Canticos de la lejana Tierra (19 page)

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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción

—Y no se preocupe por mí —dijo Bill Horton—. Estaré dormido como un tronco.

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Ciclos

Mirissa se sentía decididamente mal, y, por supuesto, la culpa de todo la tenía la píldora. Pero, al menos, tenía el consuelo de saber que esto sólo podía ocurrir una vez más: cuando tuviera (¡si lo tenía!) el segundo hijo que le estaba permitido.

Era increíble pensar que prácticamente todas las generaciones de mujeres que habían existido se habían visto obligadas a soportar estas molestias mensuales durante la mitad de sus vidas. Se preguntó si era una pura coincidencia que el ciclo de fertilidad fuera similar al de la única Luna gigantesca de la Tierra. ¡Supongamos que sucediera lo mismo en Thalassa, con sus dos satélites cercanos! Quizá lo que pasaba era que sus ciclos apenas eran perceptibles; la noción de ciclos de cinco o siete días chocando de manera discordante era tan cómicamente horrible, que no pudo evitar sonreír y al instante se sintió mucho mejor.

Le había costado varias semanas tomar una decisión, y todavía no se lo había dicho a Loren... y menos aún a Brant, que estaba ocupado en la Isla Norte reparando el
Calypso
. ¿Habría hecho esto si él no la hubiera abandonado... a pesar de sus fanfarronadas y bravatas, huyendo sin luchar?

No; aquello era injusto, una reacción primitiva, incluso prehumana. Sin embargo, instintos así tardaban en morir; en tono de disculpa, Loren le había dicho que a veces Brant y él se acechaban en los pasillos de sus sueños.

No podía culpar a Brant; al contrario, debería estar orgullosa de él. No era la cobardía, sino el respeto, lo que le había enviado al Norte hasta que ellos dos pudieran determinar sus destinos.

Mirissa no había tomado esa decisión de manera apresurada; ahora comprendía que debía de haberla tenido en su mente durante semanas, de un modo inconsciente. La muerte temporal de Loren le había recordado (¡como si necesitara que se lo recordasen!) que pronto se separarían para siempre. Ella sabía lo que debía hacerse antes de que él partiera hacia las estrellas. Todos los instintos le decían que hacía bien.

Y ¿qué diría Brant? ¿Cómo reaccionaría? Ése era otro de los muchos problemas que tenía aún que afrontar.

«Te quiero, Brant —susurró—. Quiero que vuelvas; mi segundo hijo será tuyo.»

«Pero no el primero.»

34
Emisora de la nave

Owen Fletcher pensó: «¡Qué extraño que comparta mi nombre con uno de los amotinados más famosos de todos los tiempos! ¿Es posible que sea descendiente suyo? Veamos... Han pasado más de dos mil años desde que desembarcaron en la Isla de Pitcaim... digamos, cien generaciones, para que resulte más fácil...»

Fletcher sentía un ingenuo orgullo por saber hacer cálculos mentales que, aunque elementales, sorprendían e impresionaban a la mayoría; durante siglos, el hombre había pulsado botones cuando se enfrentaba al problema de sumar dos y dos. Recordar algunos logaritmos y constantes matemáticas era de enorme ayuda, y hacía que sus exhibiciones fueran todavía más misteriosas para aquellos que no sabían cómo se hacían. Naturalmente, sólo escogía ejemplos que supiera manejar, y era muy raro que alguien se tomara la molestia de comprobar sus respuestas.

«Cien generaciones atrás; por lo tanto, dos elevado a cien antepasados. El logaritmo de dos es coma tres cero uno cero... eso es treinta como uno... ¡Olimpo...! ¡Un
millón
de millones de millones de millones de millones de personas! Algo va mal... nunca existió tal número de personas en la Tierra desde el comienzo de los tiempos... desde luego, eso supone que no hubo nunca imbricaciones... el árbol genealógico del ser humano ha de estar descorazonadoramente entrelazado... sea como sea, después de cien generaciones, todo el mundo debía estar emparentado... Nunca podré demostrarlo, pero Fletcher Christian tiene que ser mi antepasado... varias veces.»

«Muy interesante», pensó mientras desconectaba la imagen y las antiguas grabaciones desaparecían de la pantalla. «Pero no soy un amotinado. Soy un... un... solicitante, con una petición totalmente razonable. Karl, Ranjit, Bob, todos están de acuerdo... Werner está indeciso, pero no nos dejará en la estacada. Ojalá pudiera hablar con el resto de los sabras y hablarles del mundo maravilloso que hemos encontrado mientras ellos dormían.»

«Entretanto, tengo que contestar al capitán...»

Al capitán Bey le parecía claramente desconcertante tener que atender los asuntos de la nave sin saber quién, de sus oficiales o tripulación se dirigían a él a través del anonimato de EMISORA DE LA NAVE. No había manera de poder localizar estas comunicaciones no grabadas: estaban concebidas precisamente para ser confidenciales, incorporadas como un mecanismo de estabilización social por los genios, muertos hacía largo tiempo, que habían diseñado la
Magallanes
. A modo de prueba, había planteado la cuestión de un rastreador a su ingeniero jefe de comunicaciones, pero el comandante Rochlynn había quedado tan estupefacto, que pronto dejó el tema.

