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Authors: Patrick O'BRIAN

Tags: #Narrativa Historica

Capitán de navío (38 page)

—Es que las botellas se rompieron, señor; todas menos media docena de las de borgoña.

Jack le lanzó una expresiva mirada y suspiró, pero no dijo nada. Seis botellas vendrían muy bien, más el que quedaba del que había conseguido gracias a la corrupción del astillero.

—Señor Parker, señor Macdonald, espero que me hagan el honor de venir a cenar a mi cabina mañana. Espero a un invitado.

Ambos hicieron una inclinación de cabeza, sonrieron y dijeron que les encantaría. Sentían verdaderamente una gran satisfacción, pues Jack había declinado la última invitación de la sala de oficiales y esto les había desasosegado; era un desagradable comienzo para una misión.

Stephen respondió lo mismo cuando llegó a entenderlo.

—Sí, sí, por supuesto, muchas gracias. No entendía lo que querías decir.

—Y sin embargo, estaba lo suficientemente claro, sin duda —dijo Jack—, y comprensible para la más mínima capacidad de razonamiento. Dije: «¿Cenarás conmigo mañana?» Canning vendrá, y también he invitado a Parker, Macdonald y Pullings.

—Tengo la mente absorbida por una verdadera preocupación, una preocupación que podría calificar de
curiosa
y algo vulgar, sobre el estado en que quedará el corazón de Mamá Williams cuando encuentre completamente peladas su vaquería, su corral, su pocilga y su despensa. ¿Estallará? ¿Dejará por completo de latir? ¿Irá agotándose hasta llegar a la desecación total en poco tiempo? ¿Cuál será el efecto sobre los humores de las vísceras? ¿Cómo responderá Sophie? ¿Intentará ocultarlo, dará respuestas evasivas? Ella miente tan hábilmente como Preserved Killick, con una mirada desesperada y ese color rosa de Damasco en su rostro perfecto. Mi mente, como digo, vaga perdida por esa zona. No conozco cómo es la vida de la familia inglesa, de la familia
femenina
inglesa; esa es para mí una zona desconocida.

En esa zona a Jack no le gustaba detenerse; sintió de repente una profunda pena y trató de apartar su mente de allí. Entonces dijo para sí: «¡Dios mío! ¡Cuánto amo a Sophie!». Se dirigió rápidamente a proa, y allí acarició la parte posterior del bauprés; esa era una secreta forma de consolarse desde sus primeros días en la mar. Luego, al regresar, dijo:

—Me acaba de venir a la mente una idea de lo más horrible. Sé que no debo ofrecerle a Canning carne de cerdo, porque es judío. Pero, ¿puede comer corzo? ¿Es impuro el corzo? Y la liebre tampoco servirá, porque creo que está considerada igual que el conejo y su especie.

—No lo sé. Me imagino que no tendrás una Biblia.

—Sí que tengo una Biblia. La usaba para descifrar los mensajes de Heneage. «Al Señor no le produce satisfacción la fuerza de un caballo». ¿Te acuerdas? No era demasiado ingenioso ni original, porque al fin y al cabo, todo el mundo sabe que al Señor no le produce satisfacción la fuerza de un caballo; creo que cruzó los guardines. Pero también la he estado leyendo en estos días.

—¡Ah!

—Sí. Voy a pronunciar un sermón ante la tripulación el próximo domingo.

—¿Tú? ¿Pronunciar un sermón?

—Naturalmente. Los capitanes lo hacen a menudo cuando no llevan capellán a bordo. Siempre me las arreglaba con las Ordenanzas militares en la
Sophie,
pero ahora creo que les ofreceré uno claro, bien razonado… ¡Vamos! ¿Qué pasa? ¿Qué tiene de divertido que pronuncie un sermón? Vete al diablo, Stephen.

Stephen estaba doblado sobre sí mismo en la silla, y su tronco se movía hacia delante y hacia atrás; lanzaba agudos chillidos y las lágrimas corrían por su cara.

—Es un espectáculo verte así. Y ahora que lo pienso, me parece que nunca te había oído reír. Este maldito estruendo es intolerable, te lo aseguro; no te pega en absoluto. Chilla, chilla. Muy bien; revienta de risa.

Se volvió diciendo algo sobre «dársela de gracioso, tener una risa tonta, reírse con disimulo» y aparentó que hojeaba la Biblia despreocupadamente. Pero son pocas las personas que al advertir que han provocado una risa franca, divertida, estruendosa, desbordante, no se sienten desconcertadas, y Jack no estaba entre esas pocas. Sin embargo, la risa de Stephen fue apagándose con el tiempo; y tras algunos gritos inarticulados cesó. Se puso de pie y, pasándose un pañuelo por la cara, cogió la mano de Jack y le dijo:

—Lo siento. Perdóname. No hubiera querido molestarte por nada del mundo, pero hay algo tan
ridículo,
tan cómico… es decir, tuve una asociación de ideas tan divertida… Por favor, no te lo tomes como algo personal. Naturalmente que dirás un sermón a los hombres, y estoy convencido de que tendrá un notable efecto sobre ellos.

