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Authors: Patrick O'BRIAN

Tags: #Narrativa Historica

Capitán de navío (59 page)

—Y en esta fragata son muy especiales. ¿No te fijaste en los impecables uniformes cuando subiste a bordo? Están preparados para la inspección de un almirante, para que pase revista el Rey.

—No. La verdad es que no lo noté. Dime, amigo mío, ¿tu mente está turbada por algo?

—Stephen, ¿te quitarás esa cosa, por el amor de Dios?

—¿Mi traje de lana? Así que lo has notado, ¿eh? Se me había olvidado enseñártelo. ¿Has visto alguna vez algo tan absolutamente racional? Mira, puedo sacar del todo la cabeza, y lo mismo ocurre con los pies y las manos. Es caliente, cómodo, ligero y, sobre todo, sano. ¡No restringe ningún movimiento! París, que fue constructor de armazones, lo hizo siguiendo mi patrón, y ahora está tejiendo uno para ti.

—Stephen, me harías un enorme favor si te lo quitaras enseguida. Esta no suele ser mi forma de actuar, lo sé, pero simplemente tengo un mando provisional, no puedo permitir que se rían de mí.

—Pero con frecuencia me has dicho que en la mar no importa lo que uno lleve puesto. Tú mismo usas pantalones de nanquín, algo que yo nunca, nunca aprobaría. Y esto —se golpeaba el pecho con aire decepcionado— tiene combinadas las cualidades de un jersey de Guernesey y de los pantalones anchos y cómodos.

La
Lively
había continuado en servicio activo durante la paz; y puesto que su tripulación había permanecido junta muchos años y los oficiales habían cambiado pocas veces, tenían su propia forma de hacer las cosas. Todos los barcos eran, hasta cierto punto, reinos independientes, con costumbres distintas y ambientes distintos, sobre todo los que iban en misión a lugares lejanos o pasaban mucho tiempo alejados del almirante bajo cuyo mando se encontraban y del resto de la Armada. La
Lively
había estado en las Indias Orientales muchos años, y fue durante su regreso, poco después de reanudada la guerra, cuando le sonrió la suerte: un día encontró dos barcos franceses que hacían el comercio con las Indias, a la altura de Finisterre. Cuando repartieron el botín, el capitán Hamond no tuvo ninguna dificultad para seguir al mando de ella, ya que la mayoría de la tripulación se reincorporó, y pudo incluso permitirse el lujo de rechazar voluntarios. Jack se lo había encontrado una o dos veces —era un hombre tranquilo, meditabundo, sin sentido del humor ni imaginación, cuarentón, canoso prematuramente, dedicado a la hidrografía y los aspectos físicos de la navegación, algo viejo para ser capitán de fragata—, y como le había conocido en compañía de lord Cochrane, le parecía insípido comparado con el entusiasta noble. Su primera impresión de la
Lively
no varió cuando pasaron revista y llamaron a todos a sus puestos; era, sin duda, un barco muy competente, con una tripulación muy eficiente formada por excelentes marineros de navíos de guerra. Probablemente era un barco tranquilo y feliz, a juzgar por la conducta de los hombres y los incontables signos que podían apreciar unos ojos expertos y sagaces; feliz, pero tenso, pues había una gran distancia entre los oficiales y los marineros. Pero mientras él y Stephen estaban sentados en el comedor, esperando la cena, se preguntaba cómo había llegado a ser considerada fragata de primera clase. Por supuesto, no era por el aspecto, pues aunque todo a bordo, sin excepción, estaba como correspondía en un navío de guerra, nada era excepcional, salvo las enormes vergas y los cabos de cáñamo de Manila; las portas y el casco estaban pintados de color gris claro, con una franja ocre por encima de toda la fila; los treinta cañones eran de color chocolate y la única pieza de bronce era la campana, que brillaba como oro bruñido. Tampoco era por sus cualidades para la lucha, pues, aunque no por culpa suya, nunca se había enfrentado con ningún otro barco que tuviera armas equiparables a sus largos cañones de dieciocho libras. Quizás era por su notable preparación. Siempre, o casi siempre, estaba lista para la batalla; cuando el tambor llamaba a todos a sus puestos, casi podría entrar inmediatamente en combate, sólo faltaba quitar unos cuantos mamparos y un mobiliario mínimo; las dos cabras del alcázar bajaban solas por la escala, los gallineros desaparecían por una ingeniosa trampilla y los cañones que estaban en su propia cabina quedaban sueltos rápidamente, algo que nunca había presenciado con anterioridad en ninguna práctica. Tenía un aire espartano —eso por sí solo no era suficiente para explicar nada— pero no era producto de la pobreza, ya que la
Lively
tenía muchos recursos económicos; su capitán se había comprado recientemente un escaño en el Parlamento y la contribución que pedía a los padres de los guardiamarinas era una suma considerable; además, los oficiales ya tenían una fortuna personal antes de aquel golpe de suerte.

