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Authors: Patrick O'BRIAN

Tags: #Narrativa Historica

Capitán de navío (42 page)

CAPÍTULO 9

El
Polychrest
dejó el convoy en los 38° 30' N, 11° W, con viento del suroeste y el cabo de Roca al S87E, a 47 leguas. Disparó un cañonazo, intercambió mensajes con los mercantes y viró en redondo trabajosamente hasta que tuvo el viento por la aleta de babor y la proa en dirección norte.

Los mensajes fueron corteses, pero breves; unos a otros se desearon un feliz viaje y se separaron. No fueron largos ni ambiguos como los que lanzaban muchos convoyes agradecidos, con las banderas ondeando largo tiempo, hasta que la convexidad de la esfera terrestre impedía verlas. Y aunque el día anterior había sido bueno y tranquilo, con poco oleaje y vientos cálidos variables del oeste y del sur, los capitanes mercantes no habían invitado a los oficiales del Rey a cenar. Aquel no era un convoy agradecido, y verdaderamente no tenía nada que agradecer. El
Polychrest
había retrasado su partida, por lo que desaprovecharon la marea adecuada y el mejor momento de un viento favorable; y les había retrasado a lo largo de todo el recorrido, no sólo por su lentitud, sino por su incorregible abatimiento a sotavento, que les obligaba a arribar constantemente para seguirlo, a pesar de que todos eran barcos que navegaban mejor de bolina. Una noche, cuando estaban facheando frente al cabo Lizard había chocado contra el
Trade's Increase
y le había arrancado el bauprés; y cuando les había azotado un fuerte viento del suroeste en el golfo de Vizcaya, se le había caído el palo de mesana, que a su vez había derribado el mastelero mayor, y se había visto obligado a detenerse mientras se ponía un aparejo provisional. No había aparecido nada que amenazara su seguridad, ni siquiera un lugre en el horizonte, y el
Polychrest
no había tenido ocasión de protegerlos ni de demostrar su capacidad de ataque. El convoy se apartó de él con hastío, y prosiguió el viaje a su propio ritmo, mucho más ágil, desplegando juanetes y sobrejuanetes por fin.

Pero en el
Polychrest
tenían poco tiempo para contemplar cómo desaparecía el convoy, porque era jueves, el día de pasar revista a la tripulación. Apenas el barco había tomado su nuevo rumbo, sonaron cinco campanadas en la guardia de mañana y comenzó el redoble del tambor. Los tripulantes corrieron a popa y se agruparon detrás del palo mayor, en el costado de babor; llevaban ya algún tiempo a bordo y, por tanto, habían pasado revista muchas veces. Sin embargo, algunos eran tan tontos que todavía sus compañeros tenían que empujarles hasta allí, aunque para entonces todos estaban decentemente vestidos con camisas azules y pantalones blancos, ninguno tenía la palidez cadavérica de la cárcel ni se mareaba, y la mayoría había adquirido un aspecto saludable gracias a la limpieza obligatoria, el aire del mar y el sol. En esto último, posiblemente había influido también la comida, por lo menos tan buena como la que muchos solían comer, y más abundante.

La primera parte de la lista alfabética incluía casualmente la mayoría de los marineros del
Polychrest.
Había algunos tipos extraños entre ellos, como el desdentado Bolton, pero en su mayoría eran los típicos marineros de rostro curtido, largos brazos, piernas arqueadas y coleta. Al oír su nombre respondían: «Aquí, señor», llevándose la mano a la frente, y luego pasaban alegremente frente al capitán y se situaban junto al pasamanos de estribor. Con su presencia, esa parte del barco tenía un aspecto parecido al de la
Sophie,
un barco eficiente y feliz, si alguna vez había existido uno, en el que incluso los marineros del combés sabían aferrar, arrizar y llevar el timón… ¡y qué afortunado había sido con su primer oficial! ¡Pero, por Dios santo, qué pocos marineros había ahora! Entre todos los nombrados a partir de la letra G no había más de dos; eran en su mayoría tipos escuálidos y débiles, apenas más corpulentos que los grumetes, huraños o aprensivos, o ambas cosas, que ni siquiera sonreían al ser nombrados y pasar al otro lado. Se habían dado demasiados azotes, demasiados golpes; pero, ¿qué otra cosa se podía hacer en una situación crítica? Oldfield, Parsons, Pond, Quayle… pobres desgraciados; a este último, por su tendencia a ser delator, le habían quitado el rancho ya dos veces. Y no eran los peores.

