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Authors: Patrick O'BRIAN

Tags: #Narrativa Historica

Capitán de navío (45 page)

—Señor Parker, ¿qué está haciendo?

—Estos trozos de pallete son para proteger mis láminas de oro, señor —dijo el primer oficial.

—No los arregle, señor Parker; están muy bien así. (Les daban realmente aspecto de mercante.) Todos los hombres a popa, por favor.

Estaban ante él en la penumbra, algunos muy contentos, algunos asombrados, muchos desanimados, ansiosos, sin dejar de mirar aquella oscura figura sobre las aguas.

—¡Compañeros de tripulación! —dijo en voz alta y clara, y les sonrió—. Ese de ahí es un barco corsario. Lo conozco bien. Tiene una larga fila de portas, pero sólo hay cañones de seis y ocho libras detrás de ellas, y los nuestros son de veinticuatro, aunque él no lo sabe. Ahora nos aproximaremos poco a poco… puede acribillarnos con sus pequeños cañones, pero eso no tiene importancia… y entonces, cuando estemos tan cerca que no podamos fallar, bueno, le lanzaremos una terrible andanada. Una andanada con todos los cañones apuntando al palo de mesana. Ni un cañonazo hasta que redoble el tambor, y entonces a luchar contra ellos como héroes. ¡Vamos a darles duro! Cinco minutos intensos y arriarán su bandera. Ahora todos a sus puestos, y recuerden, ni un cañonazo hasta que redoble el tambor, y entonces todos los disparos dirigidos al palo de mesana. ¡Luchar enérgicamente contra ellos y no malgastar ni un disparo!

Al volverse, vio a Stephen observándole desde la escotilla de la toldilla.

—¡Buenos días! ¡Buenos días! —dijo, sonriendo con gran alegría—. Ahí está nuestro viejo amigo el
Bellone,
justamente a sotavento.

—Sí, eso me dijo Pullings. ¿Tienes la intención de combatir con él?

—Tengo la intención de hundirlo, capturarlo, quemarlo o destruirlo —dijo Jack, y en su rostro se dibujó una sonrisa.

—Seguro que lo conseguirás. Acuérdate, por favor, del reloj que me quitaron. Un Bréguet de repetición, número 365, con un segundero en el centro. Y de los tres pares de calzoncillos; los reconocería en cualquier parte.

Ya estaba amaneciendo, al este se veía una luz dorada. El claro cielo estaba jaspeado de nubes blancas; los mercantes atagallaban para alcanzar el barco corsario.

—Señor Parker, tape las escotillas, por favor. Señor Macdonald, mande a sus mejores tiradores a las cofas en el último momento; tienen que arrasar el alcázar, sólo el alcázar.

Este era su sencillo plan: se aproximaría poco a poco, sin dejar que el barco corsario le adelantara, manteniéndose rigurosamente a barlovento y tratando de desconcertarlo lo más posible, y entonces le dispararía muy de cerca y así le ganaría por la mano. No se atrevía a intentar ninguna otra cosa más complicada —ni rápidas maniobras ni cruzar bajo la proa—, no con ese barco, no con esos hombres; ni tampoco se atrevía a esconder abajo a los marineros inexpertos que nunca habían visto un cañón furioso.

—Vire medio grado, señor Goodridge.

Sus rumbos eran ahora convergentes. ¿Cuánto le permitiría acercarse el
Bellone?
Cien yardas equivalían a un minuto menos de soportar su fuego de largo alcance. Más cerca, más cerca.

Si pudiera desarbolarlo, arrancarle el timón… el
Bellone
lo tenía justo detrás del palo de mesana… Ahora veía los pálidos rostros en el alcázar. Y sin embargo, los dos barcos continuaban avanzando, más y más, juntándose más y más. ¿Cuándo dispararía?

—Otro cuarto, señor Goodridge. Señor Rossall, ¿tiene usted la bandera de Papenburg?

Una bocanada de humo salió de la proa del
Bellone
y una bala pasó rebotando junto al costado del
Polychrest.
La bandera británica apareció a bordo del barco francés.

—¡Es inglés! —exclamó un hombre en el combés con alivio, el muy ingenuo.

Con una ráfaga de viento se escuchó apenas perceptiblemente una voz: «¡Reducir vela y virar, malditos cabrones!». Jack sonrió.

—Despacio, señor Rossall —dijo—. Finja que se equivoca. Súbala hasta la mitad, luego abajo y arriba de nuevo.

La bandera de Papenburg subió con dificultad por el palo de mesana y por fin apareció en la punta, ondeando en dirección al barco corsario.

—Esto le desconcertará —dijo Jack.

En ese momento de duda los dos barcos se aproximaron todavía más. Entonces hubo otro disparo, que alcanzó al
Polychrest
exactamente en la parte central: un ultimátum.

—¡Arriba la escota del velacho! —gritó Jack.

Podía permitirse dejar que el
Bellone
le apuntara más de cerca, y con su confusión podría ganar otro medio minuto.

