Él la tomó del brazo de modo tranquilizador y dijo:
—No te preocupes, el abrigo te protegerá, y al cabo de unos minutos ya no notarás el frío en la cara.
Le costó creer aquello; pero tenía razón. Tras cruzar detrás de él la ventana, respirando con cautela al principio, se sorprendió al descubrir que la experiencia no era desagradable en lo más mínimo. De hecho, era realmente estimulante; por primera vez comprendió por qué hubo gente que fue por su propia voluntad a las regiones polares de la Tierra.
Podía imaginarse fácilmente a sí misma allí, ya que parecía estar flotando en un universo glacial y blanco como la nieve. A su alrededor todo eran relucientes panales que podían haber sido hechos de hielo, con una formación de miles de celdas hexagonales. Casi era como una versión en pequeño del escudo de la
Magallanes
, salvo que aquí las unidades tenían alrededor de un metro de longitud y estaban unidas por grupos de tuberías y haces de cables.
Allí estaban, pues, durmiendo a su alrededor, los cientos de miles de colonos para los que la Tierra era aún, en sentido literal, un recuerdo de ayer mismo. ¿Qué estarían soñando, se preguntó, a menos de la mitad de su sueño de quinientos años? ¿Acaso la mente soñaba algo en aquella sorda tierra de nadie entre la vida y la muerte? Según Loren, no; ¿pero quién podía estar del todo seguro?
Mirissa había visto dos vídeos de abejas realizando su misterioso trabajo de un lado a otro de su enjambre; se sintió como una abeja humana siguiendo a Loren, cogidos de la mano, a lo largo de la red de barandillas que se entrecruzaban sobre la pared del gigantesco panal. Ahora ya se sentía cómoda en la gravedad cero y ni tan siquiera notaba el penetrante frío. De hecho, apenas notaba su cuerpo —y a veces tenía que convencerse a sí misma de que aquello no era un sueño del que iba a despertar.
Las celdas no tenían nombre, pero todas ellas se identificaban por un código alfanumérico; Loren fue con decisión a la H-354. Al presionar un botón, el contenedor hexagonal de metal y cristal se deslizó hacia fuera sobre unos rieles telescópicos para mostrar a la mujer durmiente que yacía en su interior.
No era bonita, aunque era injusto emitir un juicio sobre una mujer sin la gloria suprema de su cabello. Su piel era de un color que Mirissa no había visto nunca, y tenía noticia de que había llegado a ser poco frecuentes en la Tierra —un negro tan oscuro que casi contenía una pizca de azul. Además era tan perfecta que Mirissa no pudo evitar un arrebato de envidia; vino a su mente una imagen fugaz de cuerpos entrelazados, de ébano y marfil, una imagen que la perseguiría en los años venideros.
Volvió a mirar aquel rostro. Incluso en el reposo de varios siglos de duración, mostraba determinación e inteligencia. «¿Habríamos sido amigas? —se preguntó Mirissa—. Lo dudo; nos parecemos demasiado».
«Así que tú eres Kitani, y llevas al primer hijo de Loren a las estrellas. ¿Pero será en verdad el primero, ya que nacerá siglos después del mío? Primero o segundo, le deseo todo lo mejor...»
Aún estaba paralizada, aunque no sólo por el frío, cuando la puerta de cristal se cerró tras ellos. Loren la condujo con suavidad por el pasillo y dejaron atrás al Guardián.
Una vez más, sus dedos rozaron la mejilla del inmortal niño de oro. Por un momento, y con gran sobresalto, le pareció que estaba caliente al tacto; entonces se dio cuenta de que su cuerpo todavía se estaba adaptando a la temperatura normal.
Esto sólo le llevaría minutos; ¿pero cuánto tiempo pasaría, se preguntó, hasta que el hielo de su corazón se derritiera?
Es la última vez que hablaré contigo, Evelyn, antes de empezar mi largo sueño. Todavía estoy en Thalassa, pero la nave sale para la
Magallanes
dentro de unos minutos; ya no puedo hacer nada hasta que aterricemos dentro de trescientos años...
Siento una gran tristeza: acabo de despedirme de mi mejor amiga aquí, Mirissa Leonidas. ¡Cómo te hubiera gustado conocerla! Ella es probablemente la persona más inteligente que he conocido en Thalassa. Los dos hemos tenido largas conversaciones, aunque temo que algunas se convirtieron más bien en esos monólogos por los que tú tantas veces me criticabas...
A veces me preguntaba acerca de Dios; pero quizá no supe contestar a su pregunta más inteligente.
Poco después de la muerte de su querido hermano, me preguntó:
«¿Para qué sirve el dolor? ¿Cumple acaso alguna función biológica?»
Es curioso que nunca hubiera pensado seriamente en esto. Si recordáramos a los muertos sin emoción (en el caso de que los recordáramos alguna vez) nos convertiríamos en una especie inteligente que funciona a la perfección. Se trataría de una sociedad completamente inhumana, pero tan próspera como lo fueron en la Tierra las de las termitas o de las hormigas.
