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Authors: Patrick O'BRIAN

Tags: #Narrativa Historica

Capitán de navío (67 page)

Salió apresuradamente de la habitación. Stephen vertió deprisa en su taza el café de sir Joseph, aún sin probar. Todavía estaba bebiéndolo cuando sir Joseph volvió, desanimado.

—Está en ese maldito interrogatorio; no estará libre hasta dentro de algunas horas, y cada minuto cuenta. No obstante, he enviado una nota… debemos actuar enseguida. Es una decisión que debe tomar el Consejo de ministros, desde luego, pero no me cabe duda de que debemos actuar enseguida. Ahora es el momento propicio; tenemos poco tiempo.

—Intenta llevar a cabo una acción arrojada, ¿verdad?

—Por supuesto. No puedo responder por el Consejo de ministros, pero si se escucha mi consejo, la jugada audaz es la única posibilidad. ¿Acaso alude usted al aspecto ético de la cuestión? —dijo, sonriendo.

—El aspecto ético no es asunto mío —dijo Stephen—. Presento un estado de cosas y hago la observación de que la acción aumentaría extraordinariamente las posibilidades del triunfo catalán. Y dígame, ¿cómo va la investigación?

—Mal, muy mal. Usted y yo sabemos que lord Melville tiene las manos atadas; no puede, por una cuestión de honor, dar cuenta de los fondos secretos, y sus enemigos, algunos de los cuales lo saben tan bien como nosotros, se aprovechan de la situación. No debo decir nada más porque soy un funcionario.

En efecto, era un funcionario, un funcionario con un cargo vitalicio, uno de los más poderosos del Almirantazgo, y quienes habían ocupado el cargo de
First Lord,
a excepción de Saint Vincent, siempre habían seguido su consejo. También era aficionado a la entomología, y por eso, tras una pausa, preguntó:

—¿Qué noticias me trae de ese otro mundo, doctor Maturin?

Entonces Stephen, palpándose el pecho, le respondió:

—Grandes noticias, señor. Discúlpeme, con tanta prisa casi se me había olvidado. El sagaz párroco de Sant Martí, o bien alguien de allí, la encontró este verano. Está un poco aplastada y un poco estropeada por la lluvia, pero aún reconocible —dijo, sacando de entre las páginas de su cuaderno de bolsillo una mariposa, un ejemplar anormal por su composición genética, con las alas derechas de color verde brillante y las otras doradas.

—¡Un verdadero ginandromorfo! —exclamó sir Joseph, inclinado sobre la criatura—. Nunca en mi vida había visto ninguno. Macho de un lado y hembra del otro. Estoy asombrado, señor, asombrado. Esto es casi tan sorprendente como las noticias que ha traído.

Mariposas diurnas y nocturnas… el dudoso privilegio de tener dos sexos… Un viejo funcionario entró, le susurró algo al oído a sir Joseph y luego salió sigilosamente.

—Lo sabremos dentro de media hora más o menos. Doctor Maturin, llamaré para que traigan más café; se ha acabado misteriosamente.

—Con su permiso, sir Joseph, ¿podría hablarle en tono no oficial, o semioficial, de un marino amigo mío cuya situación me interesa especialmente?

—Por supuesto. Le escucho.

—Me refiero al capitán Aubrey, al capitán John Aubrey.

—¿El afortunado capitán Aubrey? ¡Ah, sí! Capturó la
Fanciulla…
una pequeña batalla muy meritoria. Pero usted lo sabe tan bien como yo… ¡estaba allí!

—Lo que quería preguntarle era si él tiene muchas posibilidades de conseguir empleo.

