Como casi toda Tarna, aquello bien podría ser la Tierra. Quizá debido a una planificación deliberada, no había vegetación thalassana a la vista; todos los árboles resultaban obsesivamente familiares.
Pero faltaba algo esencial; se dio cuenta de que esto le había estado intrigando durante mucho tiempo —en realidad, desde que tomó tierra en este planeta—. Y de repente, como si este momento de aflicción hubiera accionado su memoria, supo qué era lo que había echado de menos.
No había gaviotas revoloteando en el cielo, llenando el aire con los sonidos más tristes y más evocadores de la Tierra.
Lal Leonidas y su esposa aún no se habían dicho una palabra, pero, de alguna manera, Loren sabía que habían tomado una decisión.
—Agradecemos su ofrecimiento, comandante Lorenson; exprese nuestro agradecimiento al capitán Bey, por favor. Sin embargo, no nos hace falta tiempo para considerarlo. Pase lo que pase, hemos perdido a Kumar para siempre.
»Aun cuando todo salga bien, como usted ha dicho, no hay garantías, despertará en un mundo extraño, sabiendo que jamás volverá a ver su hogar y que todos aquellos a quienes amaba murieron siglos atrás. No tiene sentido pensarlo. Su intención es buena, pero a él no le haríamos ningún favor.
»Nosotros sabemos lo que él habría deseado y lo que debemos hacer. Entréguenoslo. Lo devolveremos al mar que tanto amó.
No había nada más que decir. Loren sintió una tristeza abrumadora y un alivio inmenso.
Había cumplido con su deber. Era la decisión que había esperado.
El pequeño kayac ya nunca sería terminado; pero sí haría su primer y último viaje.
Hasta la puesta de sol, había descansado sobre la orilla, lamido por las suaves olas de aquel mar sin marea. Loren estaba impresionado, aunque no sorprendido, de ver cuánta gente había venido a presentar sus últimos respetos a Kumar. Toda Tarna estaba allí, pero también había muchos que habían venido de la Isla Sur e incluso de la del Norte. Aunque quizás algunos se habían dejado llevar por su curiosidad morbosa, ya que todo el mundo había quedado trastornado por aquel accidente tan espectacular y extraordinario. Loren nunca había visto una muestra de aflicción tan genuina. No había supuesto que los thalassanos fueran capaces de tener emociones tan profundas, y una vez más saboreó en su mente una frase que había encontrado Mirissa mientras buscaba en los archivos de frases de consuelo:
«Pequeño amigo de todo el mundo». Su origen se había perdido, y nadie podía adivinar qué estudioso muerto hacía largo tiempo, y en qué siglo, la había salvado para la posteridad.
Después de expresarles en silencio su pésame con un abrazo, dejó a Mirissa y a Brant con la familia Leonidas, que estaba reunida con numerosos parientes de las dos islas. No quiso hablar con extraños porque sabía lo que pensaban muchos de ellos: «Él te salvó, pero tú no has podido salvarle a él». Era una carga que llevaría toda su vida.
Se mordió los labios para contener las lágrimas, nada apropiadas para un oficial superior de la nave estelar más grande que se había construido jamás, y sintió que uno de sus mecanismos mentales de defensa acudía en su ayuda. En momentos de profundo pesar, a veces la única manera de evitar la pérdida del control sobre uno mismo consiste en evocar una imagen del todo incongruente —incluso cómica— desde las profundidades de la memoria.
Sí, el universo tenía un extraño sentido del humor. Loren casi se vio obligado a reprimir una sonrisa; ¡cuánto habría disfrutado Kumar con la última broma que le había gastado!
—No se asuste —advirtió la comandante Newton al abrir la puerta del depósito de cadáveres de la nave, al mismo tiempo que una bocanada de aire helado y oliendo a formalina salía a su encuentro—. Sucede más a menudo de lo que usted cree. A veces es un espantoso final, casi un intento inconsciente de desafiar a la muerte. En este caso, probablemente fue a causa de la pérdida de presión exterior y la subsiguiente congelación.
De no haber sido por los cristales de hielo que definían los músculos de aquel espléndido y joven cuerpo, Loren habría pensado que Kumar no sólo dormía, sino que estaba perdido en un feliz sueño.
Porque estando muerto, el Pequeño León era más hombre aún que en vida.
Al juntarse el fuego con el agua, un manantial de chispas explotó en el cielo. La mayoría de las ascuas volvieron al mar, pero otras siguieron elevándose hasta perderse de vista.
Y así, por segunda vez, Kumar Leonidas ascendió a las estrellas.
El sol se había desvanecido tras las pequeñas colinas del oeste y desde el mar llegaba una fría brisa nocturna. Sin apenas perturbar el agua, el kayac se deslizó sobre ella conducido por Brant y por tres de los mejores amigos de Kumar. Por última vez, Loren entrevió el rostro tranquilo y sosegado del muchacho al que debía la vida.
