—Bien, bien. Muy bien. Aquí tengo su carta oficial; veo que habla muy bien de sus oficiales, en particular de Pullings, Babbington y Goodridge, el segundo oficial. A propósito, espero que la herida del joven Babbington no sea demasiado grave. Su padre votó por nosotros en las dos últimas elecciones, en atención a la Armada.
—Fue alcanzado en el brazo por un bala de mosquete durante el abordaje, milord, pero se lo metió dentro de la chaqueta y siguió luchando con furia; y después, tan pronto como se lo vendaron, volvió a cubierta y se comportó extremadamente bien.
—¿Así que está muy satisfecho de todos los oficiales? ¿También del señor Parker?
—Más que satisfecho de todos, milord.
A lord Melville le pareció que trataba de evadirse.
—¿Está preparado para ejercer el mando? —dijo, mirando a Jack a los ojos.
—Sí, milord.
Sus ideas eran confusas, pero la lealtad y la camaradería prevalecieron sobre el sentido común, la responsabilidad, el amor a la verdad, el amor a la Armada y todas las demás consideraciones.
—Me alegra oírlo. El príncipe William lleva algún tiempo presionándonos, tratando de favorecer a su antiguo compañero de tripulación.
Tocó la campanilla y entró un funcionario con un sobre. Al verlo, el corazón de Jack empezó a latir aceleradamente y su escasa sangre corrió con rapidez por todo el cuerpo, aunque la cara se le puso muy pálida.
—Esta es una ocasión importante, capitán Aubrey: permítame que sea el primero en felicitarle por su ascenso. He hecho una excepción, y constará que es usted capitán de navío desde el 23 de mayo.
—Gracias, milord, muchas gracias—dijo Jack, enrojeciendo—. Es una enorme satisfacción para mí recibir el nombramiento de sus manos, que se ve acrecentada por la amabilidad con que me lo entrega. Le estoy profundamente agradecido, milord.
—Bueno, bueno, no tiene importancia —dijo lord Melville muy conmovido—. Siéntese, siéntese, capitán Aubrey. Su aspecto no es muy bueno. No sé cuáles son sus planes, pero por su estado me atrevería a decir que necesita algunos meses de permiso por enfermedad.
—¡Oh, no, milord, todo lo contrario! Mi debilidad era pasajera —de hecho, ya ha pasado—, y el doctor Maturin asegura que en mis condiciones lo que necesito es el aire del mar, nada más que el aire del mar, estar tan lejos de tierra como sea posible.
—Bueno, no puede usted estar al mando de la
Fanciulla,
desde luego, ya que no se le dará la clasificación de navío. Lo que los dioses dan con una mano lo quitan con la otra. Y puesto que no puede estar bajo su mando, entonces, en atención a usted, creo que es justo dársela a su primer oficial.
—Gracias, milord —dijo Jack, con una expresión tan triste y compungida que su interlocutor le miró con sorpresa.
—Sin embargo —dijo—, podemos prometerle una fragata. Es la
Blackwater,
que se encuentra en los astilleros y, si todo sale bien, será botada dentro de seis meses. Así tendrá usted tiempo de recuperar las fuerzas, ver a sus amigos y controlar desde el principio todo lo que se emplea para armarla.
—Milord —dijo Jack—, no se cómo agradecerle su generosidad, y me siento realmente avergonzado de pedirle más habiendo recibido tanto, pero para ser franco con usted, mis asuntos económicos están en un estado tan desastroso por la bancarrota del agente que se ocupaba de mis presas que necesito algo, un mando temporal, cualquier cosa.
—¿Llevaba sus asuntos el canalla de Jackson? —preguntó lord Melville, mirándole fijamente por debajo de sus pobladas cejas—. También los del pobre Robert, que ha perdido más de doscientas libras, una suma nada despreciable. ¿Así que aceptaría un mando provisional aunque fuera corto?
—Con sumo gusto, señor. Aunque fuera corto o desventajoso. Con los brazos abiertos.
—Tal vez haya alguna posibilidad muy remota. Pero no me comprometo a nada. El capitán de la
Ethalion
está enfermo; y por otra parte, el capitán Hamond, de la
Lively, y
lord Carlow, capitán de la
Immortalité,
desean acudir al Parlamento. También hay otros miembros de la Armada, pero no recuerdo los datos concretos. Le pediré al señor Bainton que se ocupe de ello cuando tenga un momento. No hay nada seguro en estos asuntos, ya sabe. ¿Dónde se hospeda ahora que no debe reincorporarse a la
Fanciulla
?
—En Grapes, en el distrito de Savoy, milord.
—¿En Savoy? —dijo lord Melville, anotándolo—. ¡Ah, sí! Ya está. ¿Nos queda por tratar algún otro asunto oficial?
—Si se me permite, quisiera hacer una observación, milord. El comportamiento de los tripulantes del
Polychrest
fue extraordinario, no podía haber sido mejor, pero el hecho de que sigan juntos podría tener malas consecuencias. En mi opinión, sería mucho mejor repartirles en pequeñas brigadas entre los navíos de línea.