—Bueno —dijo Jack, con una mirada recelosa—, me alegro de que esto te haya proporcionado una enorme y sana alegría, después de todo. Aunque lo que a ti te parece…

—Dime, por favor, ¿qué pasaje es?

—¿Vas a burlarte de mí, Stephen?

—No, te doy mi palabra. Nunca me reiría de eso.

—Bueno, es el que empieza: «Digo ven y él viene»; soy un centurión. Quiero que ellos entiendan que esa es la voluntad de Dios y debe ser así, que debe haber disciplina, está en el libro sagrado, y que cualquier maldito bastardo que desobedezca es, por tanto, un blasfemo y será condenado irremediablemente. Que entiendan que no está bien oponerse a la autoridad, pues eso también, como voy a señalar, lo dice la Biblia.

—¿Crees que será más fácil para ellos aceptar su situación cuando sepan que así lo quiere la Providencia?

—Sí, sí, eso es. Todo está aquí, ¿sabes? —dijo, dando palmaditas a la Biblia y mirando luego apaciblemente por la escotilla—. Hay un asombroso número de cosas útiles en ella. No tenía ni la más mínima idea. Y, a propósito, parece que el corzo no es impuro, lo cual es un alivio, y muy grande, te lo aseguro. Estaba muy angustiado por esa comida.

Al día siguiente las tareas fueron innumerables —la inclinación de los mástiles del
Polychrest,
la recolocación del lastre que aún tenía, la reparación de una bomba de cangilones—, pero la angustia siguió acompañándole y llegó a su punto culminante un cuarto de hora antes de que llegaran los invitados. Jack estaba en su comedor, muy nervioso, dando bruscos tirones al mantel, avivando la lumbre hasta que tomaba un color rojo cereza, molestando a Killick y a sus ayudantes, preguntándose si, después de todo, no hubiera sido mejor poner la mesa de través, y considerando la posibilidad de algún cambio de última hora. ¿Podrían, en realidad, sentarse allí seis medianamente cómodos? El
Polychrest
era un barco más amplio que la
Sophie,
la última embarcación que había estado bajo su mando, pero debido a su particular construcción, la cabina carecía de mirador, no tenía aquella hilera de ventanas formando una curva que la llenaban de luz y aire y daban un toque de magnificencia incluso a un pequeño espacio; y aunque ésta era más grande y de una altura tal que él podía estar de pie inclinando apenas la cabeza, era mucho más larga que ancha y por la parte de popa iba estrechándose hasta reducirse casi a un punto; además, la única luz que había en ella entraba por una claraboya y dos pequeñas escotillas. Delante de esta habitación en forma de escudo, había un corto pasillo con su dormitorio a un lado y su jardín al otro; aunque este jardín del
Polychrest
no era propiamente tal, no estaba proyectado hacia el exterior ni situado exactamente en la aleta, pero servía de retrete lo mismo que si tuviera ambas características. Además del necesario orinal, había en el jardín una carronada de treinta y dos libras y un pequeño farol colgante, por si acaso el ojo de buey en la porta no bastaba para indicarle al incauto invitado las consecuencias que tendría un paso en falso. Jack entró para ver si todo estaba brillante y luego salió al pasillo justo en el momento en que el centinela le abría la puerta al guardiamarina de guardia, que traía el mensaje: «El caballero está abordado con nosotros, con su permiso, señor».

En cuanto Jack vio a Canning subir a bordo, supo que su cena sería un éxito. Canning vestía una sencilla chaqueta de ante, y aunque no tenía apariencia de marinero, subía por el costado como uno auténtico, moviendo su corpulento cuerpo con gran agilidad, calculando exactamente el balanceo del barco. Asomó su alegre rostro por el portalón, mirando a derecha e izquierda inquisitivamente; luego pasó el resto del cuerpo y quedó allí de pie, llenando todo el espacio, sin sombrero y con la coronilla calva brillando bajo la lluvia.

El primer oficial le recibió y le condujo hasta Jack, a tres pasos de allí. Éste le estrechó la mano muy afectuosamente, hizo las necesarias presentaciones y enseguida guió al grupo a su cabina, pues tenía pocas ganas de quedarse bajo la helada llovizna y ninguna en absoluto de enseñar el
Polychrest
en su estado actual a un observador tan astuto y perspicaz.

La cena comenzó de una forma bastante discreta, con bacalao que ellos mismos habían capturado esa mañana y muy poca conversación, aparte de las banalidades, comentarios sobre el tiempo, por supuesto, y preguntas sobre amigos comunes: «¿Cómo está lady Keith? ¿Cuándo la vio por última vez? ¿Qué noticias tiene de Villiers? ¿Le gusta Dover? ¿Está bien el capitán Dundas, está contento con su nuevo mando? ¿Ha oído buena música últimamente? Sí, un espléndido
Fígaro
en el teatro de la Opera, he ido tres veces». Parker, Macdonald y Pullings eran simplemente lastre, y vinculados por la convención que equiparaba al capitán, en su propia mesa, a un miembro de la realeza, se limitaban a seguir los temas que él proponía tratar. Sin embargo, Stephen desconocía esta convención, y les habló del óxido nitroso, el denominado gas hilarante, risa embotellada, dulce alegría, un tema nada apropiado para Canning. Jack se esforzó por desarrollar una incipiente conversación; y ahora el lastre comenzaba a moverse. Canning no hizo ninguna referencia al
Polychrest
(Jack se dio cuenta de esto y le dolió, pero también sintió gratitud) aparte de decir que debería de ser un barco muy interesante, de extraordinarias características, que nunca había visto otro pintado con tanto gusto, tan elegante, tan perfecto, y que uno pensaría que era un barco real. Sin embargo, habló de la Marina en general con evidente conocimiento y profundo aprecio. Y puesto que pocos marinos pueden oír sinceros y rotundos elogios de la Armada sin experimentar satisfacción, la reservada atmósfera de la cabina se hizo más relajada y fue animándose hasta llegar a ser verdaderamente alegre.