—Bueno —dijo sir Joseph, reclinándose en su asiento, pensativo—, no tengo mucho que ver con dar empleos y nombramientos, no es esa mi sección. Pero sé que lord Melville le tiene en gran estima y que pensaba mejorar su posición con el tiempo, posiblemente dándole el mando de algún navío de los que están ahora en los astilleros. Su reciente ascenso, sin embargo, se le ha concedido como recompensa por los servicios prestados. Tal vez sería conveniente advertirle que durante un considerable periodo de tiempo sólo podrá conseguir, ocasionalmente, mandos provisionales, temporales. La presión para dar empleos es muy grande, como usted sabe. Además, me temo que lord Melville nos dejará antes de que su mandato, ¿cómo lo diría?,
expire;
su sucesor posiblemente tenga otras ideas, y si es así, las posibilidades de su amigo son… bueno… (Agitaba la mano.) Según tengo entendido, hay algunas objeciones que hacer a sus excelentes servicios; y además, es desafortunado por el padre que le ha tocado. ¿Conoce usted al general Aubrey, estimado caballero?

—Le conozco. Me dio la impresión de que no era muy sensato.

—Dicen que cada discurso suyo equivale a cinco votos para el bando contrario; y pronuncia un extraordinario número de ellos. Tiene tendencia a tomar la palabra en la Cámara para hablar sobre temas de los que no entiende mucho.

—Sería difícil que no fuera así, a menos que en la Cámara se discutiera la estrategia de la caza del zorro.

—Exactamente. Y los asuntos navales son sus preferidos, por desgracia. Si hubiera un cambio en la administración, aunque sólo fuera parcial, a su hijo probablemente le mirarían con resentimiento.

—Confirma usted mis suposiciones, sir Joseph. Le estoy muy agradecido.

Volvieron a las mariposas, a los escarabajos… sir Joseph no había prestado tanta atención a los escarabajos como hubiera querido… Intercambiaron opiniones sobre Cimarosa… una excelente interpretación de
Le astuzie feminili
en Covent Garden… sir Joseph le recomendaba encarecidamente al doctor Maturin que fuera a verla… él la había visto dos veces y volvería por tercera vez esa noche… encantadora, encantadora… Pero miraba insistentemente, muy serio, un exacto reloj, y su defensa de Cimarosa, aunque apasionada, no mantenía ocupada más de la cuarta parte de su mente.

El viejo funcionario regresó, muy excitado, con un aspecto que parecía rejuvenecido diez años, entregó una nota y salió precipitadamente.

—¡Vamos a actuar! —exclamó sir Joseph, entusiasmado—. Ahora tengo que buscar los barcos. Señor Akers, deme los expedientes A12 y 27 y las listas actuales. Señor Roberts, que se preparen los copistas y los mensajeros. Doctor Maturin, lord Melville le envía sus felicitaciones, sus más sinceras felicitaciones, y le ruega que se entreviste con él a las once y veinte exactamente. Y dígame, estimado caballero, ¿acompañará usted la escuadra? Es posible que haya una negociación; sería mucho mejor que la
main forte.

—Sí. Pero no deben verme, porque entonces no podría seguir siendo un agente secreto. Envíe usted a algún caballero que sepa español y hablaré por mediación de él. Y si me permite decirlo, para enfrentarse a Bustamante debe usted mandar una potente escuadra —navíos de línea—, así podrá rendirse con honor. Debe ser una fuerza abrumadora o de lo contrario luchará como un león. En esas fragatas la tripulación está muy bien adiestrada y, en relación con el nivel de España, muy disciplinada; son barcos de cuidado.

—Tendré en cuenta lo que dice, doctor Maturin. Respecto a la composición de nuestras escuadras no prometo nada. ¿Tiene usted algún otro consejo… un momento, señor Robinson… observación o comentario?

—Sí, señor. Tengo una petición que hacer… tengo que pedirle un favor. Como usted sabe, no he aceptado nunca nada por los servicios que he realizado, a pesar de la insistencia del Almirantazgo por mostrarme su agradecimiento.

Sir Joseph tenía una expresión grave, pero dijo que estaba seguro de que cualquier petición del doctor Maturin sería considerada con la mayor benevolencia.