—¿Es una impresión general, capitán Aubrey, o puede usted citar algunos nombres, aunque sea como simple indicación?
—Una impresión general, milord.
—Me ocuparé de ello. Y ahora basta de asuntos de trabajo. Si no tiene ningún compromiso, nos complacería muchísimo a lady Melville y a mí que cenara con nosotros el domingo. Robert estará allí, y Heneage.
—Gracias, milord. Estaré encantado de presentar mis respetos a lady Melville.
—Entonces permítame felicitarle una vez más y desearle un buen día.
Felicidad. A medida que descendía las escaleras, lentamente y con aire solemne, aumentaban su felicidad y su sensación de bienestar. Cuando bajó el tercer escalón, el momentáneo disgusto a causa de la
Fanciulla
(había contado con aquella embarcación tan veloz y estable, tan fácil de gobernar y que navegaba tan bien de bolina) había desaparecido, estaba olvidado, superado, y cuando llegó abajo casi había conseguido la felicidad completa. Le habían nombrado capitán de navío. Era capitán de navío y moriría siendo almirante.
Al llegar al pie de las escaleras, miró con gran benevolencia al conserje con chaqueta roja del vestíbulo, quien le sonrió y le hizo una reverencia.
—Enhorabuena, señor—dijo Tom—. ¡Oh, Dios mío! No está usted vestido de forma adecuada.
—Gracias, Tom —dijo, y un poco desasosegado se miró la ropa—. ¿Qué?
—No, no, señor —dijo Tom, y le condujo hasta su silla de piel, le desabrochó la charretera del hombro izquierdo y se la colocó sobre el derecho—. Así. Llevaba usted la charretera como un simple capitán. Así; así está mejor. Créame, señor, le hice lo mismo a lord vizconde Nelson cuando descendió estas escaleras tras ser nombrado capitán de navío.
—¿De verdad, Tom? —dijo Jack, muy complacido.
Lo que Tom había afirmado era materialmente imposible, pero a Jack le había encantado y le dio un montón de monedas de oro, un montón pequeño pero suficiente para que Tom se mostrara muy afable y afectuoso y se apresurara a llamar la silla de posta y a hacerla entrar al patio.
* * *
Se despertó poco a poco, con una sensación placentera de total relajación, pestañeando tranquilamente; se había acostado a las nueve, en cuanto se había tomado la pastilla y la jarra de cerveza negra, y había dormido doce horas, horas de sueños colmados de felicidad y deseos de transmitirla, deseos demasiado reprimidos por la languidez para poder cumplirse. Algunos sueños maravillosos, como éste en que la Magdalena del cuadro de Queenie le decía: «¿Por qué no afinas el violín en un tono ámbar, anaranjado, amarillo, verde y azul como éste en vez de hacerlo en el de las notas normales?». ¡Era tan real! Stephen y él tocaban con esos tonos, el violonchelo era de color marrón y carmín, y volaban las notas, que sólo tenían color… un intenso color. Pero luego no pudo volver a atraparlo; fue transformándose en simples palabras; perdió su colorido y dejó de parecer real. Por su cabeza vendada cruzaban ideas sobre los sueños y el hecho de que a veces tenían sentido y otras no, y de repente la levantó de la almohada, ya sin sentir aquella dulce felicidad. La chaqueta, que se había resbalado del respaldo de la silla, parecía exactamente la misma del día anterior. Pero allí, colocado en el mismo centro de la repisa de la chimenea, permanecía el sobre de lona, aquella valiosa envoltura. Saltó de la cama, lo cogió, volvió a acostarse y lo puso encima de las sábanas, a la altura del pecho; luego se durmió otra vez.
Killick se movía por la habitación y hacía ruido innecesariamente, tropezando con las cosas, no siempre por accidente, y sin dejar de blasfemar. Desde la almohada, Jack podía advertir que estaba de mal humor. Le había dado una guinea para que bebiera por el galón conseguido, y lo había hecho tan concienzudamente que se había gastado hasta el último penique y habían tenido que traerle a rastras.
—Señor —dijo Killick, tosiendo de forma fingida—. Es hora de tomarse la pastilla. (Jack siguió durmiendo.) No disimule, señor. Le he visto moverse. Debe tomársela.
Y añadió como para sí:
—Tanto si es usted capitán de navío como si no, se la va a tomar, señor, de eso me encargo yo. Y también la cerveza negra.
Alrededor de las doce, Jack se levantó. Con el espejo de afeitarse y el de pared se miró la parte posterior de la cabeza. Su aspecto era horrible, y a pesar de que la herida se le había cicatrizado bien, parecía que sufría de alopecia o sarna común, pues Stephen le había afeitado toda la coronilla y le había dejado el pelo largo por la parte de atrás. Se vistió de paisano y salió para ver la luz del día, que no llegaba a Grapes en ninguna época del año. Antes de marcharse, pidió en la taberna una descripción precisa de los límites de aquel santuario que era Savoy. Dijo que estaba muy interesado en sus antiguos monumentos.
