—Killick —gritó, doblándola y sellándola—. Esto es para el correo. ¿Está listo el doctor?
—Listo y esperándote desde hace catorce minutos —dijo Stephen con voz fuerte y áspera—. ¡Dios mío! Eres espantosamente lento y torpe con la pluma. Tachas, tachas… te quedas boquiabierto… En la mitad de tiempo podrías haber escrito la
Ilíada,
y también un comentario sobre ella.
—Lo siento de veras, estimado amigo. Odio escribir cartas. Parece que no tengo aptitud para ello.
—Non omnia possumus omnes
—dijo Stephen—, pero por lo menos podríamos subir a un bote a la hora acordada, ¿no crees? Aquí tienes la medicina y la pastilla; y recuerda, un cuarto de cerveza negra en el desayuno, un cuarto al mediodía…
Llegaron a cubierta, donde había una gran actividad y por todas partes se veían lampazos, escobillas de goma, piedra arenisca, misales, y se oían rechinar los aparejos; los 20 cañones de bronce estaban calientes de tanto sacarles brillo; olía a pintura. Los hombres de la
Fanciulla,
antiguos tripulantes del
Polychrest,
habían oído que su presa iba a ser vendida a la Marina y pensaban que un barco con buena apariencia alcanzaría un precio más alto que uno de aspecto descuidado; y ese precio les importaba mucho, pues tres octavos serían para ellos.
—Acuérdese de mis recomendaciones, señor Parker —dijo Jack, disponiéndose a bajar por el costado.
—Desde luego, señor —contestó Parker—. Todo esto es voluntario.
El primer oficial miró a Jack muy seriamente, entre otras razones, porque su futuro dependía totalmente de lo que su capitán dijera de él en el Almirantazgo aquella tarde.
Jack hizo una inclinación de cabeza, agarró los cabos laterales con firmeza y descendió al bote lentamente. Cuando éste comenzó a apartarse, se oyeron alegres vivas muy brevemente y enseguida los tripulantes de la
Fanciulla
volvieron a sus tareas, a fregar, cepillar y a sacar brillo; a las nueve llegaría el tasador.
—Un poco a la izquierda… a
babor
—dijo Stephen—. ¿Dónde estábamos? Un cuarto de cerveza negra en la cena: nada de vino, aunque puedes tomar un vaso o dos de
negus
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frío antes de retirarte. Nada de buey ni cordero; pescado, por supuesto, pollo, un par de conejos. Y, desde luego,
venerem omitte.
—¿Eh? ¡Oh, eso! Sí, claro. Muy bien. Muy adecuado. Dejar de remar… subirlo.
Vararon el bote en la playa de guijarros, que atravesaron con dificultad. Luego cruzaron el camino y se dirigieron a las dunas.
—¿Aquí? —preguntó Jack.
—Justo después de pasar la horca; es un pequeño valle, un lugar que conozco, conveniente en todos los sentidos. Ya hemos llegado. Doblaron al llegar a una duna y allí estaba la silla de posta, de color verde oscuro, y el cochero tomaba su desayuno, que había sacado de una bolsa de tela.
—Quisiera que hubiéramos usado el coche fúnebre —murmuró Jack.
—Tonterías. Ni tu propio padre te reconocería con ese vendaje y con ese color tan amarillento, como si estuvieras exangüe o esperaras el beso de la muerte. Aunque, verdaderamente, por tu aspecto pareces necesitar más un coche fúnebre que muchos de los sujetos a quienes he abierto. Vamos. No hay ni un momento que perder. Entra. Cuidado con el escalón. Preserved Killick, cuide bien del capitán. Su medicina, bien agitada, dos veces al día. Las pastillas tres veces. Puede tratar de que olvide usted las pastillas, Killick.
—Se tomará sus pastillas, como que me llamo Preserved.
—Cerrar la puerta. Y ahora izar velas y zarpar. ¡A navegar viento en popa y a toda vela!
Permanecieron mirando el polvo que levantaba la silla de posta.
—Ojalá hubiéramos escogido la idea del coche fúnebre y el ataúd —dijo Bonden—. Si lo apresaran ahora se me partiría el corazón.
—¿Cómo puede ser tan ingenuo, Bonden? Imagínese un coche fúnebre de cuatro caballos que recorriera a toda marcha, pasara lo que pasara, el camino de Dover. Seguro que levantaría sospechas. Y debe tener en cuenta que la postura yacente es perjudicial para el capitán en estos momentos.
—Bueno, señor, pero un coche fúnebre es seguro. Ningún alguacil ha detenido nunca un coche fúnebre, que yo sepa. Sin embargo, ahora es demasiado tarde. ¿Vendrá con nosotros, señor? ¿O prefiere que volvamos a recogerle?
—Se lo agradezco, Bonden, pero creo que iré andando hasta Dover y después tomaré un bote para volver.
