Canticos de la lejana Tierra (25 page)

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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción

Kumar había dicho la verdad, pensó Carina felizmente. Había algo erótico en el ritmo regular y suave de un barco, sobre todo cuando era aumentado por el lecho de aire en el que estaban acostados. Después de esto, ¿quedaría satisfecha haciendo el amor en tierra firme?

Y Kumar, a diferencia de otros muchos jóvenes de Tarna que ella podría mencionar, era sorprendentemente sensible y considerado. No era uno de esos hombres que sólo piensan en su propia satisfacción, su placer no era completo a menos que fuera compartido. «Cuando está dentro de mí —pensó Carina—, siento que soy la única chica de su universo, aunque sé muy bien que eso no es verdad».

Carina era vagamente consciente de que continuaban alejándose del pueblo, pero no le importaba. Deseaba eternizar aquel momento, y poco le hubiera preocupado que el barco se hubiera dirigido a toda máquina hacia los confines de aquel mar vacío, sin tocar tierra hasta circundar el globo. Kumar sabía verdaderamente lo que hacía. Parte de su placer se debía a la absoluta confianza que él le inspiraba. En sus brazos no tenía ninguna preocupación, ningún problema. El futuro no existía, sólo aquel presente eterno.

Sin embargo el tiempo pasó, y la luna interior estaba mucho más alta en el cielo. En la resaca de la pasión, sus labios seguían explorando lánguidamente los territorios del amor, cuando la vibración del hidrorreactor cesó y el barco se detuvo poco a poco.

—Ya hemos llegado —dijo Kumar con una nota de excitación en su voz.

«¿A dónde hemos llegado?», pensó Carina perezosamente mientras se separaban. Parecía que habían pasado horas desde la última vez que se había molestado en echar un vistazo a la costa... suponiendo que aún estuviera al alcance de la vista.

Se levantó despacio, recuperando el equilibrio ante el suave balanceo del barco, y contempló con los ojos muy abiertos el País de las Hadas que, no mucho tiempo atrás, había sido la triste ciénaga bautizada, con optimismo, pero de manera inapropiada, como la Bahía del Manglar.

Naturalmente, no era la primera vez que tenía un encuentro con la alta tecnología; la planta de fusión y el Repetidor Principal de la Isla Norte eran mucho más grandes y más impresionantes. Sin embargo, el ver aquel laberinto de tubos brillantemente iluminados, los tanques de almacenaje y las grúas y los otros mecanismos de manipulación y aquella bulliciosa combinación de astilleros y de planta química donde todo funcionaba en silencio y con eficacia bajo las estrellas sin un solo ser humano a la vista, le causó una auténtica impresión, visual y psicológica. Cuando Kumar arrojó el ancla, un súbito chapoteo turbó el absoluto silencio de la noche.

—Ven —dijo Kumar con aire malicioso—. Quiero enseñarte una cosa.

—¿No hay peligro?

—Claro que no; he venido aquí muchas veces.

«Y no solo, seguro», pensó Carina. Pero él ya estaba sobre la borda antes de que ella pudiera hacer ningún comentario.

El agua apenas les llegaba a la cintura, y retenía aún el calor del día haciéndola desagradablemente caliente. Carina y Kumar, cogidos de la mano, llegaron a la playa sintiendo la fresca brisa nocturna en sus cuerpos. Surgieron de entre las pequeñas olas como unos nuevos Adán y Eva que hubieran recibido las llaves de un Edén mecanizado.

—¡No te preocupes! —dijo Kumar—. Conozco el lugar. El doctor Lorenson me lo explicó todo, pero he encontrado algo que estoy seguro que él no conoce.

Caminaban junto a una línea de tuberías cubiertas con gruesos aislamientos que estaban suspendidos a un metro del suelo, y, por primera vez, Carina pudo oír un sonido diferente, el zumbido de unas bombas que propulsaban líquido refrigerante hacia el laberinto de tuberías y de transformadores de calor que les rodeaban.

Luego se aproximaron al famoso depósito en el que había sido encontrado el escorpio. Quedaba muy poca agua, la superficie estaba cubierta casi por completo por una masa enmarañada de algas. En Thalassa no había reptiles, pero aquellos tallos gruesos y flexibles le recordaban a Carina unas serpientes entrelazadas.

Caminaron a lo largo de unos conductos subterráneos, pasando por unas pequeñas compuertas, todas ellas cerradas, hasta que llegaron a un espacio amplio y abierto, bastante lejos de la planta principal. Cuando abandonaron el complejo central, Kumar hizo alegremente una señal al objetivo de una cámara que les enfocaba. Después nadie llegó a descubrir por qué ésta dejó de funcionar en el momento crucial.

—Éstos son los tanques de congelación —dijo Kumar—, cada uno tiene una capacidad de seiscientas toneladas, y su composición es del noventa y cinco por ciento de agua, y el cinco por ciento de algas. ¿Qué es lo que te parece tan divertido?

