Por un momento permaneció totalmente ciego; mientras sus ojos se ajustaban a la luminosidad, vio que estaban a sólo unos centenares de metros de la costa bordeada de palmeras de la Isla Sur. «Hemos chocado contra un arrecife —pensó—. Brant no oirá nunca el final de este...»
Y entonces vio algo que se elevaba por el horizonte del este, algo que nunca habría soñado que presenciaría en la pacífica Thalassa. Era la nube en forma de hongo que había perseguido como una pesadilla a los hombres durante dos mil años.
¿Qué estaba haciendo Brant? En teoría, debía dirigirse a tierra; en cambio, hacía virar el
Calypso
en el círculo de giro más pequeño posible, dirigiéndose hacia alta mar. Pero parecía haber tomado el mando, mientras todos los demás que se hallaban en cubierto miraban con la boca abierta hacia el este.
—¡Krakan! —susurró uno de los científicos norteños, y, por un momento, Loren pensó que estaba utilizando meramente la manida palabra thalassana. Luego comprendió, y un profundo sentimiento de alivio le inundó. Duró muy poco tiempo.
—No —dijo Kumar, con aspecto más alarmado de lo que Loren habría creído posible—. Krakan, no; mucho más cerca.
El Hijo de Krakan
.
La radio del barco emitía ahora continuos pitidos de alarma, entre los que se intercalaban solemnes mensajes de aviso. Loren no tuvo tiempo de captar ninguno de ellos cuando vio que algo muy extraño ocurría en el horizonte.
No estaba donde tenía que estar
.
Todo esto era muy confuso; la mitad de su mente continuaba abajo, con los escorpios, e incluso ahora tenía que parpadear ante la luminosidad del mar y del cielo. Tal vez le ocurría algo a su vista. Aunque estaba completamente seguro de que el
Calypso
tenía la quilla equilibrada, sus ojos le decían que caía en picado.
No; era el mar que se elevaba, con un rugido que acallaba todos los demás sonidos. No se atrevió a calcular la altura de la ola que descendía sobre ellos; ahora entendía por qué Brant se dirigía a alta mar, lejos de las mortales profundidades contra las que el tsunami estaba a punto de descargar su furia.
Una mano gigante cogió el
Calypso
y levantó su proa hasta el cenit. Loren empezó a resbalar por la cubierta sin poder evitarlo; trató de agarrarse a un montante, falló y se encontró en el agua.
«Recuerda tu entrenamiento de emergencia —se dijo con rabia—. En el mar o en el espacio, el principio siempre es el mismo. El mayor peligro es el pánico, así que mantén la cabeza...»
No había riesgo de ahogarse; el chaleco salvavidas se encargaría de ello. Pero, ¿dónde estaba la palanca para hincharlo? Sus dedos buscaron furiosamente por la cincha de la cintura, y a pesar de toda su resolución sintió un breve y gélido escalofrío antes de encontrar la barra de metal. Ésta se movió con facilidad y, con gran alivio, Loren notó que la chaqueta se expandía a su alrededor, envolviéndole en un abrazo de bienvenida.
Ahora, el único peligro real podía venir del propio
Calypso
, si chocaba contra su cabeza. ¿Dónde estaba?
Demasiado cerca de él para sentirse tranquilo, en aquellas aguas enfurecidas y con parte de las cubiertas flotando en el mar. Increíblemente, la mayor parte de la tripulación parecía estar todavía a bordo. Ahora le señalaban a él y alguien se estaba preparando para lanzar un salvavidas.
El agua estaba llena de desechos flotantes: sillas, cajas, piezas del equipo... y allá estaba el trineo, hundiéndose lentamente mientras desprendía burbujas por un tanque de flotación averiado.
«Espero que puedan recuperarlo —pensó Loren—. Si no, éste será un viaje muy caro; y puede que pase mucho tiempo antes de que podamos volver a estudiar los escorpios». Se sintió bastante orgulloso de sí mismo por evaluar la situación de forma tan calmada, dadas las circunstancias.
Algo le rozó la pierna derecha; siguiendo un reflejo automático, trató de apartarlo de una patada. Aunque le mordía la carne de forma inquietante, se sentía más irritado que alarmado. Estaba a salvo y a flote, y, una vez pasada la ola gigantesca, nada podía ya dañarle.
Volvió a dar una patada, con más cautela. Mientras lo hacía sintió que algo se le enredaba en la otra pierna. Y ahora ya no era una caricia indeterminada; pese al chaleco salvavidas que le permitía flotar, algo le tiraba hacia el fondo.
Fue entonces cuando Loren Lorenson sintió el primer momento de pánico auténtico, ya que recordó de repente los acechantes tentáculos del gran pólipo. Sin embargo, éstos debían de ser suaves y carnosos... obviamente, esto era algún alambre o cable. Claro... era el cordón umbilical del trineo que se hundía.
Tal vez todavía podría haberse desenredado de no haber tragado agua de una ola inesperada. Ahogándose y tosiendo, trató de aclararse los pulmones, dándole patadas al cable al mismo tiempo.