* * *
La silla de posta atravesó silenciosamente Kent a toda velocidad. Desde los sucesos de Chaulieu, había aumentado el temor de Jack a los alguaciles, y puesto que se había hablado mucho de su vuelta a los
downs,
sin barco y con un par de presas, no había puesto pie en tierra firme hasta aquella mañana, rechazando invitaciones incluso del mismísimo lord Warden. Jack era ahora bastante rico; la
Fanciulla
podría aportarle unas mil libras y el transporte de guerra cien o doscientas. Pero se preguntaba si el Almirantazgo pagaría una recompensa por todos los tripulantes que aparecían en el rol de la
Fanciulla,
pues muchos habían escapado a la costa. También se preguntaba si sería admitida su petición de una recompensa por los transportes destruidos. El nuevo agente que se encargaba de sus botines le había dicho, sacudiendo la cabeza, que no podía prometer nada y que habría retrasos; sin embargo, le había anticipado una suma de dinero considerable, y ahora Jack sentía crujir en su pecho los billetes del Banco de Inglaterra. Aun así, todavía distaba mucho de ser solvente, y al pasar por Canterbury, Rochester y Dartford se encogió en un rincón. No le habían convencido las palabras tranquilizadoras de Stephen; él sabía que era Jack Aubrey y le parecía inevitable que los otros le vieran también como Jack Aubrey, alguien que debía 11.012 libras, 6 chelines y 8 peniques a las compañías Grobian y Slendrian. Con mayor razón le parecía inevitable que las personas afectadas supieran que debía recibir una citación del Almirantazgo y actuaran en consecuencia. No salió del coche cuando cambiaron los caballos; se pasó la mayor parte del viaje tratando de que no le vieran, y también dormitando, pues en aquellos días sentía un perenne cansancio. Y estaba dormido cuando Killick le dijo en tono respetuoso pero firme:
—Es la hora de la pastilla, señor.
Jack la miró; probablemente era la medicina más nauseabunda que Stephen había preparado en toda su vida, tan horrible que apenas la propia salud merecía el sacrificio de tragarla.
—No puedo tragarla con la garganta seca —dijo.
—¡Deténgase! —gritó Killick, sacando la cabeza y los hombros por la ventanilla—. ¡Cochero, deténgase en la próxima taberna! ¿Me ha oído? Y cuando el coche se detuvo, dijo:
—Entraré a ver si hay moros en la costa, señor.
Killick había pasado poco tiempo de su vida en tierra, y la mayor parte en un pueblo anfibio de la zona pantanosa de Essex; sin embargo, era espabilado y sabía muchas cosas de los hombres de tierra adentro, en su mayoría reclutadores, rateros, prostitutas y funcionarios del departamento de ayuda a enfermos y heridos, y podía oler un alguacil a una milla. Les veía en todas partes. Era el peor compañero para un débil, empequeñecido y ansioso deudor que podía ser descubierto, sobre todo porque tenía la total y absoluta certeza, la convicción de que tenía razón. Llevaba puesto un sombrero de clérigo que había conseguido mediante una estratagema, y éste, junto con los pendientes, su coleta de una yarda, la chaqueta azul con botones de latón, los pantalones blancos y los zapatos con hebilla de plata, le daba un aire tan llamativo que varios clientes le siguieron cuando salió de la taberna y observaron cómo se inclinaba y le decía a Jack:
—No puede bajar, señor. He visto algunos tipos raros en la taberna. Tendrá que beber aquí. ¿Qué desea, señor?
¿Dog's
nose
29
?,
¿Flip
30
?
Vamos, señor —dijo con la autoridad que una persona sana tiene sobre el enfermo a su cargo, o incluso excediéndola—. ¿Qué desea? Tiene que ser enseguida o perderemos la marea. (Jack quería un poco de jerez.)
—¡Oh, no, señor! Nada de vino. El doctor dijo que
nada de vino.
Cerveza negra es lo que mejor le irá.
Pero trajo el jerez —había tenido que pedir vino porque así correspondía a quien iba en silla de posta—, y una jarra de cerveza negra, después de dar el cambio que le había parecido apropiado. Se bebió el jerez y observó cómo Jack se esforzaba por tragarse la pastilla con la ayuda de la cerveza.
—Es una medicina estupenda —dijo—. ¡Siga adelante, amigo!
La siguiente vez que le despertó, Jack estaba sumido en un sueño más profundo.
—¿Eh? ¿Qué pasa? —dijo Jack.
—Ya está, señor. Ya hemos llegado.
—¡Ah, sí! Ya estamos aquí —dijo, observando la entrada y el patio que tan familiares le resultaban, y recobró el ánimo de repente—. Muy bien, Killick. Manténgase cerca, y cuando vea mi señal entre de nuevo para recogerme.
