto al barco. Pero luego se dio cuenta de los gritos y la confusión que le rodeaban y sintió que la cubierta escoraba al cambiar bruscamente de rumbo el
Calypso
. Se quitó las gafas submarinas y parpadeó bajo la brillante luz del sol.

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