Y luego la frontera vital entre aire y agua (entre vida y muerte) estaba a menos de un metro por encima de su cabeza; pero no había forma de que pudiera alcanzarla.
En un momento semejante, un hombre no piensa en nada más que su propia supervivencia. No hubo imágenes retrospectivas, ni arrepentimiento de su vida pasada... ni siquiera un fugaz recuerdo de Mirissa.
Cuando comprendió que todo había acabado, no sintió miedo. Su último pensamiento consciente fue de pura ira, por haber viajado cincuenta años luz sólo para encontrar un final tan trivial y tan poco heroico.
Así que Loren Lorenson murió por segunda vez en los cálidos bajíos del mar thalassano. No había aprendido con la experiencia; la primera muerte había sido mucho más sencilla doscientos años atrás.
Aunque el capitán Sirdar Bey habría negado tener siquiera un miligramo de superstición en su cuerpo, siempre empezaba a preocuparse cuando las cosas iban bien. Hasta entonces, Thalassa había sido un lugar demasiado bueno para ser cierto; todo se había desarrollado de acuerdo con el plan más optimista. El escudo se estaba construyendo en los plazos previstos, y no había absolutamente ningún problema del que mereciera la pena hablar.
Pero ahora, en espacio de veinticuatro horas...
Podría haber sido mucho pero, desde luego. El comandante en jefe Lorenson había tenido mucha, mucha suerte... gracias a ese chico, tendrían que hacer algo por él. Según los médicos, había estado tremendamente cerca. Unos minutos más, y el daño en el cerebro habría sido irreversible.
Irritado por dejar que su atención se distrajera del problema inmediato, el capitán releyó el mensaje que ya sabía de memoria.
EMISORA DE LA NAVE: SIN FECHA NI HORA
A: EL CAPITÁN
DE: ANÓNIMO
Señor: algunos de nosotros deseamos hacerle la siguiente propuesta, que le presentamos para que la someta a profunda reflexión. Sugerimos que nuestra misión quede finalizada en Thalassa. Todos sus objetivos serán realizados sin los riesgos adicionales que implica la reanudación del viaje a Sagan Dos.
Somos absolutamente conscientes de que esto provocará problemas con la población nativa, pero creemos que pueden solucionarse con la tecnología que poseemos: en concreto, el uso de ingeniería tectónica para incrementar el área de tierra habitable. De acuerdo con las Ordenanzas, Sección 14, Párrafo 24 (a), pedimos, con todos los respetos, que sea convocado el Consejo de la Nave para discutir esta cuestión en el plazo más breve posible.
—Bien. ¿Comandante Malina? ¿Embajador Kaldor? ¿Algún comentario?
Los dos invitados de la habitación privada del capitán, espaciosa pero amueblada con sencillez, se miraron simultáneamente. Entonces Kaldor hizo un signo afirmativo casi imperceptible al segundo comandante, y confirmó su renuncia a la prioridad bebiendo otro sorbo lento y deliberado del excelente vino thalassano que les habían proporcionado sus anfitriones.
El segundo comandante Malina, que parecía estar más cómodo entre máquinas que entre personas, miró el impreso con tristeza.
—Al menos, es muy cortés.
—Faltaría más —dijo el capitán Bey con impaciencia—. ¿Tiene la menor idea de quién podría haberlo enviado?
—En absoluto. A excepción de nosotros tres, me temo que tenemos 158 sospechosos.
—157 —intervino Kaldor—. El comandante en jefe Lorenson tiene una coartada excelente. Estaba muerto en aquellos momentos.
—Eso no estrecha mucho el círculo —dijo el capitán, esbozando una débil sonrisa—. ¿Tiene usted alguna teoría, doctor?
«Claro que sí —pensó Kaldor—. He vivido en Marte durante dos de sus largos años; apostaría por los sabras. Pero es sólo una corazonada, y puedo estar equivocado...»
—Aún no, capitán. Pero mantendré los ojos abiertos. Si descubro algo, te informaré... en lo posible.
Los dos oficiales le entendieron a la perfección. En su papel de consejero, Moses Kaldor no era responsable ni siquiera ante el capitán. A bordo de la
Magallanes
era lo más parecido a un padre confesor.
—Supongo, doctor Kaldor, que me lo hará saber... si descubre alguna información que pueda poner en peligro esta misión.
Kaldor vaciló, y luego movió ligeramente la cabeza en señal afirmativa. Esperaba no encontrarse en el tradicional dilema del sacerdote que recibía la confesión de un asesino... que todavía estaba planeando su crimen.
«No estoy recibiendo mucha ayuda —pensó amargamente el capitán—. Pero tengo absoluta confianza en estas dos personas y necesito a alguien en quien confiar. Aun cuando la decisión final deba ser mía...»
—La primera pregunta es: ¿debo responder a este mensaje o hacerle caso omiso? Ambos gestos podrían ser arriesgados. Si es sólo una sugerencia aislada (puede que de un único individuo y escrita en un momento de trastorno psicológico), podría ser poco inteligente tomárselo demasiado en serio. Pero si viene de un grupo determinado, entonces quizás un diálogo pueda ayudar. Podría aliviar la situación. También podría identificar a los implicados.
«Y, ¿qué se hace entonces? ¿Ponerles grilletes?», se preguntó el capitán.
—Creo que debería hablar con ellos —dijo Kaldor—. Los problemas rara vez desaparecen al no hacerles caso.
—Estoy de acuerdo —dijo el segundo comandante Malina—. Pero estoy seguro de que no es nadie de las tripulaciones de Propulsión ni de Energía. Los conozco a todos desde que se graduaron... o de antes.
«Podrías llevarte una sorpresa. ¿Quién conoce de
verdad
a alguien?», pensó Kaldor.
—Muy bien —dijo el capitán, poniéndose en pie—. Esto es lo que ya había decidido. Y, por si acaso, creo que será mejor que repase algo de historia. Recuerdo que Magallanes tuvo algunos problemas con su tripulación.
—Desde luego que los tuvo —contestó Kaldor—. Pero confío en que usted no tenga que abandonar a nadie en una isla desierta.
«O ahorcar a uno de sus capitanes», añadió para sí; no habría sido muy oportuno mencionar ese fragmento de historia en particular.
Y habría sido aún peor recordarle al capitán Bey (¡aunque, sin duda, no podía haberlo olvidado!) que el gran navegante había sido asesinado antes de que pudiera completar su misión.
En esta ocasión, el retorno a la vida no había sido preparado tan cuidadosamente por adelantado. El segundo despertar de Loren Lorenson no fue tan confortable como el primero; de hecho, fue tan desagradable que a veces deseaba haber permanecido hundido en el olvido.
Cuando recuperó una semiconciencia, lo lamentó rápidamente. Tenía tubos que le penetraban en la garganta y alambres unidos a los brazos y las piernas.
¡Alambres!
sintió un pánico repentino al recordar aquellos tirones mortales que le llevaban al fondo; luego controló sus emociones.
Ahora tenía otra cosa por la que preocuparse. Parecía que no estaba respirando; no podía detectar ningún movimiento de su diafragma. «¡Qué extraño...! Oh, supongo que han desviado el aire de los pulmones...»
Sus monitores debieron de alertar a una enfermera, porque de repente sonó una suave voz en su oído y sintió que una sombra caía sobre sus párpados, los cuales se sentía demasiado cansado para levantar.
—Lo está haciendo muy bien, señor Lorenson. No tiene por qué preocuparse. Podrá levantarse dentro de pocos días. No, no intente hablar.
«No tenía la menor intención —pensó Loren. Sé exactamente lo que ha ocurrido...»
Luego oyó el débil siseo de una inyección hipodérmica, un breve frescor en el brazo y, una vez más, el bendito olvido.
A la siguiente ocasión, para gran alivio suyo, todo era completamente distinto. Los tubos y los alambres habían desaparecido. Aunque se sentía muy débil, no estaba incómodo. Y volvía a respirar con ritmo constante y normal.
—Hola —dijo una profunda voz de hombre situada a pocos metros de distancia—. Bienvenido de nuevo.
Loren volvió la cabeza hacia el sonido y vio de modo confuso una figura vendada en una cama vecina.
—Me imagino que no me reconoce, señor Lorenson. Soy el teniente Bill Horton, ingeniero de comunicaciones... y ex practicante de surf.
—Ah, hola Bill... ¿Qué estabas haciendo tú...? —susurró Loren. Pero entonces entró la enfermera, y terminó aquella conversación con otra inyección hipodérmica bien puesta.
Ahora se encontraba ya en plena forma y sólo quería que le dejaran levantarse. La comandante médico Newton creía que, en general, era mejor dejar que sus pacientes supieran lo que les sucedía y por qué. Aunque no lo entendieran, eso ayudaba a mantenerlos calmados de modo que su fastidiosa presencia no interfiriera demasiado con el suave discurrir del establecimiento médico.
—Tal vez te sientas bien, Loren —dijo—, pero tus pulmones todavía se están reparando, y debes evitar todo esfuerzo hasta que vuelvan a funcionar a plena capacidad. Si el océano de Thalassa fuera como los de la Tierra, no habría ningún problema. Pero es mucho menos salino; es potable y te bebiste casi un litro. Y como tus fluidos corporales son más salados que el mar, el equilibrio isotónico estaba muy mal. De modo que las membranas se dañaron mucho por la presión osmótica. Tuvimos que rebuscar mucho, y a toda velocidad, en los Archivos de la Nave antes de poder tratarte. Después de todo, ahogarse en el mar no es uno de los accidentes normales en el espacio.
—Seré un buen paciente —dijo Loren—. Te agradezco de verdad todo lo que habéis hecho. Pero ¿cuándo podré recibir visitas?
—Hay una que espera fuera ahora mismo. Tienes quince minutos. Luego la enfermera la echará.