Estaba seguro de que en el Almirantazgo le darían un cálido recibimiento. En la Armada se había hablado bien de la captura de la
Fanciulla,
y en la prensa muy bien, pues había tenido lugar en un momento en que había pocas noticias para llenar los periódicos y en que la gente estaba preocupada y confusa a causa de la invasión. El
Polychrest
no podía haber elegido un momento mejor para hundirse; nada le habría hecho merecedor de más alabanzas. Los periodistas señalaban con gran satisfacción el hecho de que ambos barcos fueran nominalmente corbetas y que la
Fanciulla
transportara casi el doble de tripulantes, pero en el relato no mencionaban que ochenta de los marineros de la
Fanciulla
eran pacíficos reclutas italianos; además, eran muy generosos al citar incluso la cantidad de pequeños cañones que tenían los transportes de guerra. Un periodista del
Post,
a quien Jack apreciaba de forma muy especial, había hablado de «esa valerosa, esa sorprendente batalla llevada a cabo por una tripulación muy escasa e inexperta, formada principalmente por hombres de tierra adentro y grumetes. Esto le dará una idea al emperador francés de cuál es el destino que le aguarda a la flota invasora; porque si nuestros bravos marineros luchan con tanta fiereza cuando su barco está hundiéndose en unos bancos de arena impenetrables, bajo el fuego cruzado de imponentes baterías, ¿qué no serían capaces de hacer si éste se moviera libremente por el mar?». Había mucho más acerca de los arrojados marineros de pelo en pecho, lo cual le había gustado a su tripulación —los más instruidos les leían a los demás copias manoseadas que circulaban por el barco— y Jack sabía que también gustaría en el Almirantazgo, pues quienes formaban parte de él, a pesar de su elevada posición, eran tan sensibles a la opinión pública como el resto de los mortales. Además, sabía que esta aprobación sería reforzada por la publicación de su carta oficial, con una terrible lista de bajas —diecisiete muertos y veintitrés heridos—, ya que a la población civil le gustaba lamentarse por la sangre derramada de los hombres de mar, y mientras más cara costaba una victoria, más se apreciaba. ¡Si el jovencísimo Parslow se las hubiera arreglado para que le hirieran, entonces habría sido perfecto! También sabía algo ignorado por los periódicos, pero no por el Almirantazgo: el capitán de la
Fanciulla
no había tenido suficiente tiempo o astucia para destruir los documentos secretos, y las señales secretas de los franceses habían dejado de serlo, sus códigos habían sido descubiertos.
Pero mientras estaba sentado en la sala de espera, los recuerdos de pasadas injusticias desfilaron por su inquieta mente, y pensó que el almirante Harte habría tratado de perjudicarle todo lo que pudiera; además, su comportamiento en los
downs
no había sido irreprochable. Estaba ofuscado cuando Stephen le había hecho aquella advertencia, que sólo Dundas podría haberle sugerido, ya que Dundas estaba en una excelente posición para conocer lo que pensaban allí de su conducta. Si le pedían el diario de navegación y otros libros de a bordo tendría dificultades para explicar ciertas cosas. Aquellas acciones sumamente astutas, aquellas estratagemas que de forma aislada le habían parecido imposibles de descubrir, ahora, en conjunto, le parecían lamentables imbecilidades. En primer lugar, ¿cómo había llegado a parar el
Polychrest
a un banco de arena? ¡Explica eso, maldito estúpido! Por eso se alegró mucho cuando lord Melville se levantó del escritorio, le estrechó la mano con fuerza y le dijo:
—Capitán Aubrey, me alegro mucho de verle. Dije que llegaría usted a distinguirse, ¿se acuerda? Lo dije en esta misma habitación. Y ahora lo ha conseguido, señor, la Junta está muy contenta, muy satisfecha de haberle elegido para ser el capitán del
Polychrest
y de su comportamiento en Chaulieu. Quisiera que lo hubiera conseguido a un precio menor; creo que ha sufrido usted mucho, tanto por lo que respecta a su tripulación como personalmente. Y dígame —observaba la cabeza de Jack—. ¿qué tipo de heridas ha recibido? ¿Le duelen?
—Bueno, no, milord. No me duelen.
—¿Cómo las recibió?
—Bueno, milord, una me la produjo algo que me cayó en la cabeza, probablemente un trozo de bala de mortero; pero por fortuna me encontraba en el agua en ese momento, por lo que me hizo muy poco daño, sólo me abrió el cuero cabelludo unas tres o cuatro pulgadas. La otra fue consecuencia de un sablazo; no la noté en el momento, pero al parecer perforó un vaso, y antes de que me diera cuenta había perdido casi toda la sangre. Según el doctor, no me quedaban ni tres onzas, y la mayor parte en los dedos de los pies.
—Está usted en buenas manos, en mi opinión.
—¡Oh, sí, milord! Puso un hierro candente sobre la zona y detuvo enseguida la hemorragia; me sentí fortalecido de inmediato.
—Y dígame, ¿qué le prescribió? —preguntó lord Melville, que se preocupaba mucho por su propio cuerpo y, en general, por el de los demás.
—Sopa, señor. Ingentes cantidades de sopa, hordiate y pescado. Además, una medicina, desde luego, una medicina verde. Y cerveza negra.
—¿Cerveza negra? ¿La cerveza negra es buena para la sangre? Tomaré un poco hoy. El doctor Maturin es un hombre extraordinario.
—Así es, milord. El número de bajas habría sido mucho mayor de no ser por su dedicación. Los hombres tienen un alto concepto de él; han reunido dinero para regalarle un bastón con el mango de oro.