—Bueno, ya lo tenemos —dijo Jack—. Se trata de Ajax. Muchas gracias, doctor. Se retira la acusación de robo. Pero no debe ir por ahí golpeando a la gente, Rogers. ¿Alguien tiene algo que decir en su favor?
El segundo oficial dio un paso al frente y dijo que Rogers estaba en su división, que era cumplidor de sus obligaciones, de buen carácter, aunque propenso a montar en cólera, y generalmente estaba sobrio. Jack le dijo a Rogers que no debía montar en cólera, que la cólera era algo muy malo y si le daba rienda suelta con toda seguridad le llevaría a la horca. Tenía que controlar su temperamento; se quedaría sin
grog
durante la siguiente semana. Se confiscaba la cabeza temporalmente para examinarla más a fondo. De hecho, ya se la habían llevado a la cabina, ante la mirada atónita de Rogers.
—Sin duda, se le devolverá dentro de un tiempo —dijo Jack, con más convicción de la que sentía.
Los otros marineros que habían cometido faltas, todos ellos acusados simplemente de embriaguez, recibieron el mismo castigo. Se quitó el enjaretado, y el látigo, todavía dentro de su bolsa, volvió a guardarse; poco después se dio la voz de rancho. Jack invitó a cenar con él al primer oficial, al oficial y al guardiamarina de la guardia y al capellán, y luego reanudó su paseo.
Sus pensamientos giraban en torno a la artillería. Había barcos, y eran muchos, que casi nunca hacían prácticas con los cañones, casi nunca disparaban, excepto durante una batalla o para saludar, y si ese era el caso de la
Lively,
él cambiaría las cosas. Incluso en la lucha cuerpo a cuerpo era mejor golpear donde más daño hacía; y en el tipo de combate que habitualmente entablaba una fragata, la precisión y la rapidez lo eran todo. Sin embargo, ésta no era la
Sophie,
no tenía sus pequeños cañones: una sola andanada de la
Lively
quemaría más de un quintal de pólvora; algo a tener en cuenta. Su querida
Sophie,
¡cómo disparaba…!
Identificó la música que escuchaba machaconamente en su cabeza. Era la obra de Hummel que él y Stephen tantas veces habían tocado en Melbury Lodge, el adagio. Y casi de inmediato acudió a su mente, clarísima, la imagen de Sophia, de pie junto al piano, alta y esbelta, con aire turbado y la cabeza inclinada.
Dio un giro repentino e intentó con todas sus fuerzas concentrarse en la cuestión que debía estudiar. Pero fue en vano; la música enmarañaba los cálculos de la pólvora y las balas. Cada vez se sentía más intranquilo y descontento, y juntando las manos con una estrepitosa palmada, dijo para sí: «Hojearé el diario de navegación para ver qué prácticas han hecho… le diré a Killick que descorche el burdeos… por lo menos no se olvidó de traer
eso».
Bajó a la cabina de proa, pero percibió el olor de los guardiamarinas que estaban en ella y se dirigió a la cabina de popa. Al llegar allí se encontró rodeado de una oscuridad absoluta.
—Cierra la puerta —dijo Stephen, y pasó por su lado corriendo para cerrarla.
—¿Qué ocurre? —preguntó Jack, cuya mente se había metido de lleno en la vida naval y se había olvidado de las abejas, lo mismo que se habría olvidado de la más vivida pesadilla.
—Su adaptación es notable; de todos los insectos que viven en sociedad, tal vez sean los que se adaptan más fácilmente —dijo Stephen desde la otra punta de la cabina—. Las encontramos desde Noruega hasta los desiertos abrasadores del Sahara; pero aún no se han acostumbrado del todo a su entorno.
—¡Oh, Dios mío! —dijo Jack, buscando el pomo de la puerta a tientas—. ¿Están todas fuera?
—No todas —dijo Stephen—. Y como me he enterado por Killick de que esperas invitados, pensé que quizás preferirías que estuvieran lejos. Hay muchos prejuicios, producto de la ignorancia, en contra de que las abejas estén en el comedor.
Algo iba reptando por el cuello de Jack. La puerta había desaparecido. Empezó a sudar copiosamente.
—Así que se me ocurrió la idea de crear una noche artificial —prosiguió—, que es cuando retornan al panal, según el ciclo natural. También encendí tres fuegos para provocar humo, pero no dieron el resultado deseado. Es posible que haya demasiada oscuridad. Probemos con la penumbra; oscuridad, sí, pero no demasiada.
Levantó una esquina de la lona y un rayo de sol permitió ver un número incalculable de abejas en todas las superficies verticales y en la mayoría de las horizontales; abejas revoloteando por todos lados, yendo de una punta a otra sin un fin preciso; y unas cincuenta más o menos, posadas sobre su chaqueta y sus calzones.
—Así —dijo Stephen—, así está mucho mejor, ¿verdad? Trata de que se te suban al dedo, Jack, y devuélvelas al panal. Despacio, despacio, y no se te ocurra dar la más mínima muestra de temor, ni pensar en ello siquiera; el miedo es fatal, supongo que ya lo sabes.