Pero el
Bellone
ya estaba harto. La bandera británica descendió y la tricolor subió rápidamente; el costado de la fragata desapareció tras una nube de humo y, con gran estrépito, pesadas balas, en total un quintal de hierro, cruzaron sobre el mar hasta una distancia de quinientas yardas. Tres alcanzaron el casco del
Polychrest,
las restantes pasaron silbando por encima.

—¡Amarrar esa escota, los de proa! —gritó.

Y cuando la vela se hinchó dijo:

—Muy bien, señor Goodridge, ahora nos abordaremos con él a una distancia de tiro de pistola. Nuestra bandera, señor Rossall. Señor Pullings, quite la lona y tire los toneles por la borda.

Uno o dos extraños cañonazos del
Bellone,
por un espantoso momento Jack pensó que iba a dar una bordada, cruzar por popa y tratar de hacer un viraje para tomar ventaja, disparándole todo el tiempo desde cierta distancia.

—¡Dios mío, nos disparará una andanada! —murmuró.

Y la andanada llegó, con gran violencia y estrépito, pero fue desigual, sin la gran destreza del
Bellone.
Ahora el barco corsario confiaba en un desenlace rápido, inmediato. Sólo era necesario esperar a que el segundo oficial situara el
Polychrest
adecuadamente para el combate, manteniéndolo en la misma posición respecto al viento y al
Bellone
e impidiendo a éste adelantarles; era necesario resistir aquellos minutos en que sólo les separaba un estrecho espacio.

—¡Señor Macdonald, que suban los infantes de marina! —dijo—. Tamborileros, ¿están preparados?

Del otro lado del agua habían sacado y apuntado los cañones de nuevo, y cuando la boca del último estuvo fuera, Jack gritó:

—¡Al suelo! ¡Al suelo!

Fue una andanada combinada, en su mayor parte compuesta de metralla, que atravesó la parte inferior de la jarcia y la cubierta. Un gran estrépito por la caída de las poleas, cabos rotos… Macdonald estaba a su lado, temblando, agarrándose fuertemente el brazo con una mano. Un infeliz hombrecillo había corrido hasta la escotilla de proa e intentaba bajar por ella, y otros que estaban a gatas, con una expresión asustada, le miraban para comprobar si lo conseguía. El contramaestre le levantó, sujetándole con fuerza, y le empujó hasta su cañón. El humo se disipó, y Jack podía ver ahora las vigotas en los obenques del
Bellone.

—¡A los cañones! —gritó—. ¡Preparados! ¡Esperar el redoble! ¡Disparar todos al palo de mesana!

Los oficiales y los artilleros mayores apuntaron las carronadas hacia el
Bellone,
mirando por encima del cilindro con una expresión furiosa. Los enormes ojos del tamborilero estaban fijos en el rostro de Jack. Más cerca, aún más cerca… Puso atención al balanceo, sintió cómo el barco se elevaba lentamente hasta el punto máximo, y en el instante en que empezó a descender, hizo una inclinación de cabeza y gritó:

—¡Fuego!

El redoble del tambor fue sofocado por el estallido simultáneo de todos los cañones de estribor, formando una enorme nube de humo espeso, impenetrable. Jack lo apartaba agitando la mano como un abanico y se inclinaba hacia afuera por encima del pasamanos. Al disiparse el humo, alejándose por sotavento, pudo ver el horrible efecto: un gigantesco agujero en el costado del
Bellone,
la parte de cubierta cercana al palo de mesana destruida, el mástil dañado, tres portas arrancadas, cuerpos sobre el alcázar.

Un enérgico y furioso viva se oyó en el
Polychrest.

—¡Otro, otro! —dijo—. ¡Otro y arriará la bandera! Pero todavía su bandera ondeaba, su timón estaba intacto; y desde el alcázar, el capitán Dumanoir saludó a Jack con el sombrero, mientras daba órdenes a sus hombres. Jack vio con horror que el maldito abatimiento del
Polychrest
le estaba acercando a la borda del barco corsario. Todos los franceses, menos los artilleros, se aglomeraban en la proa; eran unos doscientos.

—¡Orzar, Goodridge…!

Sus palabras fueron ahogadas por dos andanadas, una del
Bellone
y otra del
Polychrest,
disparadas casi a toca penoles.

—¡Todos a repeler el abordaje! ¡Picas, picas, picas! —gritó, desenvainando su sable.

Corrió hacia el castillo, el lugar más probable para el ataque, saltando por encima de un cañón desmontado y dos cadáveres, y llegó allí antes de que el humo se hubiera disipado del todo. Rodeado de veinte o treinta hombres, permaneció en espera del terrible estrépito del choque entre los dos barcos. Entre el humo se oían fuertes gritos… órdenes en francés… vivas; y entonces se oyó en la popa un espantoso y ensordecedor estruendo. Ahora el aire era límpido y la luz brillante. El
Bellone
se apartaba, se desviaba de la dirección del viento y viraba; el espacio entre ellos era ya de veinte yardas. Pero no podía mantenerse contra el viento; el palo de mesana, que se había soltado, estaba ahora inclinado hacia la aleta de estribor, colgando por los obenques, y el balanceo de la punta lo hacía actuar como un enorme timón.