—Puede ir hasta Falconer Rents y luego dirigirse a la calle Essex y seguir hasta la cuarta casa contando desde la esquina; después puede doblar a la derecha y retroceder por el lado de la calle Cecil más próximo a la ciudad, pero no se le ocurra cruzar esa calle ni pase del lugar donde están las sillas de posta en la calle de los talleres, Su Señoría, o saldrá fuera. No tiene pérdida —dijo aquel hombre de Grapes, que oía esta historia acerca del interés por los monumentos antiguos cien veces al año.
Paseó por las calles del ducado y luego entró en un café; cogió tranquilamente el periódico, y justo allí, en la página por la que estaba abierto, vio su carta dirigida a la
Gazette,
con frases absurdamente familiares, y su firma transformada por las letras de imprenta. En la misma página aparecía un comentario sobre la batalla, señalando que la felicidad de los valientes marineros nunca había sido mayor que al luchar contra fuerzas que les aventajaban en la proporción de doce y un octavo a uno, lo cual era nuevo para Jack. ¿Cómo había llegado aquel hombre a tal cifra? Presumiblemente, sumando todos los cañones y morteros de las baterías y las embarcaciones a flote en la bahía y dividiéndolo por el número de los que tenía el
Polychrest.
Pero aparte de esa extraña idea de la felicidad, era evidente que el periodista tenía sentido común y también que sabía algunas cosas de la Armada; decía que el capitán Aubrey era considerado un oficial que trataba de proteger la vida de sus hombres. «Tiene razón», pensó Jack. Además, se preguntaba cómo era posible que al
Polychrest,
con todos sus ostensibles defectos, le hubieran encargado una misión para la cual era totalmente inadecuado mientras que había otros navíos inactivos —y los mencionaba— amarrados frente a los
downs.
Una lista de bajas equivalente a un tercio de la tripulación hacía necesaria una explicación; la
Sophie,
bajo las órdenes del mismo capitán, había tomado al
Cacafuego
sólo con la pérdida de tres hombres. «¡Explícalo tú, viejo Harte!», dijo Jack para sus adentros.
Siguió dando vueltas y pasó por la parte de atrás de la capilla. En el interior se oía un órgano, que con suaves notas ejecutaba melodiosamente una encantadora y compleja fuga. Fue bordeando la reja hasta que encontró la puerta, y apenas la había abierto y se había sentado en un banco cuando la elaborada melodía se quebró con una serie de sonidos discordantes; un muchacho regordete salió con dificultad por un hueco que había bajo el triforio y echó a correr pasillo abajo, jadeando y con gran estrépito. Se sintió muy decepcionado cuando su agradable tensión se rompió súbitamente, era como quedar desarbolado mientras navegaba a toda vela.
—¡Qué decepción, Señor! —le dijo al organista, a quien veía ahora bajo la tenue luz—. ¡Deseaba tanto que hubiera llegado al final!
—Desgraciadamente, no hay aire —dijo el organista, un anciano pastor—. Ese arisco muchacho ya ha echado aire durante las horas convenidas y no hay ningún poder en la tierra que le retenga. Pero me alegra que le haya gustado el órgano. Es un
Father Smith.
¿Es usted músico, señor?
—¡Oh, un simple diletante, señor! Pero me complacería echar aire para que usted continúe, si lo desea. Sería una verdadera lástima que Händel quedara en el aire por falta de viento.
—¿Lo haría de veras? Es muy amable, señor. Permítame mostrarle la manivela; seguro que entiende usted de estas cosas. Debo irme deprisa al triforio, antes de que lleguen esos jóvenes. Tengo que celebrar una boda dentro de muy poco tiempo.
Así que Jack empezó a echar aire; la música llegaba más y más lejos cada vez, los diferentes fragmentos se sucedían en forma de filigranas y remolinos hasta mezclarse por fin en un magnífico final que sorprendió a la joven pareja que había entrado en silencio, furtivamente. Estaban allí sentados con su patrona y una comadrona, claramente visibles en la penumbra, muy nerviosos y desconcertados porque no habían pagado por la música sino sólo por la ceremonia más sencilla. Eran dos hermosas criaturas, sumamente jóvenes, casi de la misma edad, y el ritual apenas iba a anticiparse al final del embarazo. El sacerdote les unió con gran solemnidad, diciéndoles que el propósito de su enlace era la procreación, y que era mejor casarse que arder en el infierno.
Cuando acabó la ceremonia, los jóvenes volvieron a animarse, recobraron el color y sonrieron; parecían muy satisfechos de estar casados, sorprendidos de sí mismos. Jack besó a la jovencísima novia, estrechó la mano del joven, deseándole mucha suerte, y salió de allí sonriendo con satisfacción. «¡Qué felices serán estos jóvenes! Se apoyarán mutuamente… ya no existirá para ellos la soledad, la maldita soledad… se contarán sus alegrías y penas con toda franqueza. Son dulces criaturas sin el menor asomo de fiereza… confiadas, seguras… El matrimonio es algo muy importante, muy distinto a… Oh, Dios mío, estoy en el lado de la calle Cecil donde no debo pasar».