—Mi petición es que el capitán Aubrey, con la
Lively,
forme parte de la escuadra.

El rostro de sir Joseph se iluminó.

—Muy bien. Eso puedo prometérselo bajo mi propia responsabilidad —dijo—. Pienso que lord Melville también estará de acuerdo; posiblemente sea la última cosa que pueda hacer por su joven amigo. ¿Y es eso todo, señor? No creo que eso sea todo.

—Eso es todo, señor. Le estoy sumamente agradecido. Se lo agradezco mucho, sir Joseph.

—¡Por Dios! —dijo sir Joseph, agitando un expediente en la mano en protesta por ese agradecimiento—. Veamos, ya hay un cirujano en la fragata, por supuesto, y no sería ético que le sustituyera, ni tampoco conveniente. Debe tener un nombramiento temporal… irá en ella con un nombramiento temporal y subirá a bordo mañana temprano. Llevará algún tiempo escribir todas las órdenes —la Junta debe reunirse— pero estarán listas esta tarde y usted podrá ir con el mensajero del Almirantazgo. No tendrá inconveniente en viajar en la oscuridad, ¿verdad?

Ya no caía más que una fina llovizna cuando Stephen salió, pero fue suficiente para disuadirle de pasear entre los quioscos de libros de la calle Wych, como pensaba, y regresó a Grapes. Allí, sentado en un sillón de piel, permaneció mirando el fuego mientras su mente se desviaba en muchas, muchas direcciones o, a veces, se quedaba dulcemente aletargada, hasta que la grisácea luz del día se desvaneció y dio paso a una noche oscura, insulsa, brumosa y jaspeada de dorado por las farolas. La llegada de un mensajero del Almirantazgo puso fin a aquella agradable sensación de habitar un cuerpo bordeado de forma imprecisa por la lana, y se dio cuenta de que no había comido nada desde que había tomado bizcocho y madeira con lord Melville.

Pidió té y bollos, muchos bollos, y a la luz de las velas encendidas en la mesa que estaba junto a él, leyó lo que el mensajero había traído: una amable nota de sir Joseph confirmando que la
Lively
sería enviada y señalando que «en atención al doctor Maturin había dado órdenes de que su nombramiento temporal fuera, en lo posible, de la misma clase que el otorgado a sir Joseph Banks, de la Royal Society», por lo cual suponía que iba a sentirse satisfecho; luego la descripción de su misión, un documento imponente, escrito a mano debido a la rareza de su forma, con la firma de Melville emborronada debido a la prisa; una carta oficial pidiéndole que se dirigiera a Nore para subir a bordo del barco arriba mencionado; y una última nota de sir Joseph diciendo que las órdenes no estarían listas hasta después de media noche, que le pedía perdón por el retraso y le adjuntaba una entrada para
Le astuzie feminili
porque eso ayudaría al doctor Maturin a pasar las horas agradablemente y le convencería del valor de Cimarosa, «ese gentil Fénix».

Sir Joseph era un hombre rico y soltero, y se daba buena vida. La entrada era para un palco, un palco pequeño en la parte de arriba del teatro, en el ala izquierda, desde el cual se veía mejor el público y la orquesta que el escenario, pero Stephen se instaló en él bastante satisfecho. Colocó las manos, todavía manchadas de la grasa de los bollos, sobre el barandal acolchado, y miró hacia la planta baja —a sus compañeros en la mayoría de las ocasiones— sintiéndose más elevado física y espiritualmente. El teatro se llenaba con rapidez, ya que se hablaba muy bien de la ópera, estaba muy de moda; y aunque el palco real, un poco lejos, a la derecha, estaba vacío, en casi todos los demás había gente moviéndose, colocando sillas, mirando al público o saludando con la mano a los amigos, y justo frente a él había un grupo de oficiales de marina, a dos de los cuales conocía. Vio en el patio de butacas, justo debajo de él, a Macdonald con la manga vacía prendida al frente de la chaqueta, sentado junto a un hombre que debía ser su hermano gemelo, por lo mucho que se le parecía. Había otras caras conocidas; todos los aficionados a la música de Londres parecían estar allí, y también los miles que no lo eran. Se escuchaba el rumor de las conversaciones y las joyas brillaban; y ahora que la mayoría del público se había instalado se oían agitarse los abanicos.

