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Authors: Patrick O'BRIAN

Tags: #Narrativa Historica

Capitán de navío (63 page)

Esto es mucho mejor. Me gusta este camino arenoso, homogéneo, que sigue extendiéndose siempre.

Por la mañana se sucedieron los acontecimientos. Le presentaron al señor Floris, el cirujano, quien le invitó a visitar la enfermería, donde había colocado un invento suyo, una manguera de ventilación para que el aire fresco entrara hasta abajo, y mostró de forma halagadora su gran interés y
respeto
por la opinión del doctor Maturin acerca de Wallace, el caso en que Stephen había visto más claramente que nunca la necesidad de una cistotomía suprapúbica inmediata. Luego había llegado la señora Miller con su hijo precipitadamente, porque la
Lively
ahora sólo tenía un ancla echada y la bandera de salida ya estaba ondeando.

Era una mujer joven y bella, de aire decidido, con la desenvoltura, casi la osadía, que le conferían un anillo de boda y la protección de un hijo. Sin embargo, cuando Jack la saludó en el alcázar, nada de esto era evidente, sino que ella le expresó formalmente su gratitud, le pidió disculpas por la intrusión y le aseguró que el pequeño Brydges no causaría ningún problema, ya que estaba acostumbrado a los barcos… había ido a Gibraltar y había vuelto… nunca se mareaba ni lloraba.

—Señora —dijo Jack—, es un honor para nosotros que se encuentre a bordo, estamos encantados y desearíamos que no sólo fuera hasta Portsmouth sino más lejos. Si un oficial no pudiera llevar a la mujer y la hermana de un compañero, las cosas serían muy tristes. Pero creo que disfrutaremos de su compañía mucho tiempo, ya que el viento está rolando hacia el maldi… hacia el sur, desgraciadamente.

—Tío John —dijo el joven Brydges—. ¿Por qué le haces señas y guiños a mamá? Todavía no ha hablado demasiado con el capitán, y es posible que se calle enseguida. Y yo no he dicho nada en absoluto.

—Stephen —dijo Jack—, ¿puedo entrar? Espero no haberte despertado. ¿Estabas dormido?

—No, no —dijo Stephen.

—Bueno, hay muchos comentarios en la sala de oficiales. Parece que esta mañana cerca de un millón de tus reptiles se metieron en la jarra con el cacao, se quemaron por centenares al colarse por el pitorro. Dicen que si vuelven a experimentar el agotamiento y el nerviosismo de otro desayuno como ese abandonarán la Armada.

—¿Anotaron la hora exacta?

—¡Oh, seguro que la anotaron! Estoy seguro de que en los intervalos entre esquivar el ataque, tomar el desayuno y ocuparse del gobierno del barco, se apresuraron a calcular el tiempo exacto con los dos cronómetros del segundo oficial. ¡Ja, ja!

—Hablas en tono irónico, no hay duda. Pero esto es un ejemplo increíble de la sagacidad de las abejas. Las alimento con una mezcla de cacao y azúcar. Asocian el olor a cacao con su comida. Descubren una nueva fuente de olor a cacao, comunican este descubrimiento a sus compañeras con rapidez, indicándoles dónde está, y así llegamos a esta situación, la prueba más satisfactoria que uno puede desear. Espero que mañana los oficiales anoten la hora en que aparezcan por primera vez. Te apuesto lo que quieras a que será en torno a las siete campanadas, con un margen de diez minutos antes o después, el momento en que se les alimentó por primera vez.

—¿Quieres decir que volverán a entrar allí?

—Mientras en la sala de oficiales continúen bebiendo cacao con mucha azúcar, no veo ningún motivo para que dejen de hacerlo. Será interesante comprobar si este conocimiento se traspasa a las abejas de generaciones posteriores. Te agradezco mucho que me hayas dicho esto, Jack; durante muchos años no ha habido ningún descubrimiento que me haya dado tanta satisfacción como éste. Cuando lo haya comprobado bien —durante un período de varias semanas o meses— se lo comunicaré a Huber.

En su rostro, triste y blanco como la cera, se reflejaba ahora tal placer que Jack no tuvo valor para cumplir la promesa que había hecho a los oficiales. Podrían calafatear los mamparos, las cerraduras y las claraboyas, beber té o café, o envolverse en un mosquitero durante uno o dos días. Al fin y al cabo, ¿qué significaba una pequeña incomodidad cuando se estaba de servicio?

—Hoy tengo un regalo para ti, Stephen —dijo Jack—. ¡Una mujer joven y bella para cenar! La hermana de Dashwood subió a bordo esta mañana; es realmente una joven muy hermosa, un placer para la vista, y con muy buenos modales. Bajó enseguida y no la he vuelto a ver desde entonces.