—Stephen —dijo—, ¿cómo están las abejas?

—Muy bien, gracias. Están muy activas, muy animadas. Sin embargo —dijo en tono vacilante—, me parece detectar cierta resistencia a volver al panal.

—¿Quieres decir que las dejaste salir? —gritó Jack—. ¿Quieres decir que hay sesenta mil abejas furiosas buscando sangre en la cabina?

—No, no. ¡Oh, no! No más de la mitad de esa cifra; tal vez incluso menos. Y si no las provocas, estoy convencido de que puedes pasearte de un lado a otro sin la más mínima preocupación; no son abejas díscolas. Seguro que por la mañana ya habrán regresado a su casa; vendré sigilosamente a la hora de la guardia de media a cerrar su puerta. Aunque quizás sería mejor que esta noche nos quedáramos sentados en esta habitación para que se acostumbren al entorno. Pero, después de todo, es comprensible que estén un poco agitadas al principio, no es algo reprochable.

Aunque Jack no era ninguna abeja, también estuvo agitado al principio, pero por motivos diferentes. Estaba claro para él que la
Lively
era una comunidad cerrada y autónoma, una entidad para la cual no era más que un extraño. También él había servido a las órdenes de capitanes suplentes y sabía que eran considerados intrusos y podían provocar resentimiento si cometían desmanes al ejercer su autoridad. Tenían un poder enorme, sin duda, pero también la suficiente inteligencia para no utilizarlo. Pero por otra parte, era posible que tuviera que participar en una batalla con este barco, y era suya la responsabilidad de que tuviera peor o mejor reputación; y aunque sólo iba a estar al mando temporalmente y no era su verdadero capitán, no iba a permitir el desorden. Debía actuar con precaución y a la vez con firmeza… sería un periodo difícil. Un primer oficial hostil podía ser el mismísimo demonio. Gracias a Dios, tenía un poco de dinero y podría agasajarles por el momento, aunque no podía permitirse dar comidas como Hamond, que tenía media docena de invitados a cenar cada día. Esperaba recibir pronto otro anticipo de su agente, pero por el momento no iba a comportarse como un indigente. Había una cita en latín que hacía referencia a la pobreza y el ridículo… era mejor dejarlo, no se le daba el latín. No debía hacer el ridículo; ningún capitán podía permitirse hacer el ridículo.

«Stephen, querido amigo», pensó, mirando desde su coy el compás soplón en el techo de la cabina, «¿qué te indujo a ponerte esa cosa horrible? Tienes una singular habilidad para ocultar tu talento bajo un pesado fardo, tan pesado que nadie puede adivinar lo que esconde.»

En la sala de oficiales se oían cosas muy distintas.