El teatro se quedó oscuro y las primeras notas de la obertura sofocaron gran parte de la conversación y acallaron los demás ruidos. Stephen fijó la vista y la atención en la orquesta. Una composición mediocre, inconsistente, pomposa, rimbombante, le parecía a él, no desagradable pero trivial. ¿Cómo era posible que sir Joseph comparara a ese hombre con Mozart? Sin embargo, admiraba la interpretación de aquel violonchelista con la cara roja, pues era ágil, decidida, enérgica. A su derecha, unos destellos llamaron su atención; un grupo de personas llegaban con retraso y al abrir la puerta de su palco había entrado la luz. Eran más bárbaros que los godos y los moros. Y aunque la música no tenía mucho que decir ni su atención se había desviado demasiado de algo que exigiera gran concentración, a aquellas personas que habían entrado atropelladamente como los hunos les habría dado lo mismo que estuviera tocando Orfeo en persona.

Se oyeron unas encantadoras notas de arpa; dos arpas recorrían la escala con un maravilloso gorjeo. No tenía ningún significado, sin duda, pero era muy agradable oírlo. Era agradable, claro que era agradable, como lo había sido oír la trompeta de Molter. Entonces, ¿por qué sentía esa opresión en su corazón, ese angustioso presentimiento, ese miedo a algo inminente que no podía definir? Aquella joven que se destacaba en el escenario tenía una voz dulce, excelente, y tanta hermosura como Dios y el arte podían crear, sin embargo, a él nada de eso le producía placer. Tenía las manos sudorosas.

Un estúpido alemán había dicho que el hombre pensaba con palabras, pero era completamente falso, una doctrina perniciosa. El pensamiento adoptaba un centenar de formas simultáneamente, con un millar de asociaciones, y la mente del ser hablante seleccionaba una y trataba de adaptarla a esos inadecuados símbolos que eran las palabras, inadecuados porque eran los mismos para situaciones muy dispares, y notoriamente inadecuados para vastas áreas de expresión, en las que se emplean lenguajes paralelos como la música y la pintura. Las palabras no son necesarias para muchas o incluso la mayoría de las formas del pensamiento; Mozart pensaba, sin duda, en un lenguaje musical. Él mismo, en ese momento, pensaba en un lenguaje de olores.

La orquesta y los intérpretes que estaban en el escenario subían el tono y ponían más énfasis preparándose para el clímax; y cuando éste llegó, el teatro estalló en estruendosos aplausos y en el palco de los que habían llegado con retraso vio a Diana Villiers, que aplaudía cortésmente, pero sin gran entusiasmo, y no miraba al escenario, donde los actores saludaban sonriendo afectadamente, sino a alguien que estaba detrás de ella, al fondo del palco. Tenía la cabeza inclinada, en un ademán que hubiera reconocido en una multitud; sus largos guantes blancos, con las puntas hacia arriba, se juntaban repetidamente mientras hablaba en medio de tanto estrépito, y con su expresión y los movimientos de su cabeza trataba de comunicar su mensaje venciendo el ruido.

Había otra mujer junto a ella —lady Jersey, pensó Stephen— y cuatro hombres detrás: Canning, dos oficiales con chaqueta roja y dorada y un civil con la tez rosada y el gesto adusto de los Hanover y la banda de la Orden de la Jarretera sobre el pecho, un joven miembro de la familia real. Era a ese hombre a quien Diana le hablaba; por su estúpida expresión parecía no comprender, pero se mostraba complacido, casi entusiasmado.

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