—Lo siento pero tendrás que disculparme. En cuanto los opiáceos hagan efecto, empezaré una operación. El señor Floris me está esperando y sus ayudantes están afilando los bisturíes en estos momentos. Hubiera preferido hacerla cuando llegáramos a Haslar, pero con este viento me temo que tardaremos un par de días más o menos y el paciente no puede esperar. Todos están ansiosos por ver la operación, y también yo estoy ansioso por complacerles. Por eso estoy aquí ahora, quiero tener las piernas y los brazos descansados; nunca me perdonaría cometer un error al hacer esta demostración. Además, hay que tener en cuenta al paciente, por supuesto. Cuando se empiecen a remover sus órganos vitales con los instrumentos, debe sentirse seguro porque nota una mano firme, lo cual es necesario porque llevará bastante tiempo cortar y atar.

El paciente, el infeliz Wallace, se sentía seguro porque notaba una mano firme mientras le conducían, mejor dicho, le arrastraban, hacia el banco, adormilado por el opio, aturdido por el ron y animado por lo que le contaban sobre lo eminente que era quien iba a operarle; pero no se sentía seguro por muchos más motivos, a juzgar por su palidez y su mirada asustada. Sus compañeros de rancho le llevaron con rapidez a su puesto y lo ataron al estilo marinero: uno le enganchó la coleta a un cáncamo, otro le dio una bala para que la mordiera y un tercero le dijo que se estaba ahorrando por lo menos cien guineas por estar allí, pues seguro que ningún médico que tuviera un bastón con un mango de oro le abriría por menos dinero.

—Caballeros —dijo Stephen mientras se subía las mangas—, observarán que el punto de partida es la cresta ilíaca. La atravieso de esta forma y así encuentro el punto de incisión.

Mientras tanto, en la cabina de proa, Jack tenía la punta del trinchador sobre una parte abultada del pastel de venado.

—Permítame que le corte un poco de pastel, señora. Es una de las pocas cosas que sé trinchar. Cuando tenemos una pierna, normalmente pido ayuda a mi amigo el doctor Maturin, a quien espero presentarle esta tarde. ¡Tiene tanta habilidad para trinchar!

—Gracias, señor —dijo la señora Miller—. Tiene un aspecto delicioso. Pero no creo que sea cierto que no sabe usted trinchar. Hace poco capturó usted a la
Fanciulla,
y para conseguirlo tuvo que trinchar muy bien.

Mientras se decían estas amabilidades en proa, la
Lively
cruzaba el Canal, navegando en contra de la fuerte brisa del suroeste, amurada a estribor y con muchas velas de estay desplegadas.

—Señor Simmons —dijo Jack, al subir a cubierta—, esto es extraordinario, ¿verdad? ¡Qué bien navega de bolina!

Era una tarde cálida y luminosa, y mientras la fragata escoraba a causa del viento, algunos grupos de nubes se desplazaban por el cielo, en contraste con el brillo del velamen y la blancura de los aparejos. La fragata no tenía ningún parecido con un barco de lujo; la pintura sólo tenía una finalidad práctica y era incluso fea, pero, en cambio, los cabos de cáñamo de Manila, blancos como la nieve, que había traído de Filipinas, eran poco corrientes y le daban una belleza fuera de lo común, además de una mayor agilidad al navegar. Las olas, largas y uniformes, venían desde el sur, y los rizos de la superficie acariciaban la amura por barlovento y lanzaban a veces salpicaduras por encima del combés, formando un arco iris momentáneo. Era una tarde perfecta para disparar, y también lo sería la noche.

—Dígame, señor Simmons, ¿han hecho muchas prácticas con los cañones grandes?

—Bueno, señor —dijo el primer oficial—, solíamos disparar una vez por semana al principio de nuestra misión, pero la Junta Naval recortó tanto el gasto de pólvora y balas que el capitán Hamond se desanimó.

Jack asintió con la cabeza; también él había recibido esas cartas quejumbrosas, prepotentes e indignantes que extrañamente terminaban con la frase «sus afectuosos amigos».

—Así que ahora —prosiguió— sólo disparamos por divisiones una vez al mes. Aunque, por supuesto, los sacamos y volvemos a meterlos dentro al menos una vez por semana cuando se llama a todos a sus puestos.

Jack recorrió intranquilo el costado de barlovento del alcázar. Era bueno mover los cañones, pero no era lo mismo que dispararlos. No se parecía en nada. Pero una andanada de la
Lively
costaría diez guineas. Mientras le daba vueltas a eso en la cabeza, fue a la cabina del segundo oficial para echar un vistazo a la carta marina. Mandó llamar al condestable, el cual le dio una relación de la pólvora y los cartuchos llenos que estaban disponibles y su opinión de cada cañón; los cuatro cañones largos de nueve libras eran sus favoritos, y hacían la mayor parte de los disparos de la
Lively,
manejados por él, sus ayudantes y los artilleros mayores.

En el horizonte, por la amura de babor, apareció la línea irregular de la costa francesa, y la
Lively
cambió de bordo. ¡Con qué facilidad se podía gobernar! Se colocó suavemente contra el viento, se abatió, y sus velas se hincharon tras recorrer apenas una distancia de un cable, casi sin perder velocidad. A pesar de todo el despliegue de velamen y de todas las escotas de las velas de estay que había que atar, apenas transcurrió un cuarto de hora entre la llamada «¡todos a cubierta!» y el momento en que los gavieros empezaron a tensar y atar los cabos y Francia comenzó a desaparecer de su vista por popa.