—No me parece divertido, pero sí muy extraño —respondió Carina, sonriendo todavía—. El que a alguien se le ocurra llevar una parte de nuestra vegetación oceánica a las estrellas. ¡Quién iba a imaginar algo semejante! Sin embargo, tú no me has traído aquí por esto.

—No —contestó Kumar suavemente—. Mira...

Al principio ella no pudo ver lo que él le enseñaba. Luego, su mente interpretó la imagen que parpadeaba en los límites de su campo de visión y entonces comprendió.

Por supuesto, se trataba de un antiguo milagro. Los hombres lo habían hecho en muchos mundos durante más de mil años. Pero presenciarlo con sus propios ojos era más que asombroso; era imponente.

Ahora que estaban más cerca de los últimos tanques podía verlo con mayor claridad. El fino haz de luz —no podía tener más de un par de centímetros de anchura— ascendía hacia las estrellas, enhiesto y exacto como un rayo láser. Sus ojos lo siguieron hasta que se hizo invisible, retándola a adivinar el punto exacto de su desaparición. Aun entonces, su mirada siguió avanzando, vertiginosamente, hasta contemplar el mismo cénit y la estrella solitaria que permanecía allí suspendida mientras sus compañeras naturales, más débiles, marchaban progresivamente hacia el oeste. Como una araña cósmica, la
Magallanes
había hecho descender su telaraña y pronto atraparía a la presa deseada del mundo que había abajo.

Cuando se encontraban en el mismo borde del bloque de hielo, Carina tuvo una sorpresa. Su superficie estaba totalmente cubierta de una brillante capa de laminilla dorada. Esto le recordó los regalos que se hacían a los niños en su cumpleaños o en la Fiesta Anual del Aterrizaje.

—Es el material aislante —explicó Kumar—. Es oro de verdad; tiene uno o dos átomos de espesor. Sin él, la mitad del hielo se derretiría antes de llegar al escudo.

Con aislante o sin él, Carina sentía el dolor que le producía el frío en los pies desnudos mientras Kumar la guiaba sobre la plancha congelada. Con una docena metálico, el tenso cable que se alargaba, si no hasta las estrellas, sí por lo menos hasta los treinta mil kilómetros que distaba la órbita estacionaria en la que se encontraba la
Magallanes
.

El cable acababa en un tambor cilíndrico, lleno de instrumentos y de reactores de control, que evidentemente hacía las veces de grúa móvil e inteligente que enganchaba su carga tras un largo descenso a través de la atmósfera. Todo ello parecía sorprendentemente simple e incluso nada sofisticado, como casi todos los productos de las tecnologías maduras y avanzadas.

De repente Carina se estremeció, y no por el frío que había bajo sus pies, que no notaba en aquel momento.

—¿Estás seguro de que esto no es peligroso? —preguntó con inquietud.

—Claro. Siempre cargan a medianoche, puntualmente, y todavía faltan muchas horas. El panorama es maravilloso, pero no creo que nos quedemos tanto tiempo.

Kumar se puso de rodillas, aplicando el oído al increíble cable que unía la nave al planeta.

«Si se rompiera —pensó ella con preocupación—, ¿volaría en pedazos?»

—Escucha —susurró...

Ella no sabía lo que iba a suceder. A veces, años después, cuando pudo soportarlo, intentó recobrar la magia de aquel momento. Nunca estuvo segura de haberlo conseguido.

Al principio le pareció estar oyendo la nota más grave de un arpa gigante cuyas cuerdas estuvieron tensadas entre los mundos. Esto le produjo escalofríos en la espina dorsal, y sintió que se le ponía de punta el vello de la nuca, una reacción al miedo forjada en las selvas primitivas de la Tierra.

Luego, cuando se fue acostumbrando al extraño sonido, captó todo un espectro de armonías cambiantes que cubrían la gama auditiva hasta sus límites y, sin duda, los superaban. Aparecían y se unían unos con otros, inconstantes y repetitivos como los sonidos del mar.

Cuanto más los escuchaba, más le recordaban el incesante choque de las olas sobre una playa desierta. Tuvo la sensación de estar oyendo el mar del espacio lanzándose sobre las costas de todos sus mundos, un sonido aterrador en su inutilidad sin sentido, ya que reverberaba en el doloroso vacío del Universo.

Entonces se dio cuenta de que había otros elementos en esta sinfonía inmensamente compleja. Eran unos tañidos repentinos, resonantes, como si unos dedos gigantes hubieran tirado del cable desde algún lugar a miles de kilómetros. ¿Meteoritos? No, desde luego. ¿Quizás una descarga eléctrica en la agitada ionosfera de Thalassa? Y ¿era aquello pura imaginación, o algo creado por sus temores inconscientes? De vez en cuando le pareció oír los débiles gemidos de unas voces demoníacas, o los llantos fantasmagóricos de todos los niños enfermos y hambrientos que murieron en la Tierra durante los siglos de pesadilla.

Llegó un momento en que no pudo soportarlo más.

—Estoy asustada, Kumar —susurró, tirándole del hombro—. Vámonos.