¿Podría el dolor ser una accidental, e incluso patológica consecuencia del amor, que tiene una función biológica esencial? Éste es un pensamiento extraño y preocupante. Y sin embargo, son nuestras emociones lo que nos convierten en seres humanos. ¿Quién estaría dispuesto a abandonarlas, aun sabiendo que cada nuevo amor es prisionero de esos gemelos terroristas llamados Tiempo y Destino?
A menudo ella me hablaba de ti, Evelyn. Le desconcertaba que un hombre pudiera amar a una sola mujer durante toda su vida, incluso cuando ya había desaparecido. Una vez bromeé diciéndole que la fidelidad era algo tan ajeno a los thalassanos como los mismos celos; me replicó que habían salido ganando al no conocer ninguno de esos sentimientos.
Me están llamando; la nave me espera. Debo despedirme de Thalassa para siempre. Tu imagen también empieza a desvanecerse. Aunque soy un experto dando consejos a los demás, quizá me he aferrado demasiado a mi propio dolor, y eso no sirve a tu memoria.
Thalassa me ha ayudado a curarme. Ahora me alegro de haberte conocido, en lugar de estar triste por haberte perdido.
Una extraña calma me embarga. Por primera vez creo entender de veras los conceptos de separación y el Nirvana de mis viejos amigos budistas.
Y si no despierto en Sagan Dos, qué más da. He cumplido mi misión aquí, y estoy contento por ello.
El trimarán alcanzó la orilla del banco de algas poco antes de medianoche y Brant ancló en el fondo de treinta metros. Empezaría a lanzar las bolas espía al amanecer, hasta formar una cerca entre Escorpia y la Isla Sur. Una vez establecida ésta, podría observar todas las idas y venidas. Si los escorpios encontraban una de las bolas espía y la llevaban a su casa como trofeo, tanto mejor. Continuaría operando, y sin duda proporcionaría información aún más útil que las obtenidas en mar abierto.
Ahora no había nada que hacer, excepto recostarse mecido por el tranquilo balanceo del barco y escuchar la cálida música de radio Tarna, esta noche excepcionalmente suave. De vez en cuando había un anuncio o un mensaje de buena voluntad o un poema en honor de los visitantes. Aquella noche habría muy poca gente dormida en las islas. Mirissa se preguntó fugazmente qué pensamientos debían de estar atravesando las mentes de Owen Fletcher y sus compañeros exiliados, abandonados en un mundo extraño para el resto de sus vidas. La última vez que ella los había visto en una emisión de vídeo del Norte, no parecían estar descontentos, e incluso discutían animadamente sobre la oportunidad de realizar negocios allí.
Brant estaba tan quieto que ella lo hubiera creído dormido, a no ser porque su mano permanecía fuertemente apretada a la de ella. Estaban echados el uno junto al otro, mirando las estrellas. Él había cambiado, incluso más que ella; se había vuelto menos impaciente, más considerado. Y lo mejor de todo era que había aceptado al niño, con palabras cuya bondad le habían hecho saltar las lágrimas a Mirissa: «Tendrá dos padres».
Ahora radio Tarna empezaba la final e innecesaria cuenta atrás, la primera que ningún thalassano había oído jamás, a excepción de las históricas grabaciones del pasado. «¿Vamos a poder ver algo? —se preguntaba Mirissa—. La
Magallanes
se encuentra en el lado opuesto del mundo, suspendida en pleno mediodía sobre un hemisferio de océano. Nos separa todo el espesor del planeta...»
—Cero... —se oyó en radio Tarna, e inmediatamente la emisora se quedó acallada por un ruido infernal. Brant alcanzó los mandos de la radio y apenas había presenciado ni volvería a presenciar jamás.
Era un espectáculo hermoso, pero al mismo tiempo aterrador. Ahora Mirissa entendía por qué la
Magallanes
se había situado en el otro extremo del mundo; lo que estaba viendo ahora no era la propulsión cuántica, sino la energía sobrante procedente de ésta y absorbida inofensivamente por la ionosfera. Loren le había contado algo incomprensible acerca de la descarga de ondas en el superespacio, añadiendo que ni siquiera los creadores de la propulsión cuántica habían llegado nunca a comprender este fenómeno.
Mirissa se preguntó, durante un segundo, qué pensarían los escorpios de estos fuegos artificiales celestiales. Seguramente algún resto de esta fuerza actínica se filtraba a través de las selvas de algas marinas iluminando las sendas de sus ciudades sumergidas.
Quizá fuera su imaginación, pero los radiantes haces multicolores que envolvían la corona de luz parecían arrastrarse lentamente por el cielo. La fuente de su energía iba ganando velocidad, acelerando a lo largo de su órbita mientras se alejaba de Thalassa para siempre. Pasó un buen rato antes de que se diera cuenta de que la nave se movía; al mismo tiempo, había disminuido la luminosidad.