De modo que ahora escrutaba los rostros continuamente, fijándose en las expresiones, escuchando las inflexiones de voz... y tratando de comportarse como si nada sucediera. Tal vez estaba exagerando y no había ocurrido nada importante. Pero temía que se hubiera plantado una semilla, que crecería y crecería cada día que la nave permaneciera en órbita sobre Thalassa.

La primera respuesta, escrita tras consultar con Malina y Kaldor, había sido bastante suave:

DE: EL CAPITÁN

A: ANÓNIMO

En respuesta a su comunicación sin fecha indicada, no tengo objeción alguna en discutir las cuestiones que propone, sea a través de EMISORA DE LA NAVE, o de manera formal en el Consejo de la Nave.

De hecho, tenía objeciones muy fuertes; había pasado casi la mitad de su vida adulta entrenándose para la imponente responsabilidad de trasplantar a un millón de seres humanos a través de ciento veinticinco años luz de espacio. Ésa era su misión: si la palabra «sagrado» hubiera significado algo para él, la habría utilizado. Nada que no fuera un daño catastrófico sufrido por la nave, o el improbable descubrimiento de que el sol de Sagan Dos estaba a punto de convertirse en nova, hubiera podido hacerle desistir de ese objetivo.

Mientras tanto, había una línea de acción obvia. Quizá —¡como los hombres de Bligh!— la tripulación se desmoralizaba, o al menos flaqueaba. Las reparaciones de la planta congeladora tras los escasos daños ocasionados por el tsunami habían necesitado doble tiempo del esperado, y eso era típico. Todo el ritmo de la nave se retrasaba; sí, era el momento de volver a hacer restallar el látigo.

—Joan —le dijo a su secretaria, que estaba treinta mil kilómetros más abajo—, pásame el último informe de la construcción del escudo. Y dile al comandante Malina que quiero discutir con él el programa de izado.

No sabía si podría elevar más de un copo de nieve por día. Pero podían intentarlo.

35
Convalecencia

El teniente Horton era un compañero divertido, pero Loren se alegro de librarse de él tan pronto como las corrientes de electrofusión soldaron sus huesos rotos. Como Loren había descubierto a través de detalles algo plúmbeos, el joven ingeniero había trabado amistad con una pandilla de jóvenes melenudos de la Isla Norte, cuyo segundo interés principal en la vida parecía ser deslizarse sobre olas verticales en tablas de surf con micropropulsores. Horton había descubierto, por las malas que esto era aún más peligroso de lo que parecía ser.

—Estoy muy sorprendido —había intervenido Loren en un momento dado de una narración bastante sólida—. Habría jurado que era heterosexual en un noventa por ciento.

—En un noventa y dos, según mi currículum —dijo Horton despreocupadamente—, pero me gusta poner a prueba de vez en cuando el concepto que tengo de mí mismo.

El teniente sólo bromeaba en parte. En algún sitio había oído decir que los que presentaban un cien por cien eran tan raros, que eran clasificados como casos patológicos. No es que él se lo creyera del todo; pero le preocupaba un poco en las escasas ocasiones en que se paraba a pensar en ello.

Ahora Loren era el único paciente, y había convencido a la enfermera thalassana de que su continua presencia era totalmente innecesaria... al menos cuando Mirissa le hacía su visita diaria. La comandante médico Newton, que, como la mayor parte de los médicos, podía ser inquietantemente sincera, le había dicho sin rodeos:

—Todavía te queda una semana para recuperarte. Si tienes que hacer el amor, deja que sea ella la que haga todo el trabajo.

Tenía otras muchas visitas, desde luego. La mayoría eran bienvenidas, con dos excepciones.

La alcaldesa Waldron podía intimidar a su querida enfermera para que la dejara entrar a cualquier hora; afortunadamente, sus visitas nunca habían coincidido con las de Mirissa. La primera vez que llegó la alcaldesa, Loren se las ingenió para parecer casi moribundo, pero esta táctica resultó ser desastrosa, porque le fue imposible evitar algunas húmedas caricias. En la segunda visita (por suerte, le avisaron diez minutos antes), estaba totalmente consciente y apuntalado a base de almohadas. Sin embargo, por una extraña coincidencia se estaba llevando a cabo una prueba de la función respiratoria, y el tubo para respirar insertado en la boca de Loren hizo imposible la conversación. La prueba finalizó unos treinta segundos después de que se marchara la alcaldesa.

La visita de cortesía de Brant Falconer resultó algo tensa para ambos. Con gran formalidad, hablaron de los escorpios, de los progresos en la planta congeladora de Bahía Mangle, de la política en la Isla Norte. De hecho, hablaron de todo menos de Mirissa. Loren notaba que Brant estaba preocupado, incluso incómodo, pero lo último que esperaba era una disculpa. Su visitante se las arregló para desahogarse justo antes de marcharse.