Jack encontró el pomo de la puerta, la abrió un ápice y se escurrió de allí rápidamente.
—¡Killick! —gritó, sacudiéndose la ropa.
—¿Señor?
—Ve a ayudar al doctor. Échale una mano, ahora mismo.
—No me atrevo —dijo Killick.
—No irás a decirme que tú, un marinero de un navío de guerra, tiene miedo.
—Pues así es, señor —contestó Killick.
—Bien. Limpia la cabina de proa y pon la mesa allí. Y descorcha media docena de botellas de burdeos.
Entró en su cabina y se quitó el cuello postizo, pues algo se arrastraba por debajo de éste.
—¿Qué hay para cenar? —preguntó.
—Venado, señor. Encontré una pierna estupenda en Chators, como el que las señoras nos enviaron desde Mapes.
—Caballeros —dijo Jack cuando sonó la última de las seis campanadas en la guardia de tarde y llegaron los invitados—. Les doy la más cordial bienvenida. Me temo que tendremos que estar un poco apretados, pero en estos momentos mi amigo está realizando un experimento filosófico en la cabina de popa. Killick, dígale al doctor que esperamos verle cuando haya terminado.
Entonces, cerrando el puño sin que pudieran verle y haciéndole una señal con la cabeza al despensero, murmuró:
—¡Vamos! ¡Vamos, deprisa! Puedes hablar a través de la puerta.
La cena fue muy bien. La
Lively
podía parecer espartana» por su aspecto y el mobiliario de la cabina, pero Jack había heredado un cocinero excelente, conocedor del apetito que despertaba la mar. Los invitados eran hombres bien educados, que se encontraban cómodos dentro de los estrictos límites de la etiqueta propia de la Armada; incluso el guardiamarina de la guardia, en silencio, sabía permanecer en silencio con elegancia. Pero la idea de la diferencia de rango, de la deferencia hacia el capitán, estaba muy arraigada, y como parecía evidente que la mente de Stephen se hallaba muy lejos, Jack se alegró de que el capellán fuera un hombre animado y conversador, que sabía poco de la ceremonia que acompañaba la cena en la cabina. El señor Lydgate, el pastor del rebaño, el médico de almas, era primo del Capitán Hamond y había emprendido este viaje por motivos de salud; había abandonado su antigua forma de vida no para seguir una nueva carrera, sino para cambiar de aires y de paisaje por un tiempo. Le habían recomendado especialmente el aire de Lisboa y Madeira; y el de las Bermudas aún más; y éste, según tenía entendido, era el destino de la fragata.
—Puede ser —dijo Jack—. Así lo espero. Pero dados los cambios que se producen en la guerra, no hay seguridad en estas cosas. Conozco algunos casos de capitanes que habían aprovisionado su barco para ir al cabo de Buena Esperanza y en el último minuto recibieron la orden de ir al Báltico. Todo por el bien de la Armada. (Su tono era ahora solemne.)
Entonces, dándose cuenta de que una observación de este tipo podría resultar desalentadora, dijo:
—Señor Dashwood, el vino está ahí a su lado, por el bien de la Armada debe circular. Señor Simmons, le ruego que me hable de la mona que tanto me sorprendió esta mañana. La mona viva.
—¿Cassandra, señor? Es una de los seis ejemplares que subieron a bordo en Tungoo; el cirujano dice que es un gibón de Tenasserim. Todos los marineros la quieren mucho, pero creemos que está enferma. Le pusimos una chaqueta de franela para protegerla de los fuertes vientos del Canal, pero no hay forma de que la lleve ni tampoco de que coma comida inglesa.
—¿Has oído eso, Stephen? —dijo Jack—. Hay una mona a bordo que no se encuentra bien.
—Lo sé, lo sé —dijo Stephen volviendo al presente—. Tuve el placer de conocerla esta mañana cuando paseaba de la mano de ese cadete tan joven; era imposible saber quién servía de apoyo a quién. Es una hermosa criatura, a pesar de su deplorable estado. Me gustaría mucho hacerle la disección. El conde de Buffon sugiere que bajo las callosidades que se encuentran en las nalgas de este hilóbates podría haber glándulas olfativas, pero no llega a afirmarlo.
Se hizo un embarazoso silencio, y después de una breve pausa, Jack dijo:
—Me parece, querido amigo, que si curaras a Cassandra en vez de tratar de demostrar que el conde de Buffon tiene razón, es decir, si miraras por su bien en vez de hacer quedar bien a un francés, la tripulación te estaría infinitamente más agradecida.
—Sin embargo, es la tripulación la que la está matando. Esta mona es una alcohólica empedernida; y aunque conozco poco a los marineros, sé que nada en el mundo impediría que dieran ron a todos los seres que aman. Aquella foca fraile, por ejemplo, se ahogó en el Mediterráneo completamente embriagada y con una invariable sonrisa en la cara; y cuando la pescamos y le hicimos la disección descubrimos que tenía los pulmones y el hígado destrozados, de forma muy parecida a los del señor Blanckley, a quien tuve el placer de abrir en Mahón, un tripulante de una bombarda destruida, un ayudante del segundo oficial de sesenta y tres años a quien nunca le habían dado un ascenso, un caballero que no había estado sobrio en treinta y cinco años. Encontré a esta mona poco después de que se repartiera el
grog,
se había tirado desde lo alto de la jarcia al oír los primeros acordes de
Nancy Dawson
y estaba completamente borracha. Tenía conciencia del estado en que se encontraba y, tratando de ocultarlo, me tendió su negra mano con aire avergonzado. A propósito, ¿quién es ese jovencísimo cadete?