Ochenta y siete hombres, contando marineros y grumetes, no más, porque aún le faltaban treinta y tres para completar su dotación. Quizás treinta conocían su trabajo, y algunos estaban aprendiendo; en verdad, la mayoría había aprendido un poco, y ya no se veían las escenas de los primeros días, provocadas por una total incompetencia, que habían sido una pesadilla. Ahora Jack conocía los rostros de todos ellos. Algunos habían mejorado tanto que eran casi irreconocibles, otros se habían deteriorado a causa del excesivo y desacostumbrado esfuerzo; sus mentes embotadas no estaban habituadas al proceso de aprendizaje y, no obstante, debían aprender una difícil profesión a toda prisa. Tres categorías podían distinguirse: una superior, integrada por la cuarta parte de los tripulantes, marineros muy perspicaces y hábiles; una media, formada por la mitad de ellos, marineros de características poco definidas que podrían subir o bajar de categoría dependiendo del ambiente del barco y del modo en que fueran encauzados; y una inferior, constituida por otra cuarta parte, en la que se encontraban algunos tipos difíciles, violentos, estúpidos e incluso verdaderamente malvados. Cuando nombraron a los tres últimos, a Jack se le cayó el alma a los pies; Wright, Wilson y Young eran los peores. Había hombres como ellos a bordo de la mayoría de los navíos de guerra en periodos de una feroz leva, y podía haber un cierto número en la tripulación fija de un barco sin que resultara muy perjudicial; pero el
Polychrest
no tenía una tripulación fija, y además, la proporción de ese tipo de hombres era demasiado alta.

El escribiente cerró el rol y el primer oficial informó de que la operación de pasar revista había concluido. Jack, antes de mandar a los tripulantes a su trabajo, les lanzó una última mirada, una mirada llena de preocupación, pues con ellos tendría que hacer el abordaje de un navío de guerra francés el día de mañana. ¿Cuántos le seguirían?

Pensó: «Bueno, bueno, cada cosa a su tiempo», y se sintió aliviado. Entonces dedicó su atención a un problema inmediato, la colocación de la nueva jarcia del
Polychrest.
Sería algo bastante complicado, sin duda, pues su casco era muy raro y resultaba difícil el cálculo de las fuerzas que actuaban sobre él; sin embargo, comparándolo con la tarea de convertir en tripulantes de un navío de guerra a los tipos lerdos y miserables que figuraban entre la G y la Y, sería como coser y cantar. Y en esta tarea le secundarían buenos oficiales: el señor Gray, el carpintero, que conocía a la perfección su oficio, el contramaestre, que aunque usaba la vara a su albedrío era activo, dispuesto y competente en materia de aparejos, y el segundo oficial, con habilidad para conocer la forma de ser de un barco. En teoría, las normas del Almirantazgo no le permitían a Jack mover ni siquiera los brandales; pero en el golfo de Vizcaya ya se habían movido, y mucho más de lo que él lo hubiera hecho. Ahora tenía el campo libre y un largo día por delante, con un tiempo excelente, y quería aprovecharlo al máximo.

Por pura formalidad invitó a Parker a reunirse con ellos para tratar el asunto, aunque al primer oficial le preocupaban más la pintura y las láminas de oro que conseguir que el barco navegara más rápidamente. Pero Parker parecía no entender lo que se proponían, y enseguida todos hicieron caso omiso de su presencia, a pesar de escuchar cortésmente su petición de una araña más grande para extender un enorme toldo pues «en el
Andrómeda,
el príncipe Guillermo solía decir que el toldo le daba al alcázar aspecto de sala de baile». Mientras hablaba de las dimensiones de la resistente telera donde estaba suspendido aquel toldo y del número de paños que tenía, Jack le miraba con curiosidad. Aunque era un hombre que había luchado en la batalla de los Santos y había tomado parte en la gran acción de guerra de Howe, consideraba más importante embrear las vergas que navegar contra el viento formando con su dirección un ángulo de medio grado menos. Jack pensó: «Le he repetido que era inútil mandar a los hombres apresuradamente de un mástil a otro a rizar las gavias sin que antes supieran al menos cómo colocarse en la arboladura, pero ha sido en balde». Y en voz alta dijo:

—Muy bien, señores, hagámoslo así. No hay ni un minuto que perder. No podríamos pedir un tiempo mejor, pero no sabemos cuánto durará.

El
Polychrest,
recién salido del astillero, tenía una razonable cantidad de materiales necesarios para el contramaestre y el carpintero, pero en cualquier caso, Jack tenía la intención de reducir esa cantidad en vez de aumentarla. Puesto que era inestable y tenía los mástiles demasiado grandes, un soplo de viento podía abatirlo; y debido al objetivo con que había sido construido, el palo trinquete estaba plantado demasiado atrás, por lo que tendía a orzar incluso con la mesana aferrada y, además, a hacer muchos otros movimientos desagradables. A pesar de sus vehementes deseos, para plantar el mástil en un sitio diferente Jack necesitaba un permiso oficial y la cooperación de un astillero, aunque podía mejorar su posición inclinándolo hacia delante y usando un nuevo conjunto de estayes, velas de estay y foques. Y podía conseguir que el barco fuera menos inestable reduciendo los masteleros, arriando las sobrejuanetes y colocando mayores triangulares, que al no ejercer mucha presión no lo harían hundirse tanto en el agua y aligerarían la superestructura.