—No, caballeros —dijo el señor Floris, el cirujano—. Les aseguro que es un gran hombre. He leído y releído su libro, una exposición muy brillante, repleta de reflexiones agudas, una mina de claras expresiones. Cuando el médico jefe de la Armada vino a pasar inspección, me preguntó si lo había leído y me alegré de poder mostrarle mi ejemplar, con páginas marcadas y anotaciones y le dije que hacía que mis asistentes se aprendieran pasajes enteros de memoria. Les prometo que estoy deseando que me lo presenten. Deseo saber su opinión acerca del pobre Wallace.

Todos estaban impresionados en la sala de oficiales; sentían un profundo respeto por el saber y, si no hubiera sido por la observación poco afortunada sobre los barcos que hacían el comercio con las Indias, habrían estado dispuestos a aceptar el traje de lana como la extravagancia de un filósofo, podía llevarlo el mismísimo Diógenes.

—Sin embargo, si ha estado en la Armada —dijo el señor Simmons—, ¿qué debemos pensar de su observación acerca del barco mercante? La hizo con una mirada tan expresiva y suspicaz que podía interpretarse como una verdadera afrenta.

El señor Floris no encontró ninguna justificación y bajó la vista hacia el plato. El capellán tosió y dijo que quizás no debían juzgarle por las apariencias… quizás el caballero había tenido una confusión de ideas momentánea… quizás había querido decir que un barco que hacía el comercio con las Indias era un auténtico barco de lujo, lo cual era cierto, y que por estar tan bien equipado era preferible, por lo que a comodidad se refería, a una fragata de primera clase.

—Eso empeora las cosas —observó el tercero de a bordo, un joven ascético, tan alto y delgado que era difícil imaginarse dónde podría dormir estirado, como no fuera en el pañol de cabos.

—Bueno, por mi parte —dijo el infante de marina de más antigüedad, con cuyas provisiones se había servido la mesa—, voy a beber a su salud, deseándole felicidad eterna, con un vaso de este excelente vino de Margaux, tan saludable como el agua, diga lo que diga el pastor. Subir a bordo con aspecto de tejón, con un cuerno de narval en una mano y un paraguas verde en la otra, es un ejemplo de valor como nunca en mi vida había visto. Dios le bendiga.

Todos en la sala de oficiales le dieron su bendición, aunque, salvo el señor Floris, sin demasiada convicción. Luego se pusieron a hablar de la salud de Cassandra, el último de los gibones de la
Lively,
el último del numeroso grupo de fieras que habían traído de Java y las remotas islas de los mares del este. No hubo ningún comentario sobre el capitán suplente; se conocía su fama de extraordinario marino y hombre de acción, y también de libertino, y se sabía que era un protegido de lord Melville. El capitán Hamond, en cambio, apoyaba a lord Saint Vincent, había ido al Parlamento para votar por los amigos de lord Saint Vincent. Por su parte, lord Saint Vincent, que odiaba a Pitt y el gobierno, hacía todo lo posible para procesar a lord Melville por malversación de los fondos de los servicios secretos y conseguir expulsarlo del Almirantazgo. Todos los oficiales de la
Lively
simpatizaban con las ideas de su capitán; eran
Whigs
convencidos.

* * *

El desayuno fue decepcionante. El capitán Hamond siempre había tomado cacao, al principio para animar a la tripulación a hacer lo mismo y después porque le gustaba, mientras que Jack y Stephen no eran realmente seres humanos hasta después de haberse tomado una taza de café fuerte y caliente.

—Killick, —dijo Jack—, echa esta aguachirle por la borda y trae café inmediatamente.

—Perdone, señor —dijo Killick, muy alarmado—. He olvidado traer el café en grano y el cocinero no tiene.

—Entonces corre a pedírselo al despensero del contador, al cocinero de la sala de oficiales, ve a la enfermería, donde sea, y tráeme un poco, o dejarás de llamarte Preserved, te lo aseguro. Date prisa. ¡Maldito estúpido, mira que olvidarse del café! —le dijo a Stephen, muy indignado.