—Ya sabes, Loren —dijo con reluctancia—, que no podía haber hecho ninguna otra cosa con aquella ola. Si hubiera mantenido el rumbo nos habríamos estrellado contra el arrecife. Fue una desgracia que el
Calypso
no pudiera llegar a tiempo a alta mar.

—Estoy totalmente seguro de que nadie lo podría haber hecho mejor —dijo Loren con absoluta sinceridad.

—Eh... me alegra que lo entiendas.

Era obvio que Brant se sentía aliviado, y Loren sintió un arrebato de simpatía, incluso de compasión, por él. Tal vez había habido algunas críticas de su comportamiento al timón; para cualquiera que estuviera tan orgulloso de sus conocimientos como Brant, eso había tenido que ser intolerable.

—Tengo entendido que se ha recuperado el trineo.

—Sí... Pronto estará reparado y lo dejarán como nuevo.

—Como a mí.

En la breve camaradería de sus carcajadas simultáneas, a Loren se le ocurrió una idea repentina e irónica.

Se preguntó si Brant deseó, en algún momento, que Kumar hubiera sido un poco menos valiente.

36
Kilimanjaro

¿Por qué había soñado con el Kilimanjaro?

Era una palabra extraña; un nombre, de eso estaba seguro... pero, ¿de qué?

Moses Kaldor yacía bajo la luz gris del amanecer thalassano, despertando lentamente a los sonidos de Tarna. No es que no hubiera muchos a esa hora; un trineo de arena zumbaba en alguna parte, en dirección a la playa, probablemente para recoger a un pescador que regresaba.

Kilimanjaro
.

Kaldor no era un hombre jactancioso, pero dudaba que existiera otro ser humano que hubiera leído tantos libros antiguos sobre una variedad de temas tan amplia. También le habían sido implantados varios terabytes de memoria, y aunque la información así almacenada no era realmente
conocimiento
, se podía acceder a ella si se recordaban los códigos de acceso.

Era un poco pronto para hacer ese esfuerzo, y tenía sus dudas de que la cuestión fuera particularmente importante. Sin embargo, había aprendido a no subestimar los sueños; el viejo Sigmund Freud había hecho algunas puntualizaciones válidas dos mil años atrás. Y, de todos modos, ya no podría volver a quedarse dormido...

Cerró los ojos, conectó el mando BÚSQUEDA y esperó. Aunque era pura fantasía, porque el proceso tenía lugar a nivel totalmente subconsciente, podía imaginarse miríadas de Ks parpadeando en algún lugar de las profundidades de su cerebro.

Algo les sucedía a los fosfenos que bailan formando dibujos al azar eternamente en la retina del ojo fuertemente cerrado. Una ventana oscura había aparecido, por arte de magia, en el caos apenas luminiscente; se estaban dibujando letras... y ahí estaba:

KILIMANJARO:

Montaña Volcánica, África. Alt.: 5,9 km. Emplazamiento del primer Terminal del Elevador Espacial de la Tierra.

¡Vaya! ¿Qué quería decir aquello? Dejó que su mente jugara con esa escasa información.

¿Tendría algo que ver con aquel otro volcán, Krakan... que había estado muy presente en sus pensamientos recientemente? Eso parecía bastante cogido por los pelos. Y no necesitaba de ningún aviso para saber que Krakan o su turbulento descendiente podía entrar de nuevo en erupción.

¿El primer ascensor espacial? Eso sí que era historia antigua; señalaba el comienzo mismo de la colonización planetaria al dar a la Humanidad acceso prácticamente libre al Sistema Solar. Y aquí estaban utilizando la misma tecnología, usando cables de material superresistente para levantar los grandes bloques de hielo hasta la
Magallanes
, mientras la nave seguía suspendida sobre el Ecuador en una órbita estacionaria.

Sin embargo, esto tampoco tenía mucho que ver con aquella montaña africana. La conexión era demasiado remota; Kaldor estaba convencido de que la respuesta tenía que estar en alguna otra parte.

El acercamiento directo había fallado. La única forma de encontrar el nexo de unión, si podía, era dejarlo al azar, al paso del tiempo y a los misteriosos funcionamientos de la mente inconsciente.

Haría todo lo que pudiera por olvidar el Kilimanjaro hasta que éste eligiera el momento propicio para entrar en erupción en su cerebro.

37
In vino veritas

Después de Mirissa, Kumar era la visita que Loren recibía con mayor agrado, y frecuencia. A pesar de su apodo, Loren tenía la impresión de que Kumar se parecía más a un fiel can o, mejor aún, a un cariñoso cachorro, que a un león. En Tarna había una docena de perros muy mimados, y algún día podrían vivir también en Sagan Dos, reanudando su larga relación con el hombre.

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