Pero Kumar seguía perdido en las estrellas. Hipnotizado por aquel canto de sirenas, tenía la boca medio abierta y apoyaba la cabeza en aquel cable resonante. Ni tan siquiera notó que Carina, enfadada y asustada, cruzaba con pasos fuertes el suelo de hielo laminado y se iba a esperarle sobre la calidez familiar de la tierra firme.

Kumar había observado algo nuevo, una serie de notas ascendentes que parecían exigir su atención. Era como una fanfarria para cuerdas, si es que se puede imaginar una cosa semejante, y era inefablemente triste y lejana.

Pero se iba acercando, y se oía cada vez más alto. Era el sonido más escalofriante que Kumar había oído jamás, y se mantuvo paralizado de miedo y de asombro. Casi llegó a imaginar que algo bajaba por el cable dirigiéndose hacia él...

Unos segundos después, demasiado tarde, se dio cuenta de la realidad. La onda precursora le empujó bruscamente contra la lámina de oro y el bloque de hielo se movió bajo él. Entonces, y por última vez, Kumar Leonidas contempló la delicada belleza de su mundo durmiente y el rostro aterrorizado de la muchacha, vuelto hacia él, que recordaría aquel momento hasta el día de su muerte.

Ya era demasiado tarde para saltar. Y así, el Pequeño León ascendió hacia las silenciosas estrellas, desnudo y solo.

48
Decisión

El capitán Bey tenía problemas más graves en la cabeza y delegó aquella tarea con mucho gusto. En todo caso, no podía haber emisario más idóneo que Loren Lorenson.

Éste jamás había llegado a conocer a los Leonidas mayores, y temía el encuentro. Aunque Mirissa se había ofrecido a acompañarle, prefirió ir solo.

Los thalassanos veneraban a sus viejos parientes y hacían todo lo posible para que se sintieran felices y contentos. Lal y Nikri Leonidas vivían en una de las pequeñas colonias autónomas de retiro que existían a lo largo de la costa sur de la isla. Tenían un chalet de seis habitaciones con todos los aparatos imaginables para ahorrar trabajo, entre ellos el único robot de uso general para el hogar que Loren había visto en la Isla Sur. Según la cronología de la Tierra, habría calculado que andaban cerca de los setenta años.

Después de los sumisos saludos iniciales, se sentaron en el porche, contemplando el mar mientras el robot se movía a su alrededor con bebidas y bandejas llenas de frutas variadas. Loren se esforzó por tomar un bocado, se armó de valor y emprendió la tarea más dura de su vida.

—Kumar...

El nombre se le clavó en la garganta y tuvo que volver a empezar.

—Kumar se encuentra todavía en la nave. Le debo mi vida; él arriesgó la suya para salvar la mía. Pueden comprender cómo me siento por esto. Haría lo que fuera...

Una vez más, tuvo que luchar para controlarse. Intentando mostrarse enérgico y científico como la cirujano comandante Newton durante su sesión informativa, comenzó de nuevo.

—Su cuerpo apenas está dañado, porque la descompresión fue lenta y la congelación se produjo de inmediato. Sin embargo, está clínicamente muerto, por supuesto, como yo mismo lo estaba hace escasas semanas...

»No obstante, los dos casos son muy diferentes. Mi cuerpo fue recuperado antes de que pudiera sufrir alguna lesión cerebral, por lo que mi reanimación fue un proceso muy sencillo.

»Antes de recuperar a Kumar pasaron horas. Físicamente, su cerebro no ha sufrido daños, pero no hay rastro de actividad.

»Aun así, la reanimación puede ser posible mediante una tecnología extremadamente avanzada. Según nuestros historiales —que cubren toda la historia de la ciencia médica terrestre— se ha hecho ya en casos similares, con un índice de éxito del sesenta por ciento.

»Y esto nos pone ante un dilema que el capitán Bey me ha pedido que les explique con franqueza. Nosotros no tenemos la experiencia ni los equipos necesarios para llevar a cabo una operación así. Pero quizá los tengamos... dentro de trescientos años...

»Hay una docena de expertos del cerebro entre los cientos de especialistas médicos que duermen a bordo de la nave. Hay técnicos que pueden ensamblar y hacer funcionar toda clase de dispositivos imaginables para el mantenimiento de la vida y para fines quirúrgicos. Todo lo que llegó a ser de la Tierra volverá a ser nuestro poco después de que lleguemos a Sagan Dos...

Hizo una pausa para que comprendieran las implicaciones. El robot escogió este inoportuno momento para ofrecer sus servicios; él lo rechazó con un movimiento de mano.

—Nosotros estaríamos dispuestos, no, encantados, ya que es lo mínimo que podemos hacer, de llevar a Kumar con nosotros. Aunque no podemos garantizarlo, quizás algún día vuelva a vivir. Nos gustaría que lo pensaran; tienen mucho tiempo antes de que deban tomar una decisión.

Los dos ancianos se miraron el uno al otro durante un largo y silencioso momento, mientras Loren contemplaba el mar. ¡Cuánta paz y tranquilidad! Le encantaría pasar allí sus últimos años, recibiendo de vez en cuando la visita de sus hijos y nietos...

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