—Una breve espera hará que sea más apreciado cuando llegue —dijo Stephen, y para distraer a su amigo atrapó una abeja—. Ten la amabilidad de observar esta abeja.

Puso la abeja en el borde de un plato donde había mezclado cacao y azúcar; ésta, tras probar la mezcla, tomó una pequeña cantidad, y luego se elevó en el aire, se quedó unos momentos frente al plato agitando las alas y finalmente regresó al panal.

—Ahora —dijo Stephen, mirando el reloj— vas a presenciar un prodigio.

A los veinticinco segundos aparecieron dos abejas y, emitiendo fuertes zumbidos, revolotearon unos instantes y luego se posaron en el plato, sorbieron la mezcla y regresaron al panal. Transcurrido el mismo intervalo de tiempo, llegaron cuatro abejas, luego dieciséis, y después doscientas cincuenta y seis; pero al cabo de cuatro minutos, esta simple progresión se vio alterada por la presencia de abejas que ya habían venido con anterioridad, que conocían el camino y ya no tenían que memorizar dónde estaban el panal y la mezcla.

—¿Tienes ahora alguna duda de su capacidad para indicar un lugar? —gritó Stephen, al otro lado del enjambre—. ¿Cómo lo hacen? ¿Cuál es la señal? ¿Se orientan con una brújula? Jack, no molestes a esa abeja, te lo ruego; está reposando. Debería darte vergüenza.

—Lo siento, señor, pero no queda ni un grano de café en todo el barco. ¡Que Dios todopoderoso nos ayude! —dijo Killick.

—Stephen, voy a dar una vuelta —dijo Jack.

Se apartó de la mesa con cautela, muy despacio, y luego salió precipitadamente por la puerta con los hombros encogidos. Más tarde, mientras bebía un vaso de agua en la cabina de proa, pensó: «¡Y esto se considera una fragata de primera clase! Me cuesta creer que no haya ni un solo grano de café entre doscientos sesenta hombres».

El motivo por el cual era considerada una fragata de primera clase se hizo evidente dos horas más tarde, cuando el almirante del puerto hizo la señal
La Lively debe hacerse a la mar.

—De acuerdo —contestó Jack a quien le comunicó el mensaje—. Señor Simmons, vamos a desatracar, por favor.

Era un placer observar la maniobra de desatracar. Al grito de «¡todos a desatracar!», los hombres fueron volando más que corriendo a sus posiciones. No hubo carreras desordenadas por cubierta, los hombres no tropezaron entre sí con la prisa de evitar que les tocara el final del cabo; no hubo golpes, o al menos no los había visto, y apenas hubo ruido. Las barras del cabrestante estaban sujetas con pernos y tortores, y los infantes de marina y los marineros del alcázar las movían, mientras el pífano, con su agudo sonido, tocaba
Drops of Brandy
(Gotas de coñac) y un cable entraba y otro salía. Un guardiamarina del castillo informó que se había levado un ancla y el primer oficial se lo comunicó a Jack.

—Continúe señor Simmons.

Ahora la
Lively
estaba con una sola ancla y, mientras el cabrestante giraba de nuevo, la fragata fue deslizándose hasta quedar justamente sobre la superficie del mar.

—Zarpamos, señor —dijo el contramaestre.

—Zarpamos, señor —le dijo el primer oficial a Jack.

—Continúe, señor Simmons —dijo Jack—. Era el momento crucial: la tripulación tenía que atar las badernas nuevas (los cabos que unían al aparejo el grueso cable que levaba el ancla y se enrollaba en el cabrestante) para conseguir una sujeción más firme y al mismo tiempo largar las gavias para desenganchar el ancla del fondo. Incluso en los barcos mejor gobernados, había bastante confusión en esos momentos, y en este caso, con la corriente en dirección contraria a la del viento —una situación en la que era necesaria una sincronización al segundo—, Jack esperaba una rápida retahíla de órdenes o incluso una andanada.

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