¡Qué bien gobernada estaba! Sin ruido, sin confusión, sin sombra de duda sobre cómo respondería. Y ya había alcanzado los ocho nudos; podría adelantar a cualquier embarcación de jarcia de cruz. Pero, ¿de qué servía eso si no iban a poder darle al enemigo cuando se encontraran con él?

—Cambiaremos de bordo, señor Norrey —le dijo al segundo oficial, que ahora se encontraba de guardia—. Y luego tenga la amabilidad de llevarla a media milla de Balbec, sólo con las gavias.

—Stephen —dijo unos minutos más tarde—. ¿Cómo fue la operación?

—Muy bien, gracias —dijo Stephen—. Fue la mejor demostración posible de mi método; era un caso perfecto para una intervención inmediata, había buena luz y mucho espacio. Y el paciente sobrevivió.

—¡Muy bien, muy bien! Dime Stephen, ¿me harías un favor?

—Es posible —dijo Stephen, con aire desconfiado.

—Quisiera que trasladaras tus animales al jardín. Se van a disparar los cañones de la cabina y el ruido podría resultarles perjudicial. Además, no quiero que se prepare otro motín.

—¡Oh, desde luego! Yo llevaré el panal y tú te encargarás de la sujeción de cardán. Vamos a hacerlo ahora mismo.

Cuando Jack volvió, todavía temblando y con el sudor corriendo a lo largo de la columna vertebral, llamaban a todos a sus puestos. Tras el redoble de tambores, los tripulantes de la
Lively
corrieron a ocupar sus posiciones en la forma habitual, pero sabían muy bien que aquel no era un ritual ordinario, no sólo por la insólita actividad del condestable y sus expresivas miradas, sino porque a la señora Miller se le había pedido que bajara a la bodega y un guardiamarina con un montón de cojines la había acompañado, enseñándole el camino. Y le habían preguntado si le molestaba el ruido, a lo que ella había respondido:

—¡Oh, no! ¡Me encanta!

La fragata iba deslizándose a media milla de la costa sólo con las gavias, tan cerca que podía verse un rebaño de ovejas y su pastor, que estaba sentado sobre la hierba y miraba hacia el mar; y a los tripulantes de la
Lively
no les sorprendió que, después que todos habían respondido que estaban presentes y sobrios, se diera la orden: «¡Quitar los tapabocas!».

Para quitar algunos tapabocas fue necesario un enorme esfuerzo, porque habían permanecido mucho tiempo en las bocas de los cañones; pero cuando la fragata se acercaba a la batería del pequeño puerto de Balbec, todos los cañones, ya con sus ojos de hierro abiertos de par en par, le apuntaban fijamente. Era una batería pequeña, de tres cañones de veinticuatro libras, sobre una isleta frente a la ensenada; enseguida quedó oculta por su propio humo y sólo se veía por encima de éste la inmensa bandera tricolor.

—Dispararemos los cañones sucesivamente, señor Simmons —dijo Jack—, a intervalos de medio minuto. Yo daré la orden. Señor Fanning, anote el alcance de cada cañonazo y el número del cañón que lo ha disparado.

Los artilleros franceses disparaban con precisión, pero eran lentos; sin duda alguna, les faltaban hombres. Derribaron el fanal de popa de la
Lively
con la tercera andanada, pero sólo habían hecho un agujero en la gavia mayor cuando la fragata se colocó a la distancia que Jack había elegido, desde donde daría la orden de disparar. La
Lively
disparaba con lentitud e imprecisión; sus hombres no sabían mantener el fuego a discreción ni sabían nada sobre la elevación de los cañones. Sólo un disparo de los cañones de estribor alcanzó la batería, y tras el último cañonazo se oyeron gritos de burla desde tierra.

La fragata estaba casi frente a la batería, a poco más de un cuarto de milla de distancia.

—¿Se han sacado los cañones de proa, señor Simmons? —preguntó Jack—. Entonces, les dispararemos una andanada. Mientras esperaba el momento adecuado del balanceo del barco, un cañonazo de veinticuatro libras perforó el casco de la
Lively
cerca del palo de mesana y otro atravesó el alcázar con gran estrépito. Observó que dos guardiamarinas esquivaron la bala y después le dirigieron una mirada angustiosa para comprobar si él lo había visto todo; nunca antes habían estado al alcance de los disparos.

—¡Fuego! —dijo Jack.

Toda la fragata estalló en un enorme estruendo que la hizo temblar hasta la quilla. Durante unos instantes, el humo oscureció el sol, y luego se alejó por sotavento. Jack, inclinándose sobre el pasamanos, miraba ansioso; las cosas estaban empezando a mejorar, pues habían saltado piedras y la bandera se tambaleaba. Los tripulantes de la
Lively
daban vivas, pero manejaban los cañones mucho menos rápidamente que aferraban las gavias. Los minutos pasaban con calma. Un cañonazo de la batería alcanzó la popa de la
Lively.
«Quizás el impacto haya sido en el jardín», pensó, albergando esperanzas en medio de su terrible ansiedad.

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