Le gustaba este tipo de trabajo, y lo conocía bien; ya no estaba agobiado por la prisa y se paseaba por cubierta observando cómo su plan tomaba forma, pasando de un grupo a otro mientras los hombres preparaban palos, aparejos y velas. El carpintero y sus ayudantes estaban trabajando con sus sierras y azuelas en el combés, dejando montones de astillas y serrín entre los cañones sagrados, cañones que permanecían inactivos desde que Jack había izado su gallardete. El velero y sus dos brigadas ocupaban el castillo y la mayor parte del alcázar, y habían extendido lona por todas partes. El contramaestre comprobaba la lista de adujas de cabos y poleas, colocándolas en el orden correcto; iba y venía a su pañol, todo sudoroso, y no tenía tiempo de pegarle a los marineros, ni siquiera de insultarles, aunque continuaba haciéndolo con el pensamiento de forma involuntaria, maquinal.

Trabajaban sin parar, y mejor de lo que él esperaba. Los tres sastres reclutados en la leva estaban muy a gusto sentados en el suelo con las piernas cruzadas, usando la aguja y el rempujo con la inusitada velocidad con que los explotadores les habían obligado a hacerlo en los talleres; un desempleado de Birmingham, cuya ocupación era hacer clavos, tenía gran habilidad para fabricar anillas de hierro en la forja del armero, y diciendo «una vuelta y que sea redonda», giraba las tenacillas, daba tres expertos golpecitos con el martillo, y la incandescente anilla, con un murmullo, caía en el cubo.

Ocho campanadas en la guardia de tarde; el sol caía sobre la atareada cubierta.

—¿Puedo dar la voz de rancho, señor? —preguntó Pullings.

—No, señor Pullings —dijo Jack, observando la confusión que había en torno suyo—. Primero guindaremos el mastelero mayor. Si un navío francés apareciera ahora, creería que somos una chalana.

El palo trinquete ya estaba dotado de una gran cantidad de velamen, aunque llevaba poco desplegado por falta de estayes, y el palo de mesana provisional todavía tenía la pequeña y extraña vela latina que daba al barco la velocidad suficiente para maniobrar. Pero el enorme mastelero estaba sobre cubierta en posición perpendicular a los pasamanos, y esparcidos por ella estaban también los demás palos. Debido a eso y a las numerosas actividades que se realizaban allí, era imposible transitar por ella, imposible maniobrar con rapidez. No había espacio, aunque los botes iban a remolque y habían llevado abajo todo lo posible. El barco navegaba a unos tres nudos con el viento por la aleta, pero en una emergencia sería incapaz de reaccionar.

—¡Señor Malloch! ¿Está ya colocada la guindaleza en el cabrestante?

—Sí, señor.

—Entonces, que los marineros vayan al cabrestante. ¿Están preparados para recibir la orden allí delante?

—Preparados. Estamos preparados, señor.

—¡Silencio de proa a popa! ¡Tirar! ¡Tirar despacio!

El cabrestante giró. La guindaleza se puso tensa. Iba del cabrestante a una polea que estaba en la cubierta, después a otra en la punta del palo mayor, de allí a la punta del mastelero, luego bajaba hasta la base y atravesaba el agujero cuadrado donde se colocaba la cuña y de nuevo iba hasta la punta del mastelero, donde estaba atada. La unían al mastelero una serie de trozos de meollar, y a medida que se tensaba la punta de éste subía. El mastelero, una gran columna de madera de unos cuarenta pies con zunchos de hierro, estaba atravesado en el combés, con los extremos sobresaliendo considerablemente por ambos costados, y mientras la punta subía, Jack daba órdenes a la brigada del otro costado para que pasaran cuidadosamente la base por encima del pasamanos, teniendo en cuenta el balanceo del barco.

—¡Adelante! ¡Sujetar las barras! ¡Tirar! ¡Tirar con energía! ¡Adelante!

El mastelero fue inclinándose cada vez más hacia la vertical, hasta quedar del todo recto, suspendido sobre la cubierta y oscilando peligrosamente con el balanceo como un enorme péndulo, a pesar de que los hombres intentaban controlarlo. Tenía la punta en dirección a los baos de la cofa, a la polea en lo alto del palo mayor, y los gavieros lo guiaban a través de aquellos; siguió subiendo con cada giro del cabrestante y luego se detuvo, con la base a pocos pies de la cubierta, y pusieron el tamborete. Arriba de nuevo, y cuando llegó a la polea los hombres cortaron la meollar; otra pausa, y ajustaron el tamborete en la punta del palo mayor dándole golpes con una maza, un
pom—pom—pom
que retumbó en medio del silencio y la expectación del barco.

—Deben de estar ajustando el tamborete —dijo el paciente de Stephen, un joven gaviero, en la enfermería—. ¡Dios mío! ¡Cuánto me gustaría estar allí! Seguro que el capitán va a mojar el mastelero. Cuando uno baja aquí le parece que es noche cerrada.

—Irá allí enseguida —dijo Stephen—, pero ni hablar de mojar el mastelero, ni hablar de beber ese horrible grog, amigo mío, hasta que aprenda a evitar a las mujeres del cabo Portsmouth y los brulotes de Sally—Port. Nada de bebidas alcohólicas fuertes. Ni una gota hasta que se haya curado. Y aun entonces, le sentarán mucho mejor el chocolate poco espeso y las gachas.

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