Le dijeron que era Josiah Randall, el hijo del segundo oficial. Éste, al regresar a su hogar, se había encontrado con que su mujer había muerto y su hijo había quedado desamparado, pues no tenía ningún familiar cercano.
—Así que lo trajo a bordo —dijo el señor Dashwood— y el capitán lo nombró ayudante del contramaestre.
—¡Qué horrible desgracia! —dijo Jack—. Espero que participemos pronto en alguna batalla; no hay nada como eso para cambiar el estado de ánimo de un hombre. Contra una fragata francesa, o una española, si las encontramos; no hay nada como una fragata española para luchar furiosamente.
—Supongo que habrá usted tomado parte en muchas batallas, señor —dijo el pastor, indicando el vendaje de Jack con la cabeza.
—No en muchas más que la mayoría, señor —dijo Jack—. Otros oficiales han sido bastante más afortunados.
—Dígame, por favor, ¿cuál sería, en su opinión, un número de batallas razonable? —preguntó el pastor—. Al incorporarme a este barco me sorprendió descubrir que ninguno de los caballeros podía decirme cómo era una batalla encarnizada.
—Es algo que depende de la suerte o, mejor dicho, de la Providencia —dijo Jack, inclinando hacia abajo la cabeza—. Depende de adonde uno ha sido destinado y de otros factores. En cualquier caso —hizo una pausa, pues no quería dejar escapar una frase graciosa que se le estaba ocurriendo—, en cualquier caso, dos no riñen si uno no quiere, y si los franceses no salen, pues, es muy difícil entablar combate contra uno mismo. En realidad, hay tal cantidad de trabajos rutinarios, como hacer bloqueos, escoltar, transportar tropas, ya sabe, que probablemente la mitad de los tenientes de la Armada no han participado nunca en una acción de guerra, considerando como tal el enfrentamiento con un barco de potencia similar o una flota. Tal vez más de la mitad.
—Ese es mi caso; nunca he participado en ninguna —dijo Dashwood.
—Yo
vi
una batalla a bordo del
Culloden
en 1797 —dijo Simmons—. Era una gran batalla, pero embarrancamos y no pudimos participar en ella. Casi se nos parte el corazón.
—Debe de haber sido una dura prueba —dijo Jack—. Recuerdo que halaban ustedes las espías como auténticos héroes.
—¿Estuvo en el Nilo, señor?
—Sí, sí. A bordo del
Leander.
Recuerdo que subí a cubierta en el momento en que el
Mutine
se colocaba frente la popa para intentar desembarrancarles.
—Así que participó usted en una gran batalla, capitán Aubrey. ¿Puede contarme cómo fue? ¿Puede decirme qué impresión le causó?— preguntó el capellán con gran interés.
—Bueno, señor, no creo que pueda decírselo, no mejor de lo que podría darle mi impresión, digamos, de una sinfonía o una cena espléndida. Hay mucho ruido, más ruido del que puede usted imaginar, y el tiempo no parece transcurrir del mismo modo, no sé si me entiende; y uno se cansa mucho. Y después hay que quitar los destrozos y poner todo en orden.
—¡Ah, eso es lo que deseaba saber! ¿Entonces, es muy grande el ruido?
—Es enorme. En el Nilo, por ejemplo, el
Orion
estalló cerca de nosotros y después de eso estuvimos hablando a voz en cuello durante diez días. Pero en San Vicente hubo mucho más ruido. En San Vicente mi puesto estaba en el lugar que llamamos «el matadero» —es decir, la parte de la batería que queda en el centro del barco, señor—, en medio de la hilera de dieciséis cañones de treinta y dos libras que hacían fuego con gran estruendo, y los cargábamos y los disparábamos lo más rápidamente posible, y se recalentaban y retrocedían violentamente con un enorme estrépito, y los volvíamos a sacar y a disparar; y justo sobre nuestras cabezas, en la cubierta superior, había otra hilera de cañones que no paraban de rugir. Además, se oye un ruido atronador cada vez que el barco es alcanzado por una bala del enemigo, y a veces el choque de los palos al caer, y los gritos de los heridos. Y todo esto entre tanto humo que apenas se puede ver ni respirar, y los hombres chillan como locos, y sudan, y beben agua en cuanto hay un segundo de pausa. En San Vicente luchamos por ambos costados, de modo que el ruido tenía el doble de intensidad. Es eso lo que uno recuerda, el ruido ensordecedor por todas partes y los fogonazos en la oscuridad. Y además, lo esencial para la artillería: rapidez, precisión y disciplina. Allí disparábamos una andanada cada dos minutos, mientras que ellos tardaban tres y medio o cuatro; eso es lo que lleva a la victoria.