Al bacalao le siguieron perdices, y Jack sustituyó el trinchado por el simple proceso de colocar una en cada plato. El clarete fruto de la corrupción empezó a circular, la alegría aumentaba, la conversación se generalizaba, y los hombres de guardia en cubierta oían las risas que salían ininterrumpidamente de la cabina.

Después de las perdices vinieron nada menos que cuatro platos de caza, culminando con una pierna de corzo que trajeron Killick y el despensero de los oficiales sobre un escotillón bien limpio, al que le habían hecho un canalillo con un formón para la salsa.

—El borgoña, Killick —susurró Jack, poniéndose de pie para trinchar la carne.

Ellos observaron atentamente cómo lo hacía, y la conversación fue cesando poco a poco; luego se ocuparon de sus platos con la misma atención.

—A fe mía, caballeros —dijo Canning, dejando sobre la mesa el tenedor y el cuchillo—, que ustedes en la Armada no se privan de nada. ¡Qué festín! No tiene ni comparación con el de la casa de un noble. Capitán Aubrey, señor, éste es el mejor corzo que he comido en mi vida; es un plato
magnífico,
¡Y qué borgoña! Es Musigny, ¿no?

—Chambolles—Musigny, señor, del 85. Me temo que ya no se encuentra en su mejor momento; sólo me quedan estas pocas botellas, y por suerte a mi despensero no le gusta el borgoña. Señor Pullings, ¿quiere un poco más de esta parte dorada?

Era verdaderamente un excelente corzo, tierno, jugoso, de marcado sabor. Jack, sintiendo por fin tranquilidad, volvió a meterse en su propio mundo. Casi todos los demás conversaban; Pullings y Parker le hablaban a Canning de las intenciones de Bonaparte, las nuevas cañoneras francesas y las embarcaciones con aparejo de navío de la flotilla invasora; Stephen y Macdonald, muy inclinados sobre sus platos para oírse el uno al otro o, mejor dicho, ser oídos, mantenían una discusión que todavía no era muy fuerte pero amenazaba con llegar a ser acalorada.

—Ossian —dijo Jack en un momento en que ambos tenían la boca llena—. ¿No era ese el caballero a quien el doctor Johnson atacó tanto?

—No, señor —prosiguió Macdonald, tragando más rápidamente que Stephen—. El doctor Johnson era un hombre de cierta respetabilidad, sin duda, pero no tenía absolutamente ninguna relación con los Johnston de Ballintuber; sin embargo, por alguna razón estaba algo predispuesto en contra de Escocia. No distinguía lo sublime, por eso no apreciaba a Ossian.

—Nunca he leído a Ossian —dijo Jack— ni entiendo mucho de poesía. No obstante, recuerdo que lady Keith dijo que ese doctor Johnson había hecho algunas objeciones serias y convincentes.

—¿Dónde están sus manuscritos?

—¿Esperaba usted que un caballero de la región de Highland enseñara sus manuscritos por coacción? —le dijo Macdonald a Stephen, y también a Jack—. El doctor Johnson, señor, hacía afirmaciones sumamente inexactas. Fingió no ver árboles en su viaje por el reino; pues bien, he pasado por los mismos caminos que él muchas veces y he visto algunos árboles a cien yardas de ellos, diez o incluso más. No le considero una autoridad en ninguna materia. Apelo a su buen juicio, señor, ¿qué diría de un hombre que define la escota de la mayor como la vela más grande de un barco o el seno de un cabo como su circunferencia y dice que amarrar es ayustar? Y todo eso en un libro que pretende ser un diccionario de nuestra lengua. ¡Bah!

—¿De verdad dijo eso? —preguntó Jack—. Nunca volveré a tener de él la misma opinión que hasta ahora. No dudo que su Ossian fuera un tipo muy honesto.

—Lo dijo, señor, le doy mi palabra —afirmó Macdonald, poniendo la palma de la mano derecha sobre la mesa—. Y, sin duda,
falsum in uno, falsum in omnibus.

—Claro que sí —dijo Jack, tan familiarizado con la palabreja
omnibus
como cualquier otro de los presentes—.
Falsum in omnibus.
¿Qué tienes que decir a
omnibus,
Stephen?

—Le concedo la victoria —dijo Stephen sonriente—.
Omnibus
me ha derrotado.

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