Entonces, bruscamente, cesó todo. Radio Tarna volvió a estar en antena, como sin aliento.
Todo de acuerdo con el plan... La nave estaba saliendo ahora reorientada... habrá otros fenómenos más tarde, pero no tan espectaculares... todas las fases de la separación inicial se efectuarán en el otro lado del mundo, pero podremos ver a la
Magallanes
dentro de tres días, cuando se aleje del sistema.
Mirissa apenas oyó estas palabras y miró fijamente al cielo al que ahora retornaban las estrellas, esas estrellas que nunca podría volver a mirar sin recordar a Loren. Ahora no sentía emoción alguna; si aún le quedaban lágrimas lloraría más tarde.
Sintió cómo los brazos de Brant la rodeaban y agradeció su consuelo frente a la soledad del espacio. Éste era su lugar, su corazón no se perdería otra vez. Al fin comprendía que, pese a haber amado a Loren por su fortaleza, amaba a Brant por su debilidad.
«Adiós Loren —susurró—, que seas feliz en este mundo lejano que tú y tus hijos conquistaréis para la Humanidad. Pero piensa alguna vez en mí, que estaré a trescientos años de ti en la ruta de la Tierra».
Brant le acariciaba el pelo con torpe suavidad deseando tener palabras para consolarla; pero también sabía que el silencio era lo mejor. Brant no tenía ninguna sensación de victoria. Mirissa volvía a ser suya, pero el viejo y despreocupado compañerismo que les unía había desaparecido para siempre. Brant sabía que durante todos los días de su vida el fantasma de Loren estaría entre ellos. El fantasma de un hombre que no habría envejecido ni un solo día cuando ellos fueran ya polvo en el viento.
Cuando, tres días más tarde, la Magallanes se alzó por encima del horizonte, se había convertido en una deslumbrante estrella, demasiado brillante para ser observada a simple vista, aun cuando la propulsión cuántica había sido cuidadosamente dirigida hacia otro punto para que la pérdida de radiación no alcanzara a Thalassa.
Semana tras semana, mes tras mes, fue desvaneciéndose poco a poco, aunque cuando aparecía la luz del día era relativamente fácil encontrar si se sabía dónde buscarla. Y durante años, fue la más brillante de las estrellas nocturnas.
Mirissa vio la nave por última vez poco antes de que le fallara la vista. Durante unos pocos días, la propulsión cuántica, ahora inofensiva y suavizada por la distancia, había estado dirigida hacia Thalassa.
Habían pasado ya quince años luz, pero sus nietos no tenían ninguna dificultad en señalar la estrella azul de tercera magnitud que brillaba por encima de las torres de vigilancia de la barrera electrificada para los escorpios.
Todavía no eran inteligentes, pero sentían curiosidad, y éste era el primer paso hacia el camino sin fin.
Como muchos de los crustáceos que en otro tiempo habían existido en los mares de la Tierra, podían sobrevivir fuera del agua durante períodos de tiempo indefinidos. Sin embargo, hasta los últimos siglos habían tenido pocos incentivos para hacerlo. Los enormes bosques de algas les proveían de lo necesario. Las largas y delgadas hojas eran su alimento, y los toscos tallos la materia prima para sus primitivos artefactos.
Tenían sólo dos enemigos naturales. Uno de ellos era un enorme y muy raro pez de aguas profundas que no consistía más que en dos enormes mandíbulas hambrientas atadas a un estómago nunca saciado. El otro era una medusa venenosa vibradora, la forma motriz del pólipo gigante, que muchas veces alfombraba de muerte el fondo marino, dejando un desierto teñido de sangre.
Aparte de algunas excursiones esporádicas por la superficie, los escorpios podían muy bien haber pasado toda su existencia sumergidos en el mar, perfectamente adaptados a su medio ambiente. Pero a diferencia de las hormigas y las termitas, todavía no habían entrado en uno de los callejones sin salida de la evolución. Todavía podían adaptarse a los cambios.
Y un cambio, aunque todavía en pequeña escala, se había producido en este mundo oceánico. Unas cosas maravillosas habían caído del cielo. En el lugar de donde procedían debía de haber más. Cuando estuvieran preparados, los escorpios irían en su búsqueda.
En aquel mundo intemporal del mar de Thalassa no había prisa; pasarían años antes de que realizaran su primer asalto a aquel elemento desconocido del cual sus exploradores habían traído tan curiosos informes.
Pero no podían saber que otros exploradores les estaban observando a ellos. Y cuando por fin se decidieron a avanzar, escogieron el momento más desafortunado.
Tuvieron la mala suerte de emerger a tierra durante el inconstitucional, aunque muy eficaz, segundo mandato del presidente Fletcher.
La nave
Magallanes
estaba sólo a unas pocas horas luz de distancia cuando nació Kumar Lorenson, pero su padre ya estaba dormido y no se enteró de su nacimiento hasta trescientos años después.