—¡A los cañones! —gritó.

El
Bellone
estaba volviendo la popa hacia ellos; una potente andanada podría destruirlo ahora.

—¡Le hemos derrotado! ¡Le hemos derrotado! —gritó un tonto.

Y en ese momento se hizo patente la falta de adiestramiento. Las desorganizadas brigadas de artilleros empezaron a correr de un lado a otro, dejando tubos de mechas, balas, cartuchos, lampazos y baquetas por todas partes; algunos daban vivas, otros se comportaban como imbéciles, haciendo cabriolas entre los cañones. Aquello parecía Bedlam.

—¡Pullings, Babbington, haced que disparen esos cañones! ¡Rápido! ¡Malditos sean todos! ¡Timón a barlovento, Goodridge! ¡Vamos a arribar!

Derribó a un estúpido tejedor que estaba saltando de alegría, agarró a dos hombres, hizo chocar sus cabezas una contra otra y les obligó a volver junto a sus cañones; giró una carronada y sacó otra que disparó contra la desprotegida popa del
Bellone.
Luego regresó al alcázar corriendo y gritó:

—¡Arribar, Goodridge, arribar, he dicho!

Y ahora el maldito
Polychrest
no respondía al timón. Casi no le había quedado ninguna escota en las velas de proa después de la última andanada, y volvía a ofrecer resistencia como antes. Se había virado el timón con precisión, pero el barco no se abatía a sotavento; y aquellos preciosos minutos se escapaban.

Malloch y sus ayudantes estaban atareados con las escotas, haciendo nudos con furia. Alguna que otra carronada disparaba, y una bala de veinticuatro libras golpeó la sonda del
Bellone,
que estaba en el codaste. Pero el barco corsario había orientado las vergas para navegar a favor del viento; y ahora estaba justamente con el viento en popa, separándose a cien yardas por minuto. Antes de que las escotas de proa estuvieran cazadas, para que el
Polychrest
pudiera abatirse a sotavento y perseguir al
Bellone,
ya había entre ellos un cuarto de milla de distancia y el
Bellone
respondía a los disparos con su cañón de popa.

—Señor Parker, lleve dos cañones a proa —dijo Jack.

El
Polychrest
estaba ganando velocidad, mientras el
Bellone,
afectado por la caída de su mástil, daba extrañas guiñadas. La distancia disminuía.

—Señor Parslow, alcánceme una lente. (Su telescopio estaba destrozado junto al cabillero.)

—¿Una lente? ¿Qué lente, señor? —dijo, mirándole aturdido, y con una expresión ansiosa y preocupada en su pálido rostro.

—Cualquier lente… un telescopio, muchacho —dijo en tono amable—. De la sala de oficiales. Date prisa.

Miró a un lado y a otro del barco. Las mayores triangulares estaban agujereadas como cedazos, dos trinquetillas caían fláccidas, el velacho estaba hecho jirones y media docena de obenques se habían roto; sin embargo, los foques y la vela de mesana tiraban bien. Había bastante orden en cubierta. Dos carronadas se habían desmontado, pero a una la estaban montando de nuevo y poniéndole otra retranca; las restantes habían sido preparadas, tenían las bocas fuera, y en sus brigadas estaban todos los miembros, con una expresión animada y decidida. Había un enorme montón de coyes en el combés, derribados por la última andanada del
Bellone.
Rodeando el montón había heridos, y les estaban llevando abajo.

—El telescopio, señor.

—Gracias, señor Parslow. Dígale al señor Rolfe que las carronadas de proa deben disparar en cuanto saquen las bocas fuera.

A bordo del
Bellone
estaban cortando con hachas los obenques del palo de mesana en el lado de estribor. Los dos últimos se rompieron; el oscilante mástil quedó desprendido, la fragata dio un tirón hacia delante, apartándose considerablemente, y luego continuó alejándose de ellos. Pero cuando Jack miró por el telescopio, vio cómo el mastelero mayor daba bandazos y más bandazos, hasta que en una gran elevación de las olas, cayó pesadamente por la borda.

Dieron un viva en el
Polychrest
¡Se estaban acercando! ¡Se estaban acercando! La carronada de proa disparó, y aunque la bala no alcanzó al
Bellone,
casi logró llegar hasta él en el rebote. Otro viva. Jack pensó: «Veremos si os reís cuando orce y nos lance una descarga». Los dos barcos se encontraban a unas quinientas yardas de distancia, ambos con el viento en popa, y el
Polychrest
por la aleta de babor del
Bellone.
El barco corsario sólo tenía que virar el timón a sotavento para que su batería quedara frente al
Polychrest
y pudiera dispararle de la roda a la popa. No podría ponerse totalmente contra el viento sin velas de popa, pero podía colocarse con el viento de través, y aun menos que eso sería suficiente.

Sin embargo, no lo hizo. Aunque el
Bellone
no tenía el mastelero, seguía navegando a favor del viento. Y enfocando el telescopio hacia su popa, Jack comprendió por qué: no tenía timón para virar a sotavento. El último disparo afortunado lo había derribado. No podía virar. Sólo podía seguir navegando con el viento en popa.

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