Hasta el momento, eran pocos los que habían llorado, pero cuando los cuatro nadadores empujaron la barca lentamente mar adentro, un gran llanto de lamentación surgió de la muchedumbre reunida. Loren ya no pudo contener las lágrimas y no le preocupó quién pudiera verlas.
Avanzando firme y constantemente por el fuerte impulso de sus cuatro escoltas, el pequeño kayac se dirigió hacia el arrecife. El rápido anochecer de Thalassa estaba descendiendo cuando la barca rebasó las dos balizas luminosas que marcaban el camino hacia mar abierto. Desapareció tras ellas, y por un momento quedó oculta por la línea blanca de grandes olas que espumeaban perezosamente sobre el arrecife exterior.
El lamento cesó; todo el mundo esperaba. De repente, apareció un resplandor sobre el cielo oscurecido, y una columna de fuego surgió del mar. Ardió intensa y limpiamente, sin apenas producir humo; el tiempo que duró es algo que Loren nunca supo, porque en Tarna se había detenido el tiempo.
Luego, bruscamente, las llamas desaparecieron; la corona de fuego se hundió en el mar. Todo fue oscuridad; pero sólo por un momento.
El izado del último bloque de hielo debiera haber sido un acontecimiento feliz; ahora sólo era de sombría satisfacción. A treinta mil kilómetros sobre Thalassa se colocó en su sitio el último hexágono de hielo y el escudo quedó acabado.
Por primera vez en casi dos años, se activó el propulsor cuántico aunque a su potencia mínima. La
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escapó de su órbita estacionaria, acelerando para comprobar el equilibrio y la integridad del iceberg artificial que tenía que transportar hasta las estrellas. No hubo ningún problema; se había hecho un buen trabajo. Aquello supuso un gran alivio para el capitán Bey, que nunca pudo olvidar que Owen Fletcher (ahora bajo una vigilancia razonablemente estricta en la Isla Norte) había sido uno de los principales arquitectos del escudo. Se preguntó qué habrían pensado Fletcher y los otros sabras exiliados al ver la ceremonia de dedicación.
Ésta se había iniciado con un vídeo retrospectivo en el que se mostraba la construcción de la planta de congelación y el izado del primer bloque de hielo. A continuación aparecía un ballet espacial fascinante que, a velocidad acelerada, mostraba cómo se maniobraban los enormes bloques de hielo hasta colocarlos en su sitio y cómo se hacían encajar en el escudo que iba creciendo progresivamente. El principio fue en tiempo real, luego se aceleró rápidamente hasta que los últimos sectores fueron sumándose a un ritmo de uno cada escasos segundos. El mejor compositor de Thalassa había concebido una ingeniosa partitura musical que empezaba con una lenta pavana y acababa con una intensa polka, volviendo a la velocidad normal al final, cuando el último bloque de hielo era encajado en su sitio.
Luego la imagen cambió por otra en directo, captada por una cámara suspendida en el espacio a un kilómetro de la
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, mientras ésta orbitaba en la zona de sombra del planeta. La gran pantalla solar que protegía el hielo durante el día había sido retirada, por lo que el escudo era visible en su totalidad por primera vez.
El enorme disco gris blanquecino brilló fríamente bajo los focos, pronto se enfriaría mucho más allá al penetrar en los pocos grados sobre cero absoluto de la noche galáctica. Allí sólo se calentaría con la luz lejana de las estrellas, con la pérdida de radiación de la nave y con la poco frecuente explosión de energía originada por el polvo que hiciera impacto sobre él.
La cámara recorrió lentamente el iceberg artificial, con el acompañamiento de la voz inconfundible de Moses Kaldor.
—Gentes de Thalassa, os damos las gracias por vuestro regalo. Tras este escudo de hielo, esperamos viajar a salvo al mundo que nos está esperando a setenta y cinco años luz, de aquí a trescientos años.
»Si todo va bien, cuando lleguemos a Sagan Dos aún transportaremos por lo menos veinte mil toneladas de hielo. Dejaremos que caiga sobre el planeta, y el calor de la entrada lo transformará en la primera lluvia que jamás haya conocido ese mundo glacial. Por un momento, antes de que vuelva a congelarse, será el precursor de los mares que aún no han nacido.
»Un día, nuestros descendiente conocerán mares como los vuestros, aunque no tan inmensos o profundos. Las aguas de nuestros dos mundos se mezclarán, dando vida a nuestro nuevo hogar. Y os recordaremos con amor y gratitud.
—Es precioso —dijo Mirissa reverentemente—. Ahora puedo comprender por qué se valora tanto el oro en la Tierra.
—El oro es la parte menos importante —contestó Kaldor al tiempo que sacaba la reluciente campana de su caja forrada de terciopelo—. ¿Adivinas qué es?
—Evidentemente es una obra de arte. Pero tiene que significar mucho más para ti, ya que lo has llevado contigo durante cincuenta años luz.
—Tienes razón, desde luego. Es una reproducción exacta de un gran templo, de más de cien metros de altura. En un principio, había siete de estos estuches, todos ellos de idéntica forma, y cada uno encajaba dentro de otro. Éste era el más interior, el que contenía la Reliquia. Me fue entregado por unos viejos amigos en mi última noche en la Tierra. «Todo es atemporal —me recordaron—. Sin embargo, hemos conservado esto durante más de cuatro mil años. Llévalo contigo a las estrellas, con nuestra bendición».
»A pesar de que yo no compartía su fe, ¿cómo podía rechazar un regalo tan valioso? Ahora lo dejaré aquí, donde los hombres llegaron por primera vez a este planeta. Otro regalo de la Tierra... quizás el último.
—No digas eso —respondió Mirissa—. Habéis dejado tantos regalos que nunca podremos contarlos todos.
Kaldor sonrió melancólicamente y por un momento no contestó, deteniendo su mirada en la familiar vista que se divisaba desde la ventana de la biblioteca. Allí había sido feliz, rastreando la historia de Thalassa y aprendiendo muchas cosas que podrían ser de un valor incalculable cuando se creara la nueva colonia en Sagan Dos.
«Adiós vieja nave madre —pensó—. Hiciste bien tu trabajo. Aún nos espera un largo camino; ojalá la
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nos sirva con tanta lealtad como tú has servido a la gente a la que hemos llegado a amar».
—Estoy seguro de que mis amigos habrían estado de acuerdo. He cumplido con mi deber. La Reliquia estará más segura aquí en el Museo de la Tierra, que a bordo de la nave. Después de todo quizá nunca lleguemos a Sagan Dos.
—Claro que llegaréis. Pero aún no me has dicho que hay en el séptimo cofre.
—Es lo Único que queda de uno de los hombres más grandes que ha existido jamás; él fundó la única fe que nunca llegó a teñirse de sangre. Estoy convencido de que le habría divertido mucho saber que, cuarenta siglos después de su muerte, uno de sus dientes sería trasladado a las estrellas.
Ahora era el momento de la transición, de las despedidas, de las separaciones tan duras como la muerte. Sin embargo, a pesar de todas las lágrimas que se derramaron —tanto en Thalassa como en la nave— también había un sentimiento de alivio. Aunque ya nada volvería a ser lo mismo, ahora la vida podía volver a la normalidad. Los visitantes eran como unos invitados que se habían quedado un poco más de lo previsto; era hora de partir.
El mismo presidente Farradine lo aceptaba y había abandonado su sueño de una Olimpiada interestelar. Su consuelo fue grande: las unidades de congelación se trasladaban a la Isla Norte, y la primera pista de hielo de Thalassa estaría lista a tiempo para los Juegos. Si estaría listo también algún otro atleta era otro problema, pero muchos jóvenes thalassanos pasaban horas observando con incredulidad a algunos de los grandes maestros del pasado.
Mientras tanto, todo el mundo convino en que debía organizarse una ceremonia de despedida que marcara la partida de la
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. Por desgracia, eran pocos los que se ponían de acuerdo en cuanto a la forma que debía tomar. Hubo innumerables iniciativas privadas con las que se sometió a los interesados a una gran tensión física y mental, pero ninguna oficial y pública.
La alcaldesa Waldron, reclamando prioridad en nombre de Tarna, creía que la ceremonia debía realizarse en el lugar del primer aterrizaje. Edgar Farradine defendía que el Palacio Presidencial, pese a sus modestas proporciones, era más apropiado. Algunos graciosos sugirieron Krakan como solución intermedia, aduciendo que sus famosas viñas serían el lagar más adecuado para el brindis de despedida. Aún no habían resuelto la cuestión cuando la Compañía de Radiodifusión de Thalassa —una de las burocracias con más iniciativa del planeta— se apropió del proyecto en su totalidad.
El concierto de despedida iba a ser recordado, e interpretado, por las generaciones venideras. No hubo un vídeo que distrajera los sentidos; sólo música y un relato muy breve. Se estudió el patrimonio de dos mil años para evocar el pasado y dar esperanzas para el futuro. No sólo era un réquiem, sino también una canción de cuna.
Parecía un milagro que, después que el arte alcanzara la perfección tecnológica, los compositores de música tuvieran algo que decir. A lo largo de los mil años, la electrónica les había proporcionado un dominio total sobre todos los sonidos audibles por el oído humano, y podría haberse pensado que todas las posibilidades de este medio de expresión se habían agotado tiempo atrás.
De hecho, había habido alrededor de un siglo de pitidos, vibraciones y electroeructos antes de que los compositores hubiesen dominado sus ahora infinitos poderes y unido de nuevo con éxito el arte con la tecnología. Nadie superó jamás a Beethoven o a Bach